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La generación perdida
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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La generación perdida

Las revoluciones son provocadas por ideas jóvenes, jóvenes con ideas, viejas ideas desvirgadas o todavía sin acanallar, que regurgitan mentes que desean mantenerse lozanas y frescas.

Las revoluciones son provocadas por ideas jóvenes, jóvenes con ideas, viejas ideas desvirgadas o todavía sin acanallar, que regurgitan mentes que desean mantenerse lozanas y frescas.

Por los escasos especímenes que reniegan de la complacencia, que se resisten a que se les pudra mezquinamente el intelecto a base de ideas preconcebidas o cascajo ideológico, trascendental o espiritual, que de eso abunda en este estercolero terrenal y no solo mediático.

Jóvenes viejos o viejos jóvenes con ganas de cambiar el mundo, hacerlo mejor y más limpio, aunque a menudo el resultado rechine e incluso despeñe a poblaciones enteras en sangre, en los infiernos del caos durante un tiempo, para emerger otra vez con renovada vitalidad y vigorosos ideales.

Las sufrieron los franceses, donde la Ilustración dio paso al terror y la guillotina, la posterior desolación en toda Europa, a manos de un pequeño iluminado. Quedó algún poso y unas pocas ideas aprovechables, como el código de Napoleón o la Enciclopedia, que dignificó algo al corso triturador y enceró en gloria a algunos filósofos desenjundiados.

En toda Europa hubo durante el siglo XIX infinidad de revoluciones a cargo de las generaciones que iban pidiendo paso, descontentas con el siempre injusto mundo que les tocaba vivir. Alumbraron ciencia, literatura, progreso, bienestar, arte.                                   

Culminaron con la Revolución Rusa. Sueño de todo joven de bien de la época que, pretendiendo acabar con la pobreza y la servidumbre zarista, acabó convertida en la mayor pesadilla del siglo XX junto con el antagónico pero, en el fondo, calco fascista.

Escritores e intelectuales modernos jalearon tales aberraciones durante casi un siglo, exceptuando unas pocas mentes preclaras, afortunadamente atormentadas o controvertidas. Como las de Albert Camus, George Orwell y unos cuantos por aquí, como Chaves Nogales y tantos otros miembros de la virtuosa tercera España, presta a volver a emerger si la providencia la apadrinara y la mediocridad patria no lo impidiera.

Al ser humano no le ha gustado conformarse con su destino. Mejorar, o al menos intentarlo, ha sido una constante a lo largo de la historia, asumiendo que en el interregno a veces se produciría caos, violencia o incluso más injusticia.

El imperio de Occidente ya solo produce gentes que…

Desgraciadamente, esta etapa gloriosa de la evolución del homo-sapiens ha finalizado, al menos en el opulento Occidente quebrado. Las generaciones que piden el relevo lo hacen desde el sofá, con el mando a distancia, no sea que se agoten con el ímprobo esfuerzo. Han nacido nada más que con derechos. El destino de los papás, y de toda la sociedad, es complacer sus traumas, necesidades y caprichos.

Rememoramos con la ayuda de Internet, o a causa suya, la caída del Imperio Romano, la desintegración del griego saber, nuestros ancestros, obsesiones y melodramas. Los entrópicos bárbaros siguen acechando envueltos entre perritos, hamburguesas y ojos rasgados, entrecruzados en su siniestro galopar hacia ninguna parte.

Antes de comenzar esta crisis higiénica e indispensable, que esperemos obligue a dignificar este consumista y depredador andar errante, un experto en marketing de automoción comentaba que el objetivo de los fabricantes de coches no eran los padres, sino los hijos mayores.

Según él, había que abordarlos a ellos en vez de a sus progenitores porque eran vulnerables a la cadena del deseo: “lo veo, lo quiero, lo tengo”. Bastaba superar el primer eslabón y parte del segundo, lábil y huérfano de principios, para perfeccionar el tercero: la venta del coche. Crédito al señor y asunto concluido. Solo quedaba pagarlo. Siguen en ello.

… ni trabaja, ni siquiera piensa…

Transcurridos los años, los despreocupados miembros de la ‘generación ni-ni’ ven cosas y quieren artefactos, pero no pueden obtenerlos. Papá ya no puede pagarlos. No han aprendido nada. Siguen viendo y deseando lo mismo que hace un lustro. Y, si no, lloriqueo y pataleta al canto. Son solo Damocles sin espada y con obsolescente i-pod de este caduco Occidente estrellado.

¡Lástima de criaturas simples! Maldición de sociedad indolente y desnortada, de pedagogos execrables, de planes de estudio infames, de infectos másteres (horrible palabreja, la maestría no la proporciona ningún diploma) ahuecados de rigor, huérfanos de conocimiento profundo, de sensibilidad presente, de prosperidad helada.

