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Tribuna Internacional
Por
Estados Unidos y Europa (I)
Al principio del siglo XXI, el paradigma reinante sostenía que libertad económica y política eran caras de la misma moneda, y, aunque no sucedieran simultáneamente, se pensaba que la primera terminaría llevando a la segunda
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El libro de Nathan Perl Rosenthal La era de las revoluciones tiene un enfoque original, que ofrece un relato muy convincente de los paralelismos de lo que sucedía en Europa y en toda América durante las dos generaciones que protagonizaron las revoluciones e independencias, entre el último tercio del siglo XVIII y el primer tercio del siglo XIX. De haber continuado el relato después de esa época, no habría sido difícil constatar cómo se prolongaban esos paralelismos, en una fase caracterizada en uno y otro continente por la consolidación y construcción estatal. En Europa, la remodelación del mapa que resultó de las guerras napoleónicas, empezando por la desaparición del Sacro Imperio Romano, inició un proceso que terminaría enfrentando en repetidas ocasiones a Francia con Prusia (y luego Alemania). El debilitamiento paulatino del Imperio Otomano supuso, con el inicio de la autonomía de Serbia y la independencia de Grecia, un estado de conflicto permanente en el Sureste europeo. En América, las independencias enfrentaron a unos países americanos con otros: en el caso de Estados Unidos, la guerra con México abrió el camino a la conquista del Pacífico. Pero fenómenos similares ocurrieron en Suramérica. Sin ánimo de ser exhaustivo, merecen citarse la guerra del Pacífico, entre Chile, de una parte, y Bolivia y Perú, de otra; la guerra de la Triple Alianza, que enfrentó a Paraguay con la coalición formada por Brasil, Argentina y Uruguay; la guerra grancolombo-peruana, o la peruano-ecuatoriana de 1858-60.
Una categoría diferente la integran los conflictos en que potencias europeas, no solo las ex metrópolis, se enfrentaron a las nuevas repúblicas americanas. Así, la guerra del Pacífico, en que España luchó contra una coalición formada por Bolivia, Ecuador, Chile y Perú; la guerra hispano-estadounidense a propósito de la independencia de Cuba; la guerra franco-mexicana de 1861-67; o la amenaza de intervención británica y francesa a favor de la Confederación en la guerra civil estadounidense. La doctrina que enunció el presidente Monroe en 1823 propugnaba sendas esferas de influencia separadas de Europa y América, en un intento de disuadir a los europeos de cualquier injerencia en las nuevas repúblicas independientes. De hecho, el repunte de rivalidades intra-europeas registrado en el siglo XIX no se ventiló en el continente americano, sino principalmente en África, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo.
El siglo XX nos hizo olvidarnos de cuál había sido el reflejo inicial de Estados Unidos frente a los europeos. El hecho de que interviniera en las dos guerras mundiales —en su origen, guerras europeas— en favor de los aliados occidentales frente a las respectivas alianzas que tejió Alemania en ambos conflictos, su destacado papel en el impulso a la integración europea —primero en la Europa occidental, y luego, tras la caída del Muro, incluyendo también a Europa central y oriental—, y su papel esencial en la defensa de Europa a través de la OTAN, pudo hacer pensar que la alianza entre Estados Unidos y Europa, cimentada en los valores propios de la democracia liberal y en el peso de la historia común, era irrompible y perenne. Y posiblemente sea así para una gran parte de la población norteamericana, pero no para toda, como hemos descubierto, para nuestra sorpresa, con el presidente Trump, especialmente en el inicio de su segundo mandato.
Pero conviene que consideremos con más atención algunas señales que enviaron los Estados Unidos durante el siglo pasado, para comprender que lo que ahora presenciamos con sorpresa estaba ya latente. En primer lugar, debemos prestar tanta o más atención al inicio de la participación de EEUU en las dos guerras mundiales que a su contribución decisiva en la victoria y en la determinación del marco de ambas posguerras. En el caso de la Primera Guerra Mundial, el presidente Wilson tardó casi tres años en declarar la guerra a Alemania desde la ruptura de hostilidades. Wilson procuró mantener a su país al margen, considerando que lo que más beneficiaba a Estados Unidos era la neutralidad, y ello incluso ante provocaciones del calibre del hundimiento del barco británico Lusitania por un submarino alemán en 1915, que provocó la muerte de más de un centenar de pasajeros norteamericanos que viajaban a bordo. Wilson no declaró la guerra entonces, como pedía una parte de su opinión pública, sino que negoció —y consiguió— el compromiso alemán de no hundir más barcos de pasajeros. En enero de 1917, los alemanes se desdijeron de este compromiso, y Wilson respondió con la ruptura de relaciones diplomáticas y una suerte de "neutralidad armada", pero que aún no significó la entrada en la guerra. Esta sólo se consumó tras la filtración del telegrama que el ministro de Exteriores alemán Zimmerman envió a su homólogo mexicano, en que le ofrecía apoyo si entraba en la guerra contra Estados Unidos y la promesa de restitución de los territorios que había perdido medio siglo atrás. Por tanto, fueron principalmente asuntos relacionados con la libre navegación inocente e injerencias con un vecino americano los que empujaron a la intervención norteamericana.
