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Las aventuras de un periodista 'bon vivant' en un París que ya no existe
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Las aventuras de un periodista 'bon vivant' en un París que ya no existe

A. J. Liebling, mítica firma de la revista 'The New Yorker', recopila en 'Apetito por París. Memorias de un bon vivant' sus viajes a la capital francesa, marcados por la comida y la bebida

Foto: 'Bodegón con pescado, vela, alcachofas, cangrejos y gambas', de Clara Peeters. (Museo Nacional del Prado)
'Bodegón con pescado, vela, alcachofas, cangrejos y gambas', de Clara Peeters. (Museo Nacional del Prado)

En 1926, cuando A. J. Liebling tenía 22 años y trabajaba en un pequeño periódico del nordeste de Estados Unidos, su familia le sugirió que dejara su puesto y se marchara a estudiar a Francia. Liebling se dio cuenta de que era su oportunidad y, para forzar la generosidad de su padre, un rico tratante de pieles de Nueva York, le dijo que eso no sería posible, porque pensaba casarse inmediatamente con una mujer diez años mayor que él. Su padre, como esperaba el joven, redobló la apuesta: le dio 2.000 dólares (el equivalente a unos 40.000 actuales) y le compró un billete de barco. Así que se plantó en París, se matriculó en la Sorbona y, después de instalarse en un hotel junto a los Campos Elíseos, descubrió que en pocas semanas se había gastado casi la mitad del dinero. Básicamente, en restaurantes. Su padre le puso un sueldo de 200 al mes y le rogó que siguiera en París estudiando. Liebling siguió en París, pero no estudiando. Sino comiendo y bebiendo.

Los días en que llegaba el giro de su padre, iba a un restaurante de lujo a descubrir la gran gastronomía francesa. Pero cuando se quedaba sin dinero, indagaba cómo comer bien por relativamente poco. Comía filete o corazón de buey asado con vinos del Rosellón; le gustaba combinar los del Rin con la brandada de bacalao. Cuando no había para más, se conformaba con el ordinaire (el vino de la casa), sardinas, alcachofas y paté.

placeholder Un restaurante en París. (Reuters)
Un restaurante en París. (Reuters)

Cuando volvió a Nueva York, ya completamente adicto a Francia y su comida, Liebling siguió con su carrera de periodista y entró en la revista The New Yorker, donde con los años se convirtió en una leyenda del periodismo estadounidense. Escribía sobre boxeo, sobre carreras de caballos, sobre pillos, tramposos y políticos corruptos. Era calvo y llevaba gafas, era desmesuradamente gordo y tenía los pies planos, lo que le impedía andar con comodidad. Pero tenía éxito con las mujeres. Y siempre que podía volvía a Francia. En ocasiones como enviado especial: cubrió la invasión nazi de París, el desembarco de Normandía y los avances de los aliados por el país hasta su liberación. Pero, más allá de esos años de guerra, siempre que volvía, lo hacía para lo mismo: para comer y beber y gastarse más dinero del que tenía.

Una vez va a una bodega y se embarca en una cata interminable. "No recuerdo el nombre de la bodega. Bastante es que me acordara del mío"

Y recopiló lo vivido en esos viajes en un libro que el año pasado publicó en castellano la editorial Catedral: Apetito por París. Recuerdos de un bon vivant. El librito es un maravilloso recorrido por un París que ya no existe, por restaurantes que ya no existen y, en muchos sentidos, por costumbres y mentalidades que ya no existen. Liebling, solo o en compañía de amigos franceses, recorre la ciudad con un apetito monstruoso. Una comida normal puede constar de trucha, daube provençale (un guiso de carne) y unas pintadas. Como a su acompañante su médico le ha recomendado que no beba borgoña porque es demasiado pesado, se beben una botella de Pétrus, una de Cheval Blanc y una de Krug. Tres botellas entre los dos. A Liebling le preocupa que su amigo no esté muy en forma.

placeholder Portada de 'Apetito por París. Recuerdos de un bon vivant', de A.J. Liebling.
Portada de 'Apetito por París. Recuerdos de un bon vivant', de A.J. Liebling.

