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Cuando oficialmente me convertí en un joven pensionista y discapacitado
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Carlos Matallanas

Mi batalla contra la ELA

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Cuando oficialmente me convertí en un joven pensionista y discapacitado

Soy un joven pensionista, discapacitado, con la inmensa suerte de residir en el primer mundo. Poner mis papeles en regla para mí ha sido algo prioritario

Foto: Ilustración: Jesús Learte Álvarez
Ilustración: Jesús Learte Álvarez

En mitad de las intensas emociones que estamos viviendo los últimos meses, también hay un apartado más prosaico pero que necesita ser atendido con la misma importancia. Se trata de los diversos papeleos y trámites que conlleva un diagnóstico como el de esclerosis lateral amiotrófica. Ahora que están ultimados la mayoría de ellos, me apetece contar cómo he vivido este cúmulo de formularios, esperas, notificaciones oficiales y demás deberes y derechos ciudadanos con los que contamos.

Comencemos por el principio. La rutina médica a la hora de dar un diagnóstico de estas características aconseja que haya más de un médico en la sala en ese momento. Es totalmente lógico y sirve para reforzar tanto al profesional en ese complicado comunicado como al paciente y sus familiares a la hora de poder contestarles desde más puntos de vista las preguntas espontáneas que vayan surgiendo ante la fatal noticia.

En mi caso concreto, creo que ya conté que yo entré en aquella sala sabiendo perfectamente a lo que iba. El proceso de descarte de otras enfermedades se dilató durante semanas y era muy consciente en todo ese tiempo que, si las pruebas seguían saliendo negativas, al final la ELA sería la única respuesta para ese síndrome que me estaba afectando desde hacía más de un año. Así que digamos que ese momento de hacer firme mi enfermedad no supuso impacto importante en mí. Había tenido bastante tiempo para asumirlo en soledad ante el espejo y para irme preparando para todo lo que se avecinaba. Sobre todo, para dar a conocer la noticia a la parte de la familia y de los amigos que seguían de cerca mi dolencia y que ellos sí habían estado hasta ese día abrazándose a un clavo ardiendo.

Aunque tanto los médicos como Marta y yo sabíamos que todos ya conocíamos lo que había que saber a esas alturas, evidentemente era necesario ese encuentro ‘oficial’ para comunicar el diagnóstico. No hay que olvidar que para ellos tampoco había sido un proceso nada fácil, porque al fin y al cabo se trataba de los jefes y compañeros de Marta. Pero con la diligencia y saber hacer que le caracteriza, el doctor Miguel Moya, jefe del servicio de neurología del Hospital Puerta del Mar de Cádiz, nos transmitió, como correspondía, su certeza de que yo era un enfermo de ELA. Le acompañó para la ocasión Fernando Carmona, especialista de Cuidados Paliativos y, por tanto, curtido en esos complicados menesteres desde el punto de vista emocional.

Aprovecho la ocasión para decir que también cuento con la suerte de haber caído en este centro que, pese a ser de ámbito provincial y con otro tipo de carencias, sí cuenta con un protocolo avanzado para los enfermos de ELA, con seguimiento multidisciplinar para el día a día. Este es un complemento cercano muy útil más allá de los grandes servicios donde se buscan además respuestas a la enfermedad, como el del Hospital Carlos III de Madrid, con el que estoy en trámites de poder ser tratado de cara a ensayos médicos y atención más avanzada.

Una necesaria constatación

Pero volviendo a esa reunión donde se me comunicó la enfermedad que tenía, no tengo de ella un recuerdo como de momento crucial o fatal en mi vida, algo que supongo que sí le ocurrirá a enfermos con dolencias de similar gravedad como un cáncer repentino y avanzado. Ya digo que simplemente fue la necesaria constatación de algo que ya nos había dado tiempo a entender que estaba pasando. Esa mañana de sábado del pasado mes de junio, recuerdo que les dije a los médicos que, más o menos, “saldría del hospital con el mismo ánimo con el que había entrado”. Pero eso sí, había cambiado algo de gran importancia que nada tiene que ver con los sentimientos. A partir de ese momento, en mi historial médico, aparecía negro sobre blanco las tres dichosas palabras: ‘esclerosis lateral amiotrófica’.

Según testimonios de otros enfermos de ELA, este momento les supuso una liberación, porque tras meses y meses de larga y angustiosa espera, por lo menos al fin sabían qué es lo que tenían, ponían nombre y pautas a su síndrome. Es curioso que relaje saber lo que, en definitiva, es algo así como una lenta sentencia de muerte. Pero ocurre a menudo, como lo ha transmitido más de un experto o enfermo, demostrándose que es peor para el ánimo del ser humano la incertidumbre absoluta que cualquier certeza, aunque ésta signifique algo tan negativo como el sufrimiento o la muerte temprana.