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La participación norteamericana en la Segunda Guerra Mundial no fue, en sus inicios, motivada por una defensa de los valores democráticos frente a la barbarie nazi. EEUU, como bien se sabe, solo entró en la guerra después del bombardeo japonés de Pearl Harbour, en el Pacífico, dos años después de que nazis y soviéticos hubieran invadido Polonia.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, a diferencia de lo ocurrido en el periodo de entreguerras, EEUU sí se implicó en la defensa de la Europa libre en el marco de un nuevo orden que contribuyó a definir. Es cierto que, durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial, el presidente Wilson enunció una serie de principios que tanto influirían en la ordenación de la posguerra, empezando por el de la autodeterminación, pero no olvidemos que el Congreso norteamericano rechazó el ingreso en la Sociedad de Naciones, cuya creación había sido preconizada por el mismo Wilson. EEUU no se reconocía aún como la gran superpotencia occidental. Los imperios británico y francés se seguían manteniendo en pie —incrementados con los restos de los imperios otomano y alemán, que fueron administrados como mandatos de la Sociedad de Naciones, mayormente por el Reino Unido y Francia—, y en EEUU pervivía aún cierta prevención frente a los imperios coloniales, cuando apenas había transcurrido un siglo desde su independencia.
Distinto fue lo que sucedió al término de la Segunda Guerra Mundial. Entonces sí, Estados Unidos se implicó activamente en la ordenación y gestión del mundo a partir del final de la guerra en 1945, de la que emergió como única superpotencia occidental. Ese mismo año se adoptaba la Carta de las Naciones Unidas. Se involucró asimismo en la reconstrucción de Europa y, ya en la década de los cincuenta, apoyó el inicio y desarrollo del movimiento descolonizador. Incluso intervino en alguna ocasión contra los reflejos coloniales de británicos y franceses, como ocurrió durante la guerra de Suez de 1956, en que estos, junto a Israel, se enfrentaron a Egipto.
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En realidad, lo que motivó la implicación activa de Estados Unidos en los asuntos mundiales, más allá de su esfera tradicional de influencia panamericana, fue su confrontación con la Unión Soviética, en lo que se llamó la Guerra Fría. Esta no se inició inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, aunque las semillas estuvieran ya echadas. Se suele citar el "telegrama largo" de Kennan, que el encargado de negocios de la Embajada norteamericana en Moscú envió a Washington en febrero de 1946 alertando de los desafíos y peligros soviéticos, como el momento en que cuajó el estado de opinión en que la URSS pasó a gran rival cuando apenas año y medio antes había sido aliada militar contra el enemigo nazi. El comienzo de la Guerra Fría propiamente dicha se sitúa en 1947, cuando Gran Bretaña anunció que retiraba la ayuda a Grecia y Turquía, cuyos gobiernos, o bien luchaba, en el caso de Grecia, contra una insurgencia comunista, o bien afrontaba, en el de Turquía, la amenaza irredentista soviética en el Noreste del país. Estados Unidos sustituyó a Gran Bretaña en la defensa de ambos países frente a la amenaza comunista en lo que se llamó la doctrina Truman. Dos años más tarde se constituía la OTAN.
