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La identidad europea (II)

Europa ya ha dado muestras de que es capaz de resurgir apelando a lo mejor de sí misma. La identidad europea que ahora estamos desarrollando será global y abierta al mundo o no será

Foto: Un manifestante sostiene una bandera de la Unión Europea. (Reuters/Irakli Gedenidze)
Un manifestante sostiene una bandera de la Unión Europea. (Reuters/Irakli Gedenidze)

En un artículo anterior, examiné cuestiones preliminares sobre la identidad europea, como su naturaleza y relación con las identidades nacionales, proponiendo una identidad que complemente a estas últimas por imbricación, de manera que, transformándolas, les dé una nueva perspectiva acorde con las circunstancias actuales. Proponía para ello tomar como guía las propias dinámicas y tendencias de la historia europea.

Quizá el rasgo más sobresaliente de la historia europea haya sido su diversidad. Se tiende a tomar tal concepto a la luz de las diversas naciones que integran la UE, bien con forma estatal, bien en un estadio regional, con su multitud de lenguas, tradiciones, manifestaciones artísticas y humanas de todo tipo. Pero esta comprensión adolece de un sesgo actual, cuando contemplamos un paisaje en que se ha sedimentado el esfuerzo nacionalizador que comenzó medio milenio atrás, y se aceleró en los últimos 200 años. Europa llevaba antes del surgimiento del Estado nación muchos siglos de vida y seguía siendo tan diversa, o más, que la que hoy conocemos. A causa de la geografía europea, de sus precedentes históricos constitutivos —el fluido cristiano en el molde romano, condicionado uno y otro por la Grecia clásica y, en menor medida, por otros factores—, y de los azares que hubo de afrontar, especialmente las invasiones y migraciones periódicas, Europa conoció una proliferación de actores —estamentos sociales, emperadores, papa y patriarca, reyes y príncipes— que competían entre sí por el poder mediante alianzas cambiantes, incapaces de imponerse por tiempo indefinido. Europa ha sido el continente de los equilibrios inestables entre innumerables protagonistas, en un permanente estado de rivalidad, ya conflictiva y violenta, ya positiva en forma de emulación. Europa ha sido el continente de los poderes y contrapoderes, con múltiples recaídas y periodos de hegemonías efímeras, en que siempre se terminaba acotando todo intento de poder ilimitado.

Ello sucedió mucho antes del advenimiento de la democracia, y por ello, si bien la democracia es una característica reciente de la historia europea, los contrapoderes de la forma política que fue prevalente en cada momento no lo son. Por esa razón, más importante que la democracia, entendida en el sentido estricto de un hombre un voto, es el sistema de contrapoderes que impide que, a través de las urnas, un individuo consiga un poder sin cortapisas. El llamado Estado de derecho se convierte en el elemento cualificador de la forma democrática actual: un sistema judicial independiente, unos medios de comunicación independientes, una sociedad civil que actúe y se exprese sin trabas y, en general, cualquier otra institución o mecanismo con la función de checks and balances, son elementos centrales de la identidad europea. La sospecha metódica de que quien acapara el poder pueda incurrir en abusos es uno de los elementos centrales de la identidad europea. Las atribuciones de la Comisión Europea en materia de competencia responden al mismo espíritu. El mecanismo de supervisión bancaria, o la presteza con que la Unión Europea legisla ante potenciales abusos como los falsos autónomos o los riesgos que entraña el despliegue de la inteligencia artificial son otros ejemplos del mismo principio. El propio hecho de la igualdad de los Estados miembros, con independencia de su tamaño, garantizada a través de un complicado proceso de toma de decisiones y con salvaguardas judiciales ulteriores, es una manifestación más del principio último de la limitación del poder.

A lo largo de la historia europea, el principio de diversidad, en el origen del coto al poder ilimitado, se tradujo en una conflictividad continua. La guerra, con una intensidad superior a la de cualquier otro continente, ha sido hasta hace poco uno de los modos distintivos de vida europea. Hasta la introducción del arma de fuego, las calamidades que llevaba aparejadas la guerra eran limitadas. A partir de la Edad Moderna, sin embargo, y sobre todo después de la Revolución Industrial, el nivel de destrucción se hizo cada vez más insoportable. Antes del doble estallido de las dos guerras mundiales, entre 1870 y 1914, Europa, o al menos una parte significativa de ella, conoció un periodo de paz considerable, si se exceptúan las batallas libradas fuera del continente durante la expansión colonial. No es casualidad que en ese periodo se sentaran las bases de los deportes, individuales y de equipo, que se han convertido en los más populares. Tampoco lo es que el deporte conociera un auge inusitado después de la Segunda Guerra Mundial y que, salvo excepciones, las competiciones en muchas modalidades deportivas de los principales países europeos, así como los campeonatos europeos, gocen de especial predilección, en Europa y fuera de ella. El juego donde hay un vencedor y vencido, y en que, en distintas proporciones según la modalidad, confluyen el azar, la fuerza, la habilidad y la técnica, se convierte en el mejor sucedáneo de la guerra en tiempos de paz. Si se desarrolla sobre un trasfondo de intensa rivalidad como ha sido el europeo desde los albores de la historia, el espectáculo está asegurado. Por esta misma razón, a falta de la forja de la guerra, el deporte que enfrenta a las selecciones nacionales se convierte en un factor galvanizador de la nación.

