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Tribuna Internacional
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Las empresas son la única oposición creíble a la catástrofe económica de Trump
Nadie esperaba que sus medidas tuvieran efectos tan negativos a corto plazo. Desarbolada la izquierda, e impotentes los medios de comunicación, las empresas están asumiendo la tarea de oponerse a sus malas ideas
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En 1981, cuando llegó a la presidencia de Francia, François Mitterrand puso en marcha un programa de izquierda dura. Nacionalizó bancos e industrias, subió un 10% el salario mínimo y aumentó los impuestos a los ricos. Fue el mayor experimento socialista en el Occidente democrático de la época. Pero la inflación subió, el déficit comercial se disparó y el capital huía del país a razón de 2.000 millones de francos al día. Las empresas llegaron a declarar una huelga de inversiones. Al cabo de un año, Mitterrand reculó e impuso un ortodoxo programa de austeridad.
En 2022, Liz Truss puso en marcha el mayor experimento económico de derechas de este siglo. Pocos días después de convertirse en primera ministra de Reino Unido, anunció recortes de impuestos por valor de 160.000 millones de libras que se compensarían con la emisión de deuda. La moneda se despeñó. Las hipotecas subieron tanto que algunos bancos incluso dejaron de ofrecerlas. El coste del endeudamiento público se disparó. Cuarenta días después de llegar al poder, su partido la expulsó y la sustituyó por un primer ministro ortodoxo.
¿Está Donald Trump siguiendo el camino de esos dos fracasados experimentos económicos? Todos sabíamos que Trump tenía ideas económicas heterodoxas. Ha dicho que “arancel” es la palabra del diccionario que más le gusta, quiere eliminar el impuesto de la renta y sustituir sus ingresos fiscales por el de los aranceles, es partidario de romper las relaciones amistosas con los mejores clientes extranjeros de sus empresas, quiere que el presidente marque la senda de los tipos de interés de la Fed y no le tiene ningún miedo a seguir escalando el gigantesco déficit de Estados Unidos.
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La mayoría de economistas piensa que todas esas ideas son malas. Pero pocos pensaban que algunas de esas medidas iban a implementarse de una manera tan torpe que provocarían una pequeña hecatombe en apenas unos días. Las previsiones de crecimiento de Estados Unidos se han reducido sustancialmente y el propio presidente no descarta una recesión. A pesar del dato relativamente bueno de ayer, este año la inflación volverá a estar por encima del 3%, y el S&P ha caído casi un 10% en un mes. La portada de ayer del Wall Street Journal, el más robusto periódico conservador del país, era un poema: “¿Qué te parece ahora la guerra comercial?”, decía el editorial interpelando directamente al presidente. “El circo de los aranceles está destrozando la credibilidad de Estados Unidos justo cuando más la necesita”, decía su principal columnista. “El mensaje económico de Trump —decía la noticia más destacada del día— está asustando incluso a algunos de sus asesores”.
Quién puede articular la oposición
Los demócratas aún no saben cómo oponerse a Trump. Algunos de sus principales estrategas están recomendando a los líderes del partido que no hagan oposición y dejen que las pésimas ideas del presidente, y su efecto inmediato en los bolsillos de los estadounidenses, decanten las elecciones legislativas de dentro de dos años hacia la izquierda. Los medios progresistas saben que no tienen ningún impacto entre los votantes de derechas y que no pueden obligar al Gobierno a rendir cuentas. La bien organizada sociedad civil progresista está tan cansada que ni siquiera convoca manifestaciones.
Es algo raro tratándose de un Gobierno del que todo el mundo esperaba que fuera beneficioso para los negocios, el crecimiento y el enriquecimiento de los ya ricos. Pero la única oposición creíble que existe ahora mismo en Estados Unidos son las empresas.
Y eso ha empezado a notarse. Los jefes de Ford y Chrysler han pedido a Trump que se olvide de experimentos arancelarios con Canadá y México porque ponen en riesgos sus negocios. El Instituto de Fabricantes de Latas, que representa los intereses del sector, escribió al presidente diciendo que los aranceles a los metales iban a aumentar los precios de cosas como la comida en conserva y los refrescos. La asociación profesional de bebidas alcohólicas ha dicho que Canadá y México han sido grandes importadores de destilados y cervezas y que los aranceles, y la respuesta que estos están suscitando, son un desastre para la industria. El lunes pasado, un grupo de consejeros delegados de empresas tecnológicas como Qualcomm y HP acudió a la Casa Blanca para decirle a Trump que pare de jugar con las guerras comerciales.
El experimento de Trump está fracasando como lo hizo el de Mitterrand, pero no creo que el primero cambie de rumbo como lo hizo este: está dispuesto a sacrificar la economía estadounidense solo para demostrar que él manda y que sus delirios ideológicos son acertados. A diferencia de lo que hicieron los tories con Truss, los republicanos no disponen de mecanismos para despedir a Trump, y su servilismo es tal que no se desharían de él ni aunque pudieran.
Pero hoy, desarticulados los medios tradicionales de oposición, las empresas tienen una responsabilidad extra, además de generar riqueza, crear empleo y ofrecer bienes deseables: hacerle ver al poder político que creían que iba a ser su aliado que sus ideas son ridículas y dañinas. En tiempos normales, los mercados y las empresas no deberían tener responsabilidades tan grandes como esta, pero ante líderes como Trump tienen que ser un dique de contención contra la estupidez. Quién lo iba a decir hace apenas dos meses.
En 1981, cuando llegó a la presidencia de Francia, François Mitterrand puso en marcha un programa de izquierda dura. Nacionalizó bancos e industrias, subió un 10% el salario mínimo y aumentó los impuestos a los ricos. Fue el mayor experimento socialista en el Occidente democrático de la época. Pero la inflación subió, el déficit comercial se disparó y el capital huía del país a razón de 2.000 millones de francos al día. Las empresas llegaron a declarar una huelga de inversiones. Al cabo de un año, Mitterrand reculó e impuso un ortodoxo programa de austeridad.