Pero avancemos por donde quería llevarles este miércoles. Con el diagnóstico en firme, toca tomar decisiones muy relevantes y que afectarán a tu día a día, llevándote a una nueva condición. Aprovechando mi mes de vacaciones, en el que me dediqué a que todos los que me rodeaban entendieran bien lo que pasaba, llegó la hora de comunicárselo a la empresa, de reconocer, en definitiva, que era ya incapaz de seguir con mi trabajo, que en esos momentos consistía en algo tan complejo como son las labores de coordinación (y además a semidistancia) de la sección de deportes de este diario online en el que me leen. Pasé inmediatamente a estar de baja por enfermedad común (curioso eso de ‘común’ en mi caso, permítanme la ironía).

Por supuesto que también fue el primer verano sin movimientos ni llamadas para saber dónde jugaría la temporada siguiente. No colgué las botas en un acto decidido y consciente, directamente el curso de la enfermedad se encargó de echar la llave del armario donde las dejé después de llegar del último entrenamiento al que fui, allá por el mes de mayo.

Inviables ya mis dos fuentes habituales de ingresos, mi paso siguiente, para darle forma a algo tan necesario como es el sustento económico, fue iniciar la solicitud de incapacidad permanente ante la Seguridad Social. La hice por iniciativa personal, no por vía del médico o de la administración, lo que desde aquí anuncio para interesados que ahorra bastantes semanas de espera. Al mes y medio me citaron, y en cuestión de diez minutos, ante la gravedad y la claridad del diagnóstico, un médico de la administración (con la misma cara de lamento que tantas veces he visto en los últimos tiempos al comprobar mi difícil situación y compararla, supongo, con mi edad) nos dijo, “por desgracia, esto está muy claro”. Y a las pocas semanas llegó la sentencia concediéndoseme el segundo grado de incapacidad más alto, ‘absoluta’. Esto es, para cualquier profesión, por lo que se te concede el 100% de la pensión mensual que te corresponde y quedas libre de fiscalización para siempre.

Una cuestión de justicia

Desde esta nueva posición de pensionista deseo hacer una reflexión en alto. Debemos ser muy conscientes de que estos pilares sociales nos convierten en un país más justo. Mejor, en definitiva. Y que esa posibilidad que ahora tengo de vivir sin sumarle a mi difícil día a día la incertidumbre de tener que seguir buscándome la vida, es un derecho que me llena de satisfacción como ciudadano. Está claro que sale en parte de mi contribución al sistema, de lo que yo he aportado, que es el baremo que se tiene para determinar lo que me corresponde percibir mensualmente. Pero es la voluntad de todos lo que hace posible algo así. Y muchos se olvidan de que eso es lo importante, algo conquistado con esfuerzo por las generaciones precedentes y en lo que no cabe ni un paso atrás.

A nivel personal, siempre he querido tener todo en regla, como corresponde. Nunca me he querido escaquear de tal o cual trámite. He descansado mejor por las noches sabiendo que mis papeles personales, los académicos, los laborales, los de mi coche, los de mi casa, etc. estaban correctamente tramitados, y con los pagos al día. Siempre he querido que las cosas sean oficialmente como realmente son, me beneficien o me perjudiquen, y por supuesto jamás me ha importado pagar impuestos. Diferente es que me moleste, como a todos, que esos impuestos se malgasten o, peor aún, se ‘desvíen’, ya me entienden… Pero soy de la idea de que pagar más impuestos (y gestionarlos como se debe) es un síntoma de sociedad muy avanzada.

No creo que sea una sorpresa si les digo que esta forma de ver las cosas, y que está unida directamente a lo que siempre vi hacer a mi padre, ha sido siempre, por desgracia, minoritaria en los diversos entornos en los que me he movido. Pero es que en este país queda gente, puede que demasiada, que sigue pensando que pagar IVA, por ejemplo, es algo así como meter ese dinero directamente en el bolsillo del Rey y del presidente del Gobierno, y eso nos lastra bastante. Y no solo en tiempos de crisis, es igual de grave que la corrupción o las irregularidades ocurran en tiempos de bonanza, como también pasó aquí. Porque siempre la ocasiona la pura codicia y el egoísmo más absoluto.

He contado esto para hacerles ver que dentro de estos primeros meses de enfermedad, poner mis papeles en regla para mí ha sido algo prioritario, como lo fue siempre. Y que ahora que necesito de esta prestación, me reafirmo en lo que he creído desde que me hice adulto, que los sistemas los hacemos entre todos y que respetarlos es respetar a todo el que te rodea. Es decir, que fallar a tus obligaciones básicas como ciudadano es directamente una falta de respeto contra uno mismo y contra todos sus compañeros de viaje, conocidos o no.