Los viajes a París son una excusa para comer. Pero a medida que uno va leyendo los capítulos divagatorios, humorísticos, llenos de recuerdos y de nostalgia, va dándose cuenta de que comer es también una excusa para hablar de la vida. Liebling retrata a su amigo Mirande, un dramaturgo rico tan acostumbrado a comer y beber bien y en abundancia que, cuando cierra su restaurante preferido y tiene que conformarse con los platos escasos y saludables que cocina su mujer, se muere. Cuenta cómo, tras someterse por una única vez a una cura de adelgazamiento en Suiza, llegado a París, un médico francés se preocupa tanto por su aspecto que le dice que vuelva a comer: al principio poco, solo una o dos aves de caza y un par de truchas, y en ningún caso más de dos litros de vino, si acaso un poco de licor. “Nada de fondues hasta mañana. ¡A partir de entonces, podemos empezar a darle de comer!”. Cuando una mujer tiene un síncope, él lo atribuye a que se ha puesto a leer a Simone de Beauvoir. Un amigo, recurriendo a la grandilocuente retórica que en ocasiones utilizan los franceses para hablar del sexo, le dice que ellos hacen el amor con el cerebro. “Los demás utilizamos las herramientas tradicionales”, le responde. Una vez va a una bodega, donde se embarca en una cata interminable. “No recuerdo el nombre de la bodega —dice—. Bastante milagro es que después me acordara del mío”.

Cuando una mujer tiene un síncope, él lo atribuye a que se ha puesto a leer a Simone de Beauvoir

Como se ve, Liebling es un gran escritor, de la mejor escuela estilística, irónica y esnob del New Yorker; a veces, además, los relatos de sus viajes a París son tan redondos que parecen tener mucho de ficción. Pero, sobre todo, es un divagador, un observador, un tipo que se muere por hacer un buen chiste y mezclar la literatura con la comida. Si Proust escribió En busca del tiempo perdido solo por las sensaciones que le indujo una magdalena, dice, ¿qué obra maestra habría escrito si ese día hubiera tenido un poco más de hambre y se hubiera comido unas ostras, una sopa de pescado, un filete de emperador, langosta y pato asado?

Con Liebling acabo esta pequeña serie veraniega de libros de viaje. He escrito sobre un inglés que se fue a vivir a Provenza, un estadounidense que decidió recorrer su propio país, una australiana que se instaló en una isla griega, un viaje por el norte de Italia en busca de un viejo violín, un recorrido por Tokio para rescatar sus viejas tradiciones y, ahora, sobre estos retratos del París gastronómico de un monumental periodista de mediados del siglo pasado. Espero que lo hayan disfrutado. A partir de la semana que viene, vuelvo a los temas habituales. Feliz regreso.

En 1926, cuando A. J. Liebling tenía 22 años y trabajaba en un pequeño periódico del nordeste de Estados Unidos, su familia le sugirió que dejara su puesto y se marchara a estudiar a Francia. Liebling se dio cuenta de que era su oportunidad y, para forzar la generosidad de su padre, un rico tratante de pieles de Nueva York, le dijo que eso no sería posible, porque pensaba casarse inmediatamente con una mujer diez años mayor que él. Su padre, como esperaba el joven, redobló la apuesta: le dio 2.000 dólares (el equivalente a unos 40.000 actuales) y le compró un billete de barco. Así que se plantó en París, se matriculó en la Sorbona y, después de instalarse en un hotel junto a los Campos Elíseos, descubrió que en pocas semanas se había gastado casi la mitad del dinero. Básicamente, en restaurantes. Su padre le puso un sueldo de 200 al mes y le rogó que siguiera en París estudiando. Liebling siguió en París, pero no estudiando. Sino comiendo y bebiendo.

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