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En aplicación del principio de que la identidad europea no debe suplantar a las nacionales, sería irreal pensar en una selección europea que sustituyera a las distintas selecciones nacionales en los campeonatos mundiales, pero sí se podrían fomentar actos esporádicos o simbólicos en esa línea. El mejor ejemplo lo tenemos en la Ryder Cup, competición bianual de golf que en sus orígenes enfrentaba a EEUU y al Reino Unido, y a finales de los setenta se amplió a la Europa continental. No es un ejemplo válido del todo, especialmente después del Brexit, aunque el deporte continental podría ser una manifestación simbólica de la recién creada Comunidad Política Europea, que incluye a los Estados miembros de la UE y países candidatos junto a otros europeos con los que la UE mantiene relaciones estrechas. Podría pensarse, por ejemplo, en una competición bianual de baloncesto al mejor de cinco partidos entre la UE y EEUU, o competiciones similares entre selecciones de fútbol de la UE y de la Unión Africana (UA) y entre las de la UE y de la Comunidad de Estados de Latinoamérica y el Caribe (Celac), o incluso en un formato triangular. También para organizaciones internacionales con vocación de una mayor integración como la UA o la Celac la idea podría resultar atractiva. Algo más fácil de llevar a la práctica sería un acuerdo entre los Estados miembros y el Comité Olímpico Internacional de manera que, en los Juegos Olímpicos, los atletas europeos compitieran bajo la doble bandera nacional y la de la UE, y que el cómputo de medallas se reflejara tanto en el casillero nacional como en otro específico de la UE. Los europeos nos veríamos así en condiciones de disputar la primera plaza a Estados Unidos y China.

Se ha tendido a plantear el desarrollo de la identidad europea en relación con las identidades nacionales, lo que es lógico, por ser éstas las vividas con mayor intensidad y coincidir grosso modo con las de los Estados miembros. Pero es un planteamiento insuficiente, que no cubre toda la escala de afectos comunales en el continente. A las ciudades y a las regiones, especialmente las regiones con autonomía política (algunas incluso, con identidades nacionales compartidas con la del país de pertenencia) no se les ha reconocido todo su potencial para contribuir al proyecto europeo. Las identidades regionales y locales están también muy arraigadas y los representantes políticos de regiones y municipios tienen una mayor cercanía con el votante. Es cierto que algunos programas de la UE tienen en cuenta a regiones y ciudades, que la política de cohesión tiene un enfoque regional y que existe un órgano consultivo de la UE que es el Comité de las Regiones, en que también están representadas las ciudades. Con vistas a desarrollar la identidad europea, insuflando a las regionales y locales de una perspectiva y afecto europeos, sería conveniente desgajar a ciudades y regiones en sendos comités diferenciados y, en el caso de las regiones, limitarse a la representación de aquellas con autonomía política. Las que responden a una lógica de desconcentración administrativa estarían ya políticamente representadas por sus respectivos gobiernos en otras instituciones de la UE. Este enfoque sería consecuente con la existencia de distintos tipos de construcción nacional, a saber, los más antiguos que datan de la Edad Moderna, los nacionalismos de aglutinación y los nacionalismos de secesión. En los dos primeros lo habitual es que hubieran preexistido entidades políticas independientes o con fuerte conciencia de grupo, cuyas identidades han sobrevivido, más o menos atenuadas, al proceso nacional que las terminó englobando.

Foto: Una bandera de la Unión Europea izada en Francia. (EFE) Opinión
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La postergación de la ciudad en el entramado institucional de la UE es reveladora de cómo pueden llegar a diferir los procesos de construcción nacionales y el europeo. Los reyes tuvieron un papel pionero en la acumulación de poderes que terminarían desembocando en Estados soberanos, en una confrontación continua con los señores feudales, en la que las ciudades fueron aliadas de preferencia de los monarcas, a las que recompensaban con fueros que reconocían su autonomía. Las ciudades, así dotadas, fueron a su vez clave en el desarrollo comercial, intelectual, artístico, financiero y empresarial en la aventura europea. En contraste con el papel motor de la ciudad, el campo y sus trabajadores fueron tradicionalmente relegados en la historia europea a pesar de que Europa había sido hasta la Revolución Industrial una economía fundamentalmente agraria. Solo a finales del siglo XIX y principios del XX, gracias a la extensión del derecho de voto y a la generalización de la enseñanza básica y el servicio militar obligatorio, el campesino entró de lleno en el proceso nacionalizador, y fue cortejado por los líderes políticos, que fundaron incluso, especialmente en Europa central y oriental, partidos agrarios, a fin de encuadrar el voto del campo.

