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Trump y la Corte Penal Internacional
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Gonzalo Quintero Olivares

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Trump y la Corte Penal Internacional

Sería bueno que la Corte Penal Internacional tuviera el poder que le atribuyen sus críticos, pero ciertamente no lo tiene ni hay motivo alguno para suponer que llegará a tenerlo

Foto: El presidente de EEUU, Donald Trump. (EFE/EPA/Jim Lo Scalzo)
El presidente de EEUU, Donald Trump. (EFE/EPA/Jim Lo Scalzo)

He creído siempre que, a pesar de los innumerables obstáculos que se alzan contra su existencia y sus objetivos, y pese a su poca eficacia visible, era importante que no dejara de existir la Corte Penal Internacional (CPI), por lo que significa y los valores que encarna. Pero las dificultades con las que siempre ha topado han dado un salto cuantitativo y cualitativo, y a peor, tras los anuncios de Trump.

Como es sabido, Trump ha ordenado que se impongan sanciones económicas y se prohíba la entrada en EEUU a los funcionarios de la CPI que osen investigar actos de tropas norteamericanas, o de aliados de EEUU, en cualquier lugar del planeta, pues eso constituye un ataque a los derechos de los estadounidenses y a su misma soberanía. La tesis se completa añadiendo que para investigar a militares o funcionarios de EEUU es preciso el permiso de su Administración. Por si fuera poco, Trump acusa de corrupción a la Fiscalía de la CPI que es la que señala a las personas que deben ser encausadas.

Hay que recordar que ya en 2018 Trump amenazó a la CPI para el caso de que quisiera investigar crímenes cometidos en Afganistán, además de manifestar que no reconocía la legitimidad de la CPI, lo cual es coherente con el hecho de que EEUU nunca se ha adherido el Estatuto de Roma de la CPI de 1998 (como tampoco lo han hecho ni Rusia ni China). Eso significa que, por parte de EEUU, se trata de una política de Estado en la que han coincidido -pese a algunos intentos de Obama- demócratas y republicanos. Pero el último paso de Trump marca, sin duda, una inflexión en el rechazo a la CPI, que se agrava, además, con las amenazas directas a sus funcionarios, que no son nuevas. Y no hay que olvidar que la ASPA (American Service-Members Protection Act) autoriza desde 2002 al presidente de los Estados Unidos a usar la fuerza para lograr la liberación de cualquier estadounidense o personal aliado que esté detenido o encarcelado por decisión de la CPI.

La debilidad de la CPI se manifiesta en diferentes modos. En primer lugar, la CPI solo puede actuar cuando los Estados miembros son incapaces de juzgar o se nieguen a hacerlo, y a eso se añade que es preciso el consentimiento del Consejo de Seguridad de la ONU, en el que rige el derecho a veto de los miembros permanentes, entre los que están tres que no han ratificado el Estatuto de Roma –Estados Unidos, Rusia y China, que no ha llegado ni a firmarlo–. Pero el problema más grave es, sin duda, estructural, cuál es la falta de poder para imponer sus decisiones, esto es, que sean respetadas por los Estados, como, en cambio, sucede con las que adoptan los tribunales creados en el seno de Naciones Unidas (como, p. ej., el Tribunal para la antigua Yugoslavia o el Tribunal para Ruanda). Al no tener la CPI esa fuerza, los sujetos que son acusados ante ella por su fiscal solo podrán ser juzgados si el Estado en que esa persona resida o se encuentre decide cooperar y detener a esa persona. De no ser así, los mandatos de arresto de la CPI no tienen más valor que el simbólico.

Foto: El presidente de Rusia, Vladímir Putin, en una imagen de archivo durante una cumbre de la Asean. (Getty/Ore Huiying)

La inevitable consecuencia es el descrédito de la Justicia penal internacional, de la que se dice, con bastante dosis de razón, que es un objetivo utópico, y que la CPI es incapaz de aportar nada a la lucha por la protección de la dignidad humana, que en la práctica continuará siendo un sueño inalcanzable, y los peores criminales contra la humanidad seguirán actuando con la seguridad de su impunidad. Y la mejor prueba la dan ejemplos como la inutilidad de las órdenes de arresto lanzadas en marzo de 2023 contra Vladímir Putin, a la que siguió la emitida contra Benjamín Netanyahu. Ni una ni otra tuvieron la menor incidencia en los horrores de Ucrania o de Gaza.

La actitud beligerante de Trump, como era de esperar, ha encontrado pronto seguidores, precisamente entre los políticos que abiertamente admiran al presidente americano y sus modos de actuar. Ejemplo patente lo ofrece la decisión de Italia de poner en libertad al libio Osama al Najim, reclamado por la CPI como responsable de crímenes de lesa humanidad. Eso no ha importado al Gobierno de Meloni, pues Najim está en la órbita del llamado Gobierno de Unidad Nacional de Libia, apoyado por Italia. Y hay que recordar que Italia es uno de los Estados que suscribió en su día el Estatuto de Roma de la CPI.

Foto: El presidente de Rusia, Vladímir Putin. (Reuters/Sergei Karpukhin )

Es duro, para quienes creen sinceramente en la existencia de la Justicia penal internacional, aceptar que esa clase de justicia no existe, porque depende de lo que cada Estado decida, con lo cual materialmente acaba siendo, en el mejor de los casos, Justicia penal nacional, sobre hechos extraterritoriales que juzga un organismo supranacional, que lo puede hacer solamente porque un Estado así lo ha decidido.

Pero las decisiones de los Estados tienen sus propias motivaciones, y la primera de todas será, se admita o no, sus propios intereses y el deseo de evitar problemas que se consideran más importantes que la satisfacción de deberes morales o éticos. Así las cosas, la deseada eficacia de la Justicia penal internacional depende abiertamente de los intereses políticos de los Estados afectados en cada momento. La CPI comenzó su actuación en 2002, pero desde entonces solo se ha ocupado, casi únicamente, de crímenes cometidos en África, lo cual ha dado lugar a críticas en medios próximos a la Unión Africana.

Cuando el Consejo de Seguridad de la ONU decidió que los crímenes cometidos en los Balcanes o en Ruanda tenían que ser juzgados del mismo modo que en su día se juzgaron los crímenes cometidos por el nazismo o por el Imperio japonés durante la Segunda Guerra Mundial, la decisión se pudo llevar a cabo porque se reunieron la fuerza y el interés político en ello y en hacer que las sentencias se cumplieran.

Foto: El fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan. (EFE/Carlos Ortega)

Los observadores críticos señalan, con razón, que ha habido otros conflictos bélicos largos y crueles, como, por ejemplo, la guerra de Siria, en los que tanto EEUU como Rusia han tenido una notable participación y responsabilidad. Pero a nadie se le ocurre que sea ni siquiera imaginable que se les vaya a pedir cuentas ni a uno ni a otro Estado.

Esa es la triste realidad, y lamentablemente, la CPI en sus veintidós años de actividad apenas ha conseguido condenar a criminales de guerra (en concreto, solo a cuatro). Como alguien dijo, sería bueno que la Corte Penal Internacional tuviera el poder que le atribuyen sus críticos, pero ciertamente no lo tiene ni hay motivo alguno para suponer que llegará a tenerlo.

*Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho penal y abogado.

He creído siempre que, a pesar de los innumerables obstáculos que se alzan contra su existencia y sus objetivos, y pese a su poca eficacia visible, era importante que no dejara de existir la Corte Penal Internacional (CPI), por lo que significa y los valores que encarna. Pero las dificultades con las que siempre ha topado han dado un salto cuantitativo y cualitativo, y a peor, tras los anuncios de Trump.

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