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Juan González-Barba Pera

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Antropología de la Unión Europea

Nunca, en la historia política de la Humanidad, ha existido un "imperio tan benigno" como la UE: imperial en su dimensión, pero benigna por las múltiples cortapisas que incorpora para impedir el poder de unos pocos

Foto: Foto: Reuters/Johanna Geron.
Foto: Reuters/Johanna Geron.

Cuando comenzó en la Grecia antigua la reflexión filosófica sobre el hombre y la naturaleza, uno de los aspectos que ocupó la atención de los filósofos fue la vida en sociedad y las peculiaridades de la organización política de las comunidades humanas. Asimismo, llamó la atención el hecho de que estuvieran abocadas a continuos conflictos, ya internos, ya con respecto a otras comunidades. Al propio tiempo, se reconocía un anhelo en el hombre de vivir en paz, situación de la que solo excepcionalmente se podía disfrutar. En la mitología romana, el dios bifronte Jano representaba, entre otras cosas, este dilema de imposible solución: se le invocaba al inicio de una guerra y se le invitaba a morar entre los romanos mientras esta durara, manteniendo abiertas las puertas de su templo, que se cerraban una vez finalizaba la guerra.

Sobre la condición paradójica de la naturaleza humana también nos previno Cervantes en El Quijote, cuando comparaba la amistad que se profesaban Rocinante y el rucio de Sancho con la humana: “No hay amigo para amigo: las cañas se vuelven lanzas”. Al Mutanabbi, el mayor poeta árabe de todos los tiempos, había ya escrito en el siglo X sobre cañas y lanzas, de modo mucho más pesimista por lo ineluctable de su juicio: “Cada vez que crece una caña / el hombre pone en su punta un hierro”. Toda invención tiene también un uso perverso, tendente a asegurar el control ajeno en beneficio propio, recurriendo en último extremo a la violencia si fuera menester. Toda promesa de progreso era así cuestionada por la evolución de los usos destructivos que las nuevas tecnologías también traían consigo. La historia de la Humanidad puede leerse como una constante sucesión de conductas violentas ejercidas por la mayoría respecto a la minoría, en formas cada vez más graves y destructivas hasta culminar en la guerra. Existen numerosos ejemplos de cómo aquellos que integraban la minoría, una vez alcanzado el poder, procedieron a infligir a los sojuzgados idéntico trato al que padecieron ellos mismos en su día.

Quienes integraban la minoría, alcanzado el poder, procedieron a infligir a los sojuzgados idéntico trato al que padecieron ellos en su día

La espiral violenta conoció su apoteosis histórica en la Segunda Guerra Mundial. El mundo estuvo cerca del abismo de la autodestrucción, y de esa toma de conciencia nacieron algunas de las instituciones que han procurado invertir la tendencia violenta de la Humanidad: las Naciones Unidas, cuya carta fundacional proscribía la guerra, salvo que fuera autorizada por el Consejo de Seguridad o se actuara en legítima defensa; la Declaración Universal de los Derechos Humanos, o la institucionalización del diálogo interreligioso. En Europa, primera responsable y escenario bélico principal de la Segunda Guerra Mundial, se adoptaron iniciativas que cambiarían radicalmente las dinámicas históricas en el continente: el Consejo de Europa y, sobre todo, la Comunidad Económica Europea, transformada en Unión Europea en 1993.

No quiero ni puedo parecer eurocéntrico. Nuestro continente ha dado sobradas muestras a lo largo de su historia de sobresalir en actuaciones violentas. Lo cual es tanto más sorprendente cuanto que su doble herencia, grecorromana y cristiana, hacía presagiar un cambio radical en virtud de su segundo elemento: frente al hierro en la caña, el ofrecimiento de la segunda mejilla; frente a la ética guerrera, la inspirada por las bienaventuranzas. Pero, reconozcámoslo, Europa no estuvo a la altura de las exigencias que imponía su inspiración cristiana. La oficialidad de la religión cristiana según el dogma niceno por el emperador Teodosio I puso en marcha un proceso que llevaría a hacer santos guerreros. Por cada Francisco de Asís hubo 100 Torquemadas. Y la evangelización del resto del mundo estuvo acompañada de abusos y violencias. Pero pongamos las cosas en perspectiva: otras civilizaciones tampoco han ofrecido ejemplos edificantes en su conjunto, aunque, por supuesto, hayan abundado, como en Europa, los ejemplos individuales dignos de imitación.

Foto: Pintadas contra el Día de la Hispanidad en la estatua de Isabel la Católica y Colón ubicada en Granada. (EFE)

Y es que la tendencia irrefrenable en pos del poder sobre el prójimo, incluida la violencia para alcanzarlo, es algo ínsito en nuestra naturaleza. Hablo indistintamente de hombres y mujeres, reconociendo que ha sido el varón sobre quien recae la principal responsabilidad de este sesgo violento en nuestra historia, y que la incorporación de la mujer a la esfera pública después de la Segunda Guerra Mundial ha transformado la situación. Pero no debemos caer en la complacencia y pensar que el feminismo por sí solo revertirá la tendencia: es más lo que une que lo que diferencia a hombres y mujeres, que, además, componen a partes iguales la sociedad. La clave está en el establecimiento de un sistema de controles y contrapesos (checks and balances) en cualquier instancia de poder, pero principalmente en el poder político, que evite derivas autoritarias en que sale a relucir lo peor de la naturaleza humana.

