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La crisis de la democracia
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Juan González-Barba Pera

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La crisis de la democracia

La democracia verdadera es generosa en su acogida en el momento fundacional, plasmado en una constitución, que sienta las reglas del juego, y permite la competición por la diferencia menor o no esencial

Foto: Una mujer votando en Portugal. (Europa Press/Carlos Castro)
Una mujer votando en Portugal. (Europa Press/Carlos Castro)

La crisis de las democracias —occidentales o no— se ha convertido en uno, si no el principal, tema en el debate político de nuestras sociedades. Esto es, se ha pasado a cuestionar el mismo método y estructura que se consideraba mejor —o el menos malo— para abordar satisfactoriamente las crisis y conflictos que de manera recurrente aparecen en la vida social. O, mejor dicho, de manera continua, porque la vida social consiste en la gestión de conflictos permanentes entre individuos y grupos que, desde distintas posiciones y situaciones económicas, sociales o ideológicas, pretenden hallar soluciones inspiradas en diferentes métodos, intereses y valores. Si la gestión es exitosa, se irán encontrando soluciones con una validez temporal variable hasta que nuevos individuos o grupos las pongan en entredicho y se vuelva entonces a negociar una solución diferente. Si la gestión fracasa, si las partes enfrentadas no son capaces de hallar una fórmula satisfactoria —que puede consistir en la misma encapsulación del conflicto de que se trate—, tarde o temprano alguno de los actores enfrentados recurrirá a la violencia para resolverlo. Como la sociedad internacional no es democrática, el recurso a la violencia en la resolución de conflictos, en forma de guerras de mayor o menor intensidad, es mucho más habitual que en el interior de los Estados.

Es en el seno de estos últimos donde se afirma la superioridad de las democracias para garantizar el bien supremo de la vida social: la ausencia de violencia, o, al menos, el mantenimiento de esta bajo mínimos, gestionable mediante la aplicación del código penal y el resto de la legislación y la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Se dirá que este no es el bien supremo de la vida social, sino que hay otros más importantes, como la libertad, la prosperidad o la justicia distributiva. Además, si la paz interior se convierte en el bien superior, las dictaduras podrían presentarse como más deseables, en la medida en que a veces son más eficientes en la consecución de este objetivo, a costa, eso sí, de sacrificar otros no menos valiosos. No, la paz social lograda con la fuerza y la represión nunca deberá ser la piedra de toque para juzgar qué sistema es preferible.

Pero esta afirmación adolece de un error de perspectiva. Puede que las dictaduras consigan unos niveles más elevados de paz social a corto y medio plazo, pero en el largo plazo siempre terminan arruinando sus credenciales en este punto. En ellas son mucho más frecuentes los intentos de tomas violentas del poder. Incluso si el dirigente o grupo dirigente logra cortar de raíz cualquier intento desestabilizador, siempre pende sobre ellas como espada de Damocles la sucesión en el poder por muerte del titular. A medida que el líder autoritario va entrando en años, se extiende el nerviosismo entre los posibles sucesores. Como el método de sucesión y el traspaso de poder no está regulado ni aceptado por todos los aspirantes, la probabilidad de que la cuestión sucesoria se ventile por la fuerza de los hechos es grande. Así, de un día para otro, se puede pasar de la paz aparente a la violencia desbordada, como ocurre con la erupción de un volcán. La primavera árabe, en esencia, fue un caso de este tipo, que se extendió de un país a otro como fichas de dominó por la coincidente senectud de unos líderes para cuya sucesión no había acuerdo.

La implantación de las monarquías hereditarias fue, en este sentido, un avance histórico frente a las electivas, antes del advenimiento de la Edad contemporánea. La sucesión del monarca electivo era siempre traumática, con episodios rebosantes de violencia y que dejaban expuesto al país. Baste recordar el modelo visigótico, y cómo la invasión árabe de la Península sucedió en uno de estos momentos, reinando el usurpador Rodrigo, que había destronado de forma violenta a Witiza un año antes. Hubo en las monarquías electivas casos excepcionales de transición pacífica, con reglas aceptadas por todos, como fue el caso de la Mancomunidad polaco-lituana, hasta el punto de que también se la conoce como Primera República Polaca, a pesar de que sus máximos dirigentes tuvieran la consideración de reyes.