Es preciso en este punto recordar, siquiera sumariamente, las condiciones geoestratégicas tan diferentes de Europa y Estados Unidos. El continente europeo conoció, a lo largo de su historia, la emergencia de grandes potencias que se alternaron en la supremacía continental: España, Francia y Gran Bretaña en Europa occidental; el Imperio de los Habsburgo/austrohúngaro y Prusia/reino de Alemania en Europa central; la Mancomunidad polaco-lituana en Europa oriental y, a partir de Iván el Terrible, Rusia, a horcajadas entre Europa y Asia, cada vez más influyente en Europa a través de sus distintas encarnaciones (Zarato ruso, Imperio ruso, la URSS, y la Federación rusa). Esta proliferación de potencias continentales y mundiales en suelo europeo generó una conflictividad sin parangón, que durante la Edad Moderna y Contemporánea se extendió a otros continentes. Precisamente porque desde finales del XIX el dominio europeo se había extendido a casi toda África y buena parte de Asia, las dos grandes guerras civiles europeas del siglo XX se convirtieron en guerras mundiales. Esta perenne conflictividad europea impidió que ninguna potencia consolidase el control de la totalidad del continente y que, si lo intentaba, fuera un control efímero y nunca completo (como en los casos de Napoleón y de Hitler). Por ello, el principio de equilibrio de poderes se convirtió en la única fórmula que garantizaba la estabilidad continental: no fue un hallazgo académico, sino algo que se impuso por la fuerza de las cosas, de modo tan inexorable como la ley de la gravedad. Desde este punto de vista, la Unión Europea es la constatación de que la única manera de organizar de manera sostenible la gobernanza del continente es haciendo del equilibrio de poderes la piedra angular del edificio europeo. Por otra parte, a lo largo de su historia, los países europeos no sólo extendieron su control al resto de los continentes, sino que, de modo inverso, también sufrieron en repetidas ocasiones los intentos de actores extracontinentales, algunas veces fructíferos, otras no, de conquistar parte de su territorio, principalmente provenientes de Asia (invasiones de hunos, ávaros, magiares, mongoles y otomanos), pero también de África (invasiones árabes y bereberes).
Estados Unidos parte de una situación geoestratégica radicalmente distinta. Después de conseguida la independencia, solo libró dos guerras con sus vecinos principales: la de 1812-15 contra Canadá, aun británico, conflicto sobre el que la mayoría de historiadores descartan que el expansionismo territorial fuera el móvil originario, sino que fue más bien sobrevenido, aunque a su término se acordara volver al statu quo anterior. La guerra contra México de 1846-48 sí tuvo en cambio un propósito inicial expansionista, abriendo la puerta de Estados Unidos hacia el Pacífico y, con ello, a su condición de "isla continental". Con sus dos vecinos principales no había tenido otros conflictos que merecieran tal nombre, aunque con México el dossier de la inmigración irregular ocupe desde hace tiempo la atención de la opinión pública y representantes políticos norteamericanos. La única instancia en que los Estados Unidos vivieron una situación de tensión con un vecino similar a las muchas que han experimentado países vecinos en el continente europeo se inscribe más bien en el marco de la rivalidad con la otra superpotencia de la época: me refiero a la crisis de los misiles con la Cuba comunista en octubre de 1962. En cualquier caso, Estados Unidos nunca ha sufrido una invasión de su territorio –situación tan diferente a la historia de cualquier país europeo-, por lo que el 11-S fue vivido como un cataclismo.
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Así pues, la potencia mundial que fue Estados Unidos a partir del final de la Segunda Guerra Mundial no tuvo, a diferencia de las potencias europeas en su época de máximo apogeo, rivales en su vecindario inmediato. En la confrontación con la Unión Soviética, Europa fue el escenario principal, pero no el único, de esa situación de tensión permanente que se llamó la Guerra Fría y que tuvo una dimensión militar y política, desde luego, pero también económica, científica y deportiva. Y también se reflejó en el plano de las ideas y valores, pues se enfrentaban un sistema totalitario y de economía intervenida y planificada, con otro democrático y con una economía de libre mercado. La mayoría de los aliados occidentales de Estados Unidos en dicha confrontación eran también democráticos, aunque la principal consideración no fue la forma de gobierno a la hora de incluir a tal o cual país en el bando antisoviético. De lo contrario, la España franquista, el Chile de Pinochet o la Sudáfrica del apartheid nunca habrían figurado en el bando norteamericano durante la Guerra Fría. Sería precisamente a su término, con el final de la URSS y la caída del Muro de Berlín, cuando Estados Unidos, coronada como única superpotencia mundial, sí aspiró a que la democracia y la economía de mercado se implantaran en todo el mundo, ideario que popularizó de manera simbólica Francis Fukuyama en su ensayo El fin de la historia. El tiempo que se inauguró en 1989 fue, quizá, cuando más arraigó la idea de que la confluencia de valores e intereses entre europeos y norteamericanos era tan profunda que se sobrepondría a cualquier vicisitud. La ampliación de la UE hacia los países del antiguo bloque comunista tuvo el apoyo firme de Estados Unidos; este país se implicó de manera decisiva para poner fin a los conflictos derivados de la desmembración de la antigua Yugoslavia; los europeos apoyaron la actuación norteamericana en Afganistán tras los atentados del 11-S, y también se sumaron a su estrategia de democratización de Oriente Medio, e incluso la mayoría apoyó la invasión norteamericana de Irak en 2003.