En el caso del proyecto de integración europea, sin embargo, el campo tuvo, desde la misma fundación de la CEE, un protagonismo indiscutible gracias a la Política Agrícola Común (PAC), que en sus inicios llegó a concentrar más de la mitad del presupuesto comunitario, frente al 30% actual. La PAC ha sido criticada porque, cuando se creó, el porcentaje del sector primario en relación con el PIB era inferior al 5% y porque su aplicación subsiguiente dio lugar a disfuncionalidades como la acumulación de excedentes. Superadas éstas, debe reconocerse el acierto que tuvieron los fundadores de la CEE en la prioridad que dieron a la agricultura. De no haber sido así, la UE hubiera carecido de los instrumentos necesarios para garantizar en la actualidad la autonomía estratégica en materia alimenticia, asegurar una transición ecológica armónica en nuestros campos y bosques y, lo que es de relevancia a efectos identitarios, contrarrestar la pretensión de los enemigos de la UE por su supuesta traición a la tradición europea que, como antes hicieran los románticos, localizan en los campos y aldeas. En lo que al campo se refiere, esta tradición lleva décadas vinculada a la PAC. Nuestros agricultores fueron europeístas antes que la mayoría de los demás sectores productivos.

Se ha mencionado anteriormente a los reyes, cuyo papel en la creación de los distintos Estados nacionales fue esencial, ya desde el punto de vista militar, ya a través de la promoción comercial e industrial de sus reinos, ya a través de enlaces matrimoniales. La Independencia de Estados Unidos y la Revolución francesa abrieron una nueva era en que el principio democrático se terminaría imponiendo a la legitimidad histórica y religiosa, plasmada en el principio hereditario de sucesión en el poder. La diferente tradición del nuevo continente y el viejo tuvo su reflejo en la diferente articulación del principio de separación y equilibrio de poderes, consustancial a la historia de Occidente. Los norteamericanos, rotos sus lazos con la Corona británica, optaron por un sistema presidencialista, mientras que en Europa se inició un proceso gradual en que se hubo de contar con los reyes, que gozaron en una primera fase de poderes compartidos con los de los parlamentos, que, estos sí, emanaban de la soberanía popular. Cuando se consumó el proceso, quedó, salvo excepciones —Francia es la más conocida en la actualidad—, la distinción entre una jefatura de Estado con poderes residuales y simbólicos (en el caso de las repúblicas) o exclusivamente simbólicos (en el caso de las monarquías), y una jefatura de gobierno que concentra el poder ejecutivo.

Foto: Charles Michel, presidente del Consejo Europeo. (Europa Press)

La jefatura de Estado en los regímenes parlamentarios es la más alta representación del Estado y también de la nación, que simboliza a través de distintos mecanismos. Es revelador cómo en la figura del presidente del Consejo Europeo confluyen ambas tradiciones, la minoritaria presidencialista francesa, y la de las repúblicas y monarquías parlamentarias. Por una parte, puede convocar el Consejo Europeo, decidir su agenda, presidir las deliberaciones y elaborar, mediante una labor de facilitación entre las posiciones encontradas, las conclusiones que reflejen el acuerdo de esta institución de la Unión. Se trata de un poder sustantivo y de gran importancia. Al mismo tiempo, el Tratado UE prevé que asumirá, sin perjuicio de las competencias atribuidas al alto representante, la representación exterior de la UE en los asuntos de política exterior y seguridad común. Como carece de los servicios de la Comisión y del alto representante para una actuación efectiva en este ámbito, su papel aparece desvaído y no son infrecuentes los roces con la Comisión. Quizá todo resultaría más claro y beneficioso si, en este punto, evolucionara la presidencia del Consejo Europeo en la misma dirección simbólica que lo hicieron reyes constitucionales. Incluso, podría pensarse que, en sus viajes de mayor rango oficial al extranjero, viajara en formato troika acompañado de un jefe de Estado monárquico y de otro jefe de Estado republicano parlamentario de los Estados miembros, por turnos. Estos encontrarían así una dimensión europea a su actividad, de la misma manera que la tienen gobiernos, poderes judiciales y parlamentos nacionales. Para reforzar esta segunda dimensión simbólica del presidente del Consejo, podría concentrar en su persona —en la actualidad lo hace con la presidenta de la Comisión— la condición de receptor exclusivo de las cartas credenciales de embajadores acreditados ante la UE. También podría residir en su oficina la cancillería de una futura condecoración europea, así como la posibilidad de nombrar embajadores europeos de buena voluntad entre europeos y europeas insignes. Se convertiría así en una especie de Jano de doble faz, una con poder real y otra con poder simbólico. La faz simbólica se podría revelar como un poderoso factor para el reforzamiento de un sentimiento identitario europeo.