Foto: Manifestante en Hong Kong. (Getty/Chris McGrath)

Si algo distingue a la democracia verdadera frente a la impostada, es que la sucesión en el poder es siempre pacífica, con arreglo a un ritual que trae su legitimación de una victorial electoral, ya sea directa en los regímenes presidenciales, ya indirecta a través de una investidura parlamentaria en los regímenes parlamentarios. Por eso, la señal más clara de alarma de que algo se ha estropeado es cuando se cuestiona, incluso con acompañamiento de violencia, el resultado electoral. Lo que ocurrió el 6 de enero de 2021 en Estados Unidos o el 8 de enero de 2023 en Brasil son los ejemplos más recientes y conocidos de un accidente que no se esperaba en democracias consolidadas.

¿Por qué una derrota, por lo demás consustancial al juego democrático de elecciones periódicas, puede de repente convertirse en algo inaceptable, en una cuestión existencial, hasta el punto de romper la baraja? Como otros juegos, la democracia exige la preexistencia de unas reglas aceptadas por el rival. La principal, no se nos olvide, es que la victoria o la derrota no son absolutas: habrá otras oportunidades de revancha, en partidas que volverán a disputarse según las mismas reglas. Además, el vencido solo pierde el juego, pero no la vida, ni tampoco la hacienda —aunque no gane el premio reservado al vencedor—. En las sociedades democráticas, el poder se halla compartimentado, de manera que la victoria electoral entrañe sólo una parte del premio (el gobierno de la nación, por ejemplo), mientras que para aspirar a otros (gobiernos autonómicos o municipales) haya que empeñarse en una nueva lid electoral con distintos actores y reglas.

Es más, incluso si el vencedor se hiciera con los premios en todas las citas electorales, el sistema democrático evita, para preservarlo del mayor riesgo, la concentración de todo el poder en una sola persona o grupo, con un complejo sistema de contrapoderes ("cheks and balances") que conforman lo que se llama el Estado de derecho, con múltiples manifestaciones (independencia de la justicia, sociedad civil floreciente, medios de comunicación independientes etc.). En la medida que se vaya erosionando el Estado de derecho, el premio por la victoria va aumentando, y esta pasa a percibirse en términos cada vez más decisivos y menos deportivos. Los jugadores empiezan a albergar dudas de la imparcialidad del árbitro, del que sospechan que el equipo rival lo ha comprado. Una parte de la explicación del deterioro de las democracias viene por aquí. Sin embargo, el diagnóstico no es del todo exacto, por dos razones: en primer lugar, porque el desgaste del Estado de derecho no es la causa última de la crisis de las democracias, sino que a su vez es síntoma de una avería más profunda; en segundo lugar, porque los contrapoderes, con ser imprescindibles en una democracia, no son exclusivos de ella. Existen regímenes no democráticos que los llevan incorporados en su funcionamiento, aunque sean la excepción. Uno de los ejemplos históricos más acabados fue la República de Venecia, cuyo régimen oligárquico contaba con un elaborado sistema de checks and balances que fue una de las razones de la longevidad de más de un milenio de la Serenísima.

La principal diferencia entre las democracias y los regímenes que no lo son estriba en la amplitud del "nosotros". La democracia trata de ser lo más inclusiva posible, mientras que el régimen no democrático es angosto. Este último trata de suplir la estrechez del círculo que concentra el poder con el trampantojo de elecciones fraudulentas que arrojan mayorías abrumadoras, transmisoras de una falsa imagen de unidad casi perfecta. Incluso, en algunos casos, afirma que el simple hecho de dividir a la sociedad en partidos que luchan entre sí en citas electorales periódicas es contraproducente para la paz social, y dictamina la unidad mágica de la sociedad, en lo que se llaman democracias orgánicas.

La diferencia entre democracias y regímenes que no lo son está en el “nosotros”: la primera trata de ser inclusiva y el segundo es angosto

La democracia verdadera, sin embargo, es generosa en su acogida en el momento fundacional, plasmado en una constitución, que sienta las reglas del juego, y permite la competición por la diferencia menor o no esencial. Pero en las sociedades de tradición cristiana —y, en la medida que la democracia es una invención europea/americana, esto podría aplicarse a cualquier democracia— existe siempre el riesgo de la pureza o, si se me permite, el riesgo del pelagianismo y del donatismo, herejías contemporáneas de san Agustín, a las que combatió con denuedo. Pelagio había llevado al extremo la concepción de elegidos, pues el hombre nacía sin pecado original y ello hacía innecesario el bautismo, aunque solo una élite era capaz de vivir con arreglo a la naturaleza potencialmente sin tacha del hombre. Donato circunscribía el concepto de elegidos a aquellos prelados y fieles que no abjuraron de su fe tras las persecuciones de Diocleciano, por lo que no reconocía la validez de los sacramentos administrados por los prelados que, tras ser perdonados, volvieron a ser reintegrados en la Iglesia. Desde entonces, la pretensión de representar a los puros ha estado presente en cualquier sociedad cristiana o de tradición cristiana.