Mientras era otro el foco de atención de los aliados noratlánticos, China, especialmente desde su ingreso en la OMC en 2001, llevaba a cabo su milagro económico, con tasas de crecimiento de dos dígitos sostenidas en el tiempo. Año tras año, se terminó convirtiendo en la factoría del planeta, aprovechando la mano de obra barata y la deslocalización para ahorrar costes que la globalización permitió hacer a empresas extranjeras. Al principio del siglo XXI, el paradigma reinante sostenía que libertad económica y política eran caras de la misma moneda, y, aunque no sucedieran simultáneamente, se pensaba que la primera terminaría llevando a la segunda. Pero la evolución china no siguió esos derroteros. Desde la llegada a la presidencia de la República de Xi Jinping en 2013, se inició, o más bien se acentuó, un proceso en el que el peso económico creciente se traducía en influencia internacional, con inversiones masivas simbolizadas en la iniciativa de la Franja y la Ruta, pero que no se limitaron a Eurasia, sino que se visibilizaron también en África y América Latina. La inversión creciente militar fue acompañada por una actitud mucho más proactiva en su vecindario inmediato, especialmente Taiwán, el mar de China y los islotes en litigio, y a lo largo de la frontera con la India. En relación con los frentes internos del Tíbet y la minoría uigur, la política seguida fue contundente e inflexible.
Esta evolución no pasó desapercibida en los Estados Unidos. Cuando el primer mandato de Obama había pasado el ecuador, el presidente anunció en noviembre de 2011 el "pivote hacia Asia". En resumen, consistía en concentrar en Asia el grueso de los recursos económicos, militares y políticos dedicados a fomentar sus intereses internacionales en dicho continente, lo que exigía liberarlos de las otras dos regiones en que los había concentrado desde su irrupción como superpotencia: en Europa, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y en Oriente Medio, con tres epicentros en función de otras tantas prioridades: la seguridad en el aprovisionamiento de petróleo, en el origen de la alianza sellada por el presidente Roosevelt y el rey Ibn Saud a bordo del USS Quincy en 1945; la identificación de Israel, especialmente después de la victoria en la guerra de 1967, como la nación que mejor reflejaba su propia noción de "destino manifiesto"; la lucha contra el yihadismo responsable del 11-S, con dos derivadas principales: la invasión de Afganistán de 2001 para expulsar al régimen talibán en castigo por haber cobijado a Al Qaeda, y la de Irak (2003), con el principal objetivo de destruir su programa de armas de destrucción masiva, que hubo de modificarse para preconizar la democratización del país cuando aquel se reveló inexistente.
*Juan González-Barba, diplomático y ex secretario de Estado para la UE (2020-21).
El libro de Nathan Perl Rosenthal La era de las revoluciones tiene un enfoque original, que ofrece un relato muy convincente de los paralelismos de lo que sucedía en Europa y en toda América durante las dos generaciones que protagonizaron las revoluciones e independencias, entre el último tercio del siglo XVIII y el primer tercio del siglo XIX. De haber continuado el relato después de esa época, no habría sido difícil constatar cómo se prolongaban esos paralelismos, en una fase caracterizada en uno y otro continente por la consolidación y construcción estatal. En Europa, la remodelación del mapa que resultó de las guerras napoleónicas, empezando por la desaparición del Sacro Imperio Romano, inició un proceso que terminaría enfrentando en repetidas ocasiones a Francia con Prusia (y luego Alemania). El debilitamiento paulatino del Imperio Otomano supuso, con el inicio de la autonomía de Serbia y la independencia de Grecia, un estado de conflicto permanente en el Sureste europeo. En América, las independencias enfrentaron a unos países americanos con otros: en el caso de Estados Unidos, la guerra con México abrió el camino a la conquista del Pacífico. Pero fenómenos similares ocurrieron en Suramérica. Sin ánimo de ser exhaustivo, merecen citarse la guerra del Pacífico, entre Chile, de una parte, y Bolivia y Perú, de otra; la guerra de la Triple Alianza, que enfrentó a Paraguay con la coalición formada por Brasil, Argentina y Uruguay; la guerra grancolombo-peruana, o la peruano-ecuatoriana de 1858-60.