Europa ofrece en su historia algunos ejemplos interesantes. Por ejemplo, el Sacro Imperio Romano estableció una compleja gobernanza llena de contrapoderes y equilibrios: el de los príncipes electores frente al Emperador, o el del Papa y la Iglesia Imperial frente al Emperador y los señores seculares, o, en sus últimos siglos, dos tribunales competentes para todo el territorio imperial. También la República de Venecia estableció un complejo sistema institucional en que distintas instituciones, independientes entre sí, se limitaban mutuamente. No es casualidad que uno y otro hubieran conocido una larga vida, de un milenio en el caso del Sacro Imperio y algo más en el caso de Venecia. Los Estados nación que acabaron con uno y otra fueron, durante un tiempo, el mejor antídoto frente a la preponderancia de uno frente al resto. El llamado equilibrio de poderes, piedra angular de la diplomacia británica en el continente, resume bien este principio, que quebró con Napoleón Bonaparte de manera significativa, y con Hitler de manera definitiva.

Foto: La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. (Reuters/Johanna Geron) Opinión
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Nunca, en la historia política de la Humanidad, ha existido un “imperio tan benigno”, por utilizar la expresión que usa Ropert Kaplan en su libro Adriático, como la Unión Europea: imperial en su dimensión, pero benigna por las múltiples cortapisas que incorpora para impedir el poder de unos pocos. Y aquí hay que consignar no solo la complejidad institucional de la UE, que lleva a líderes extraeuropeos a lamentarse por no tener un solo teléfono al que llamar, sino también, y principalmente, los Estados miembros que la componen. Estos son parte esencial del entramado institucional de la UE, que no vino a superarlos, sino a eliminar las aristas de una competencia desenfrenada, para instaurar una competencia positiva o de emulación. El principio de subsidiaridad es, a estos efectos, tan importante como el de primacía del Derecho comunitario.

Pensábamos que con la Unión Europea habíamos hallado la triaca máxima de la paz perpetua: no solo habíamos desterrado de su seno la guerra como método de solución de controversias, sino que se podía exportar la fórmula al resto de la humanidad. Se predicaba con el ejemplo: la manera en que la Unión Europea se relacionaba con los terceros Estados era a través de acuerdos de comercio y cooperación. Fomentaba, además, las uniones regionales, con el aliciente de firmar acuerdos con el conjunto preferiblemente a hacerlo con la unidad. Al mismo tiempo, se promovía una cultura de respeto universal a los derechos humanos y se fortalecía la pujanza de la sociedad civil entre sus socios. Se actuaba desde el convencimiento de que la interrelación mediante la creación de una red de intereses compartidos terminaría creando urbi et orbi las condiciones para que la paz perpetua arraigase por doquier. Y, en su vecindario inmediato, la perspectiva de adhesión, como en los Balcanes Occidentales o los países ribereños del mar Negro, tenía un potencial transformador de las dinámicas en juego.

Foto: El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg. (EFE/Olivier Matthys)

Los europeos estamos viviendo un tiempo de pérdida de la inocencia, al menos por tres razones. En primer lugar, la Unión Europea ha fracasado en su intento de exportar su modelo de cooperación pacífica al vecindario sur. En parte, por errores propios o, mejor dicho, de algunos de sus Estados miembros, que mantienen intactas competencias en materia de seguridad y defensa: el fiasco de la guerra de Irak, y de las intervenciones en Libia y Sira, no han traído más estabilidad y prosperidad, sino al contrario. Y en parte porque en el seno del mundo árabe-musulmán nació una ideología, la del yihadismo, con la que es imposible hallar puntos de encuentro, haciendo estéril cualquier enfoque negociador.

En segundo lugar, la guerra en Ucrania nos ha mostrado que los ejércitos y armamentos seguirán siendo vitales con fines defensivos, mientras haya otros actores que sigan abrazando la violencia y la guerra como medio para resolver las diferencias.

Foto: Xi Jinping y Emmanuel Macron. (EFE/EPA/Huang Jingwen) Opinión

Y, finalmente, porque al yihadismo y a la amenaza rusa se une la rivalidad sino-americana surgida de la pujanza de China. La combinación de estos tres elementos ha significado el final del dividendo de la paz que trajo consigo el final de la Guerra Fría. No solo tendrá que aumentar el gasto en defensa de los Estados miembros —lo está haciendo ya—, sino que la propia UE ha empezado a financiarlo con cargo a su presupuesto, algo que hasta hace poco parecía impensable.

Juno vuelve a estar de actualidad. La aspiración más realista ha pasado a ser que las puertas de su templo estén cerradas el mayor tiempo posible y que, a largo plazo, la Humanidad consiga aherrojarlas para siempre, objetivo que de momento no se ha conseguido.

*Juan González-Barba Pera es embajador de España en Croacia.​

Cuando comenzó en la Grecia antigua la reflexión filosófica sobre el hombre y la naturaleza, uno de los aspectos que ocupó la atención de los filósofos fue la vida en sociedad y las peculiaridades de la organización política de las comunidades humanas. Asimismo, llamó la atención el hecho de que estuvieran abocadas a continuos conflictos, ya internos, ya con respecto a otras comunidades. Al propio tiempo, se reconocía un anhelo en el hombre de vivir en paz, situación de la que solo excepcionalmente se podía disfrutar. En la mitología romana, el dios bifronte Jano representaba, entre otras cosas, este dilema de imposible solución: se le invocaba al inicio de una guerra y se le invitaba a morar entre los romanos mientras esta durara, manteniendo abiertas las puertas de su templo, que se cerraban una vez finalizaba la guerra.

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