Es mi opinión personal, claro está, y por supuesto que cualquiera es libre de hacer lo que le venga en gana con su vida, siempre y cuando acepte también como lógicas las consecuencias administrativas o penales de sus malos actos, que eso rara vez ocurre. Y tampoco es cuestión de declararme un ‘esclavo sumiso’ ante el Estado, porque las leyes a veces también se equivocan. Pero si algo quieres cambiar o no te gusta, lo primero es tener tu conciencia tranquila y haber cumplido con tu parte. Es decir, estar dentro del sistema para poder ser parte de cualquier reforma, regeneración o avance que creas que se debe hacer.

En unas semanas seré oficialmente un discapacitado

Ahora mismo, por ejemplo, me encuentro estos días informándome sobre cómo se le da forma a las remuneraciones extra que pudiera tener a partir de ahora. El estar incapacitado para toda profesión, como es mi caso, no significa que no puedas ganar dinero aparte de tu pensión. Eso sí, dichas remuneraciones tienen que reunir unos requisitos. La actividad que las produzca no debe suponer un perjuicio para mi situación de salud ni tampoco, una posible causa de reconsideración de mi incapacidad. Y, en definitiva, no componer una situación de jornada laboral o puesto profesional habitual dentro del mercado laboral. Es decir, que la administración debe constatar que no trabajo de forma habitual, porque estaría incurriendo en un fraude, como entiende cualquiera. Por lo que a mí respecta, todo parece bastante claro, la enfermedad me ha recluido a poder estar unas pocas horas al día, no muchas, frente al ordenador. Y si de lo que escriba algo se genera en algún momento, pues ya tengo claro que estoy cumpliendo las normas acordadas por todos.

Paralelamente a estos trámites con la Seguridad Social, a nivel autonómico valoran el nivel de discapacidad que tiene un enfermo. Esta revisión la tuve este mismo lunes. Se constata la enfermedad por un médico y valoran tu situación un psicólogo y un trabajador social. Con ello, me darán un porcentaje de discapacidad. Es decir, en unas semanas seré oficialmente un discapacitado, para poderlo hacer constar ante cualquier instancia o trámite donde deba. Como cuando les hablaba del diagnóstico, tampoco esto es algo que sea nuevo, soy consciente desde hace meses que soy un discapacitado. Pero que uno lo sepa no basta, es importante que la documentación esté en regla, y que conste de manera oficial. Que de derecho sea lo que ya es de hecho. Ni más ni menos. Es mi forma de ver las cosas.

Pues en esas estamos. Soy un joven pensionista, discapacitado, con la inmensa suerte de residir en el primer mundo. Eso permite que personas como yo, una vez superados los trámites urgentes, podamos centrarnos en lo importante: pelear contra la enfermedad que nos acecha y dedicar el valioso tiempo que nos queda a lo que realmente queramos. Conozco casos de otros enfermos que siguen trabajando, dentro de sus posibilidades y situaciones especiales, por supuesto. Yo he convertido en mi nueva labor esto que ya ven a través del blog y otras iniciativas, como es concienciar y poner mi granito de arena para acercar soluciones a esta enfermedad. Me lo he tomado, dentro de las limitaciones lógicas, como mi actual profesión (sin remuneración, y si algo se genera de ello irá íntegramente destinado a la lucha contra la ELA).

Pero aparte, también se me van ocurriendo otros proyectos diferentes y ajenos a la ELA, unidos más a mi anterior etapa cuando solo era periodista y hombre de fútbol, que ya veremos si acaban saliendo de alguna manera. En definitiva, si puedo dedicar tiempo a seguir imaginando futuros donde mejorar pese a mi extrema situación de salud es gracias a que en España, entre todos, hemos conseguido que esto sea posible. Y lo tenía claro mucho antes de enfermar y vivirlo en primera persona.

PD: Más adelante les hablaré de otros trámites que están siendo mucho más complicados y donde salen mal parados algunos dirigentes del sistema público de salud.

Si desea colaborar en la lucha contra la ELA puede hacerlo en la web del Proyecto MinE, una iniciativa para apoyar la investigación que parte de los propios enfermos.

En mitad de las intensas emociones que estamos viviendo los últimos meses, también hay un apartado más prosaico pero que necesita ser atendido con la misma importancia. Se trata de los diversos papeleos y trámites que conlleva un diagnóstico como el de esclerosis lateral amiotrófica. Ahora que están ultimados la mayoría de ellos, me apetece contar cómo he vivido este cúmulo de formularios, esperas, notificaciones oficiales y demás deberes y derechos ciudadanos con los que contamos.

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