A los nenes ya maduros se les acabará terminando la paciencia, cual niños malcriados que son. No podemos dudar que muchos de ellos escogerán el camino más rápido aunque sea el más reprobable y demencial. ¿O no?

En Londres padecieron tal generación con los disturbios de hace apenas un año. En el fondo los mocosos, aunque muchos ya hubiesen traspasado la treintena, destrozaban todo aquello a lo que no podían acceder porque papá no se lo podía comprar. Allí quemaban o rompían, aquí levitan en autocomplacencia.

… solo se queja…

Los huevones patrios se conforman con indignarse. En todos los sitios cuecen habas aunque más bien sean guisantes. Ni lo uno, ni lo otro. ¿Qué tal trabajar un poco, emprender, luchar, esforzarse, frustrarse, estrellarse? Indignarse con el vacío mental autoinfligido, con las propias carencias causadas por la sociedad, por los políticos, los progenitores, las retrógradas vanguardias simples en su simple vacuidad y yermo vacío.

Si los síntomas son preocupantes habrá que analizar las causas. ¿El exceso? ¿Tener todo gratis y a mano? ¿No necesitar más que quejarse para conseguir lo que desean? O no valorar el esfuerzo. No haber tenido jamás responsabilidades porque papá o mamá, Venus hermafrodita o Apolo ambidiestro, se lo daba todo hecho, evitando malsana frustración.

Por egoísmo de los padres, no sea que viesen a sus retoños compungidos si “sufrían” por razones nimias, aunque fuese una tarde. ¡Qué desgraciados! Los hijos. ¡Pobrecitos! Los padres.

¿Acaso no aprendieron nada de los suyos, de cómo la mayoría se ganó con sudor y esfuerzo todo lo que consiguieron? Es ese el drama. No inculcar el valor de lo efímero.

Todo se acaba o se marchita si la fortuna no se ara, si la razón no se abona, si no se riega el intelecto cada día. Sea la sensibilidad, la imaginación, el cerebro, la valía, el sustento, la riqueza, el alma, la suerte y hasta la vida.

Difícil es crear. Más fácil es mantener. Pero incluso lo pretendidamente perenne se diluye si no lo cuidamos. Eso es lo que está pasando con la educación, entendida no como una acumulación de saberes más o menos útiles para la sociedad, de destrezas o aptitudes para producir más y contaminar mejor.

Sino como un permanente deseo de aprender, de asimilar, de gozar; de alimentar el raciocinio, la belleza efímera, la curiosidad infinita, la vitalidad esforzada, la capacidad de forjar; de fomentar una actitud positiva hacia la vida, aunque a menudo se vuelva añorado, y el amenazante futuro, que podría ser brillante; de respeto a todos, nuestros semejantes y los que no lo son; de enriquecer el entorno con la exaltación, la protección de la armonía virtuosa, la cultura andrógina, la naturaleza doblegada, el planeta exprimido, la diversidad agotada.

Bastantes chistes nos cuentan cada día políticos y druidas supuestamente sabios en estos solares, ya enladrillada cloaca global, en la cual han alparceado el mutuo beneficio, que no es el del ciudadano. La ineducación es parte de esta chanza suicida y algún día fúnebre, que se está volviendo macabra con su inanidad.

Dicen que esta es la generación mejor preparada de la historia. Monsergas. Demasiado diploma enmarcado para tan poca sustancia, ni siquiera vívida o estimulante verdad, aunque no sea tal.

… mientras entierra saber y sabiduría

La sabiduría agoniza, la razón se pudre, el discernimiento encoge, la ilustración se difumina, la iluminación se apaga. Rectificar tal deriva existencial es necesario. No lo haremos. Esto es España. El resto de Occidente está igual de perjudicado, aunque su altivo ombligo le impida verse los pies de barro con los que se desliza hacia el inclemente muro encalado de albas calamidades: la piedra de Sísifo sigue rodando.

Oriente no está mejor. Ha asumido nuestro peor desarbolado moral. Se ha negado a aprender nada de los errores cometidos durante más de dos siglos de innovación científica y tecnológica, de Revolución Industrial y social; cien años de apenas evolución filosófica; y medio siglo con el pensamiento económico enquistado en su simpleza primigenia, matemática y floja de ínfimo alcance temporal.

Que Dios nos coja confesados si no revertimos tan triste devenir y enderezamos la decadencia que amenaza a esta entrópica sociedad, con cambio o sin cambio climático, que menudo veranito llevamos entre deshielos y sequías, por un lado, y calcinaciones arborícolas, pero sobre todo mentales y financieras, por otro. La culpa de todo, como siempre, del empedrado.

Volvemos a la carga. Lo siento. Están a tiempo de salir corriendo.

Las revoluciones son provocadas por ideas jóvenes, jóvenes con ideas, viejas ideas desvirgadas o todavía sin acanallar, que regurgitan mentes que desean mantenerse lozanas y frescas.