Existe una pureza tradicionalista, anclada en el pasado que representa la verdad inmutable, de índole "donatista", y otra pureza progresista, volcada hacia un futuro lleno de venturas solo evidentes para el hombre bueno que escucha a su corazón limpio, de índole pelagianista. Si el cristianismo ha mantenido su pujanza tras dos milenios es porque, como bien vio san Agustín, era imprescindible un compromiso entre la utopía del mensaje y la realidad humana de a quien iba dirigido. La democracia no puede ser menos. El "nosotros" siempre va a estar formado por un conjunto de personas impuras en continua transacción por intereses y valores enfrentados. El "nosotros", pasado el momento fundacional, no puede pretender seguir manteniendo que "todos caben en nuestras filas", porque solo es así en teoría. Los puros “donatistas” y pelagianos” deben ceder el protagonismo a la mayoría impura. Eso, y no otra cosa, es aspirar a gobernar desde el centro. Cualquier deriva del peso gravitacional de la contienda política hacia el "donatismo" o el "pelagianismo" acaba siempre violentamente, porque los puros nunca transigen. La democracia "donatista" o "pelagiana" termina en violencia, pierde su autoridad moral frente a los regímenes no democráticos, y, con ello, su capacidad de luchar por una sociedad más libre, más justa y más próspera.

Terminaré este artículo con símiles más inmediatos que los de lejanas herejías que sacudieron el cristianismo primitivo. La democracia, por su mezcla de azar, competición ajustada a reglas y supervisada por árbitros, y una concepción relativa de ganador y perdedor (lo que nos permite afirmar que con un buen partido ganan todos), tiene mucho de juego. Imaginemos un partido de fútbol, en que un extremo de un equipo cree que en realidad va a jugar un partido de balonmano —porque es el único deporte que merece llamarse así, tal es su perfección—, y que un extremo del equipo contrario está convencido de que va hacer escalada en hielo —porque el cambio climático provocará en realidad un desplome de las temperaturas—, y a las botas ha colocado crampones con púas. Si los entrenadores no sacan pronto del terreno de juego a los dos extremos desorientados —o si no aceptan la decisión arbitral de expulsarlos en cuanto se detecte el error—, el partido no acabará bien. El balonmanista marcará goles valiéndose de las manos y el escalador acuchillará las piernas de los rivales que salgan a su encuentro. Sin reglas no hay espectáculo. El "nosotros" impuro debe prevalecer, porque de lo contrario tendremos un equipo "pelagiano" que solo jugará al fútbol con las manos, y otro "donatista" armado con crampones con púas. El partido degenerará en una batalla campal, el árbitro habrá huido antes de que acaben con él y el público, enfervorizado y dividido entre los equipos rivales, solo querrá que "pelagianos" y "donatistas" acaben en el infierno. Porque la violencia es mimética.

*Juan González-Barba. Diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).

La crisis de las democracias —occidentales o no— se ha convertido en uno, si no el principal, tema en el debate político de nuestras sociedades. Esto es, se ha pasado a cuestionar el mismo método y estructura que se consideraba mejor —o el menos malo— para abordar satisfactoriamente las crisis y conflictos que de manera recurrente aparecen en la vida social. O, mejor dicho, de manera continua, porque la vida social consiste en la gestión de conflictos permanentes entre individuos y grupos que, desde distintas posiciones y situaciones económicas, sociales o ideológicas, pretenden hallar soluciones inspiradas en diferentes métodos, intereses y valores. Si la gestión es exitosa, se irán encontrando soluciones con una validez temporal variable hasta que nuevos individuos o grupos las pongan en entredicho y se vuelva entonces a negociar una solución diferente. Si la gestión fracasa, si las partes enfrentadas no son capaces de hallar una fórmula satisfactoria —que puede consistir en la misma encapsulación del conflicto de que se trate—, tarde o temprano alguno de los actores enfrentados recurrirá a la violencia para resolverlo. Como la sociedad internacional no es democrática, el recurso a la violencia en la resolución de conflictos, en forma de guerras de mayor o menor intensidad, es mucho más habitual que en el interior de los Estados.

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