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"¡Mandril!". "¡Retrasado!". Vivimos en la era de la crueldad absurda
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Ramón González Férriz

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"¡Mandril!". "¡Retrasado!". Vivimos en la era de la crueldad absurda

La política no tiene por qué ser cordial. Pero la nueva derecha radical cree que su función principal es denigrar. Es una estrategia comunicativa, pero hay una razón más sencilla: le da placer

Foto: El presidente de Argentina, Javier Milei. (Reuters/Matias Baglietto)
El presidente de Argentina, Javier Milei. (Reuters/Matias Baglietto)
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Hace unos días, la Agencia Nacional de Discapacidad del Gobierno de Argentina publicó una nueva regulación sobre la concesión de pensiones no contributivas. En ella, establecía los siguientes baremos para los solicitantes: “idiota”, “imbécil”, “débil mental profundo”,”moderado” o “leve”. Horas después de su aparición, el director de la Agencia pidió disculpas. Afirmó que esa terminología era obsoleta, que no respondía a los criterios médicos actuales y que se despediría a los responsables de su uso.

Seguramente, fue solo un error. Lo llamativo es que no parecía incoherente con el léxico que suele utilizar el presidente del país, Javier Milei. En los últimos meses, Milei se ha referido a sus adversarios como “casta inmunda”, “zurdo”, “basura”, “ensobrado”, “rata”, “excremento”, “mandril” y “mierda”. “Merecés cagarte de hambre por hijo de puta”, dijo de uno de ellos.

No es raro que la nueva derecha que se autodefine como libertaria utilice estos términos. Elon Musk, un alto cargo oficioso del Gobierno más poderoso del mundo, ha usado “retrasado” (para referirse a un astronauta danés que cuestionó sus opiniones sobre una estación espacial), “imbécil” y “chupapollas” (en referencia al escritor Stephen King) y “pedófilo” (un submarinista que participó en el rescate de unos adolescentes en una cueva de Tailandia). Dan Bongino, el nuevo subdirector del FBI, describe a los demócratas, simplemente, como “escoria”. Pero ninguno iguala el don para la crueldad de su jefe, Donald Trump, que se burló de un periodista discapacitado imitando sus gestos, llamó “violadores” a los inmigrantes mexicanos y dijo que Puerto Rico —una parte del país que preside— es “uno de los lugares más corruptos de la tierra”. Por no hablar de la humillación guionizada y televisada a la que sometió a Volodímir Zelenski junto con su vicepresidente J. D. Vance, quien a principios de esta semana dijo que Francia y Reino Unido son “países cualquiera”.

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Hubo un tiempo en el que el conservadurismo, incluso el más robusto, defendía la caballerosidad como un rasgo imprescindible para que una sociedad funcionara. Roger Scruton, uno de los filósofos de referencia para parte de la nueva derecha —Santiago Abascal prologó uno de sus libros— insistía en la relación necesaria entre la “civilidad” y la “civilización”. Ninguno de los insultos que he mencionado fue pronunciado en un descuido o en privado, sino en las redes sociales o en comparecencias oficiales y mítines de campaña llenos de cámaras: el objetivo era difundirlos, romper las reglas de la civilidad. Apelando a las viejas creencias del cristianismo, la derecha occidental solía ensalzar la virtud de la compasión. Hace poco, sin embargo, la portavoz de Vox en la Asamblea de Madrid, Isabel Pérez Moñino, insistía en que los inmigrantes ilegales no deben ser atendidos por la sanidad pública.

Entre la comunicación y el placer

Vivimos en una era de crueldad estúpida e innecesaria. No se trata necesariamente de una crueldad física, aunque sin duda también existe. Nayib Bukele podría llevar a cabo las políticas penitenciarias de las que está tan orgulloso sin necesidad de humillar en público a los presos, pero obviamente esta humillación, y la negación de una dignidad que debe tener incluso el delincuente más abyecto, es el aspecto más importante de esas políticas que una parte de esta nueva derecha occidental quisiera imitar. Con todo, en la mayoría de los casos, se trata de una crueldad verbal puramente jactanciosa. Como si no se pudieran defender políticas duras sin utilizar un lenguaje, y un imaginario, adolescente.

Cabría pensar que se trata de un mero recurso comunicativo. En los tiempos actuales, solo se puede llamar la atención mediante la exageración, quien más motiva a los suyos es quien más denigra al adversario y ya sabemos que al votante le encanta el espectáculo. Todo eso es cierto. Pero me temo que estamos ante algo peor: mucha gente, simplemente, siente un enorme placer al ser cruel o ver cómo otros son crueles con sus adversarios. Y parece que cada vez hay más personas que piensan que la función principal de la política es proporcionar ese placer.

Foto: La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE/Zipi) Opinión

Obviamente, la izquierda también incurre en ello. Óscar Puente dedica una parte relevante de su jornada laboral como ministro a insultar a la gente. El funcionamiento de Podemos se ha basado, en buena medida, en rituales de humillación y sometimiento internos. Muchos progresistas sienten una satisfacción insana al utilizar los adjetivos “racista” o “machista” y piensan que es legítimo denigrar a alguien si traspasa cierto umbral de renta y no es de su ideología.

Pero la crueldad parece particularmente incrustada en el ethos de la nueva derecha radical, como si mostrar desprecio por el adversario, o por las minorías a las que culpa de los problemas sociales, fuera su función principal. No tengo una especial querencia por el lenguaje considerado políticamente correcto, solo prefiero a la gente educada. No espero una política artificialmente cordial: la democracia puede, y en ocasiones debe, ser ruda y combativa. Pero su función esencial es dar un poder limitado a quienes están en sintonía con la mayoría de la población. No dar placer a unos líderes, y sus sumisos seguidores, que ven en la crueldad la máxima expresión de la política.

Hace unos días, la Agencia Nacional de Discapacidad del Gobierno de Argentina publicó una nueva regulación sobre la concesión de pensiones no contributivas. En ella, establecía los siguientes baremos para los solicitantes: “idiota”, “imbécil”, “débil mental profundo”,”moderado” o “leve”. Horas después de su aparición, el director de la Agencia pidió disculpas. Afirmó que esa terminología era obsoleta, que no respondía a los criterios médicos actuales y que se despediría a los responsables de su uso.

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