Un punto en el que el proceso de construcción de identidad europeo difiere marcadamente del nacional es en lo tocante a religión y lenguas, que, en muchos casos, se convirtieron en marcadores clave en los procesos identitarios nacionales. En un artículo anterior alerté de la tentación de hacer del sentimiento antimusulmán uno de los vectores de la identidad europea, y no me extenderé en ello. En lo que se refiere a las lenguas, el objetivo debe ser un reconocimiento lo más amplio y efectivo posible de la diversidad lingüística del continente, como ha procurado la UE desde su fundación. El conocimiento individual de otras lenguas comunitarias es, qué duda cabe, una aspiración de la identidad europea, pero no debería convertirse en algo determinante: seguirá habiendo muchos ciudadanos monolingües que podrán tener una identidad europea tan o más fuerte que otros plurilingües. Porque la clave de la identidad europea en el punto relativo a la capacidad lingüística de los ciudadanos europeos no estriba en la competencia concreta que pueda tener cada uno, sino en la efectiva disposición de los medios y posibilidades por parte de los poderes públicos, europeos, pero también nacionales y regionales, para que todos los ciudadanos europeos tengan acceso efectivo y gratuito al aprendizaje de otros idiomas comunitarios.

El conocimiento vital que tengan los nacionales de un Estado miembro de otras maneras de vivir la identidad europea es esencial para su desarrollo. Y, de nuevo, la clave estriba en que se fomente el intercambio y la movilidad. En los tratados fundacionales ya se reconoció como una de las cuatro libertades básicas la libre circulación de trabajadores. El espacio Schengen gira en torno a la facilidad máxima de circulación de los ciudadanos de los Estados miembros participantes y otros Estados parte. El programa insignia de la UE en lo que toca a intercambios de personas es el Erasmus, una auténtica fábrica de hacer europeos, centrado en los estudiantes universitarios y ahora extendido a los alumnos de colegios a partir de una cierta edad.

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Porque, y en este punto lo que se sugiere sí está inspirado en la construcción de las identidades nacionales, son la infancia y juventud el mejor tiempo para plantar la semilla identitaria. En los colegios de Europa se debería enseñar las dinámicas históricas y culturales que han hecho de los europeos lo que somos, bien como asignatura separada, bien incorporando esta perspectiva en las historias nacionales de cada uno.

Un breve apunte sobre el Brexit. Prevalece la opinión de que la salida del Reino Unido permitirá un mayor ritmo de integración. Quizá sea así, pero lo que es cierto es que el Brexit ha supuesto un grave revés para el desarrollo de la identidad europea. La contribución del Reino Unido a las dinámicas históricas europeas tal y como las conocemos ha sido inmensa. Si aceptamos que el valor supremo de Europa a lo largo de su historia ha sido poner límites al poder, ningún país lo consiguió tan pronto y de manera tan efectiva como los ingleses con la Revolución Gloriosa de 1688, o defendió con tanta convicción el equilibrio de poderes a nivel continental europeo.

Por fin, hemos de evitar la construcción de una identidad europea que no tenga en cuenta el lugar de Europa en el mundo, histórico y presente. Europa es, por su propia esencia, una historia mundial. La primera globalización, a partir del siglo XV, fue impulsada por Europa. Europa ha legado al mundo lenguas y conceptos universales, legado que no ha estado exento de abusos y errores, como cualquier comunidad humana en el ejercicio del poder. Si han ocurrido extralimitaciones en el seno del continente, cómo no iba a haber sucedido esto fuera de él. Cuando se habla de la decadencia de Europa —tema recurrente desde hace un siglo— no hemos de confundirlo con la pérdida de la hegemonía mundial. Lo segundo es natural y bienvenido, ya que no sería sostenible su perpetuación en un mundo donde los europeos son minoría. Frente a lo primero, Europa ya ha dado muestras de que es capaz de resurgir apelando a lo mejor de sí misma. La identidad europea que ahora estamos desarrollando será global y abierta al mundo o no será.

*Juan González-Barba. Diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).

En un artículo anterior, examiné cuestiones preliminares sobre la identidad europea, como su naturaleza y relación con las identidades nacionales, proponiendo una identidad que complemente a estas últimas por imbricación, de manera que, transformándolas, les dé una nueva perspectiva acorde con las circunstancias actuales. Proponía para ello tomar como guía las propias dinámicas y tendencias de la historia europea.

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