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Escobar: el sanguinario narco que se convirtió en una estrella global
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Escobar: el sanguinario narco que se convirtió en una estrella global

El sello Big Sur reedita en español 'Matar a Pablo', de Mark Bowden, una crónica sobre el auge y la caída del narcotraficante más famoso de la historia

Foto: Pablo Escobar y María Victoria, en 1983. (Getty/Gamma-Rapho/Eric Vandeville)
Pablo Escobar y María Victoria, en 1983. (Getty/Gamma-Rapho/Eric Vandeville)

Durante los años ochenta, los traficantes de droga adquirieron un extraño prestigio. El consumo de cocaína se había convertido en una muestra de estatus. Y los narcos aparecían en la cultura popular —desde Scarface hasta Corrupción en Miami— como forajidos sin escrúpulos pero con algunos rasgos heroicos. En la realidad, ninguno alcanzó el carácter legendario, y la influencia social, del colombiano Pablo Escobar.

Como cuenta el periodista Mark Bowden en Matar a Pablo, un brillante libro sobre el auge y la caída de Escobar recién reeditado en castellano (editorial Big Sur), este encarnaba todos los rasgos del delincuente indomable. Tras acumular una cantidad asombrosa de dinero, a mediados de los ochenta llevaba un estilo de vida difícil de creer. Se construyó en Medellín una mansión, la Hacienda Nápoles, que llenó de animales exóticos como rinocerontes y jirafas; tenía pista de aterrizaje para aviones, un helipuerto y un lago en el que hacía competiciones con motos acuáticas. Organizaba fiestas en las que modelos eran obligadas a raparse la cabeza, tragar insectos o correr desnudas hacia un coche deportivo: la que llegaba primero, se lo podía quedar.

Su actividad, que generaba una inmensa entrada de dólares, cambió la economía de toda Colombia y transformó Medellín: Escobar "gastó millones en mejoras sociales en la ciudad —dice Bowden—: hizo mucho más por los pobres hacinados en los crecientes barrios marginales de la ciudad que lo que el Gobierno había hecho nunca. Donó dinero y presionó a sus socios para recaudar millones para levantar carreteras y cableado eléctrico, y creó estadios de fútbol en toda la zona". También duplicó la tasa de asesinatos en la ciudad y mostró una crueldad estremecedora. No solo ordenó el asesinato de policías, ministros y candidatos presidenciales, además de rivales y simples civiles; en una ocasión, ató de pies y manos a un empleado de su casa al que sorprendieron robando y lo tiró a la piscina para que sus invitados vieran cómo se ahogaba.

Pero Escobar, además de disfrutar con "la velocidad, el sexo y el exhibicionismo", aspiraba a ser un líder político del pueblo colombiano. Por influencia de su cuñado, un intelectual de izquierdas, llegó a verse como un revolucionario a la altura de Pancho Villa o el Che que, con su actividad delictiva, dañaba a los odiados Estados Unidos llenando de droga las narices de sus jóvenes y, en casa, adquiría más poder que los políticos tradicionales.

placeholder Portada del libro de 'Matar a Pablo', de Mark Bowden. (Big Sur)
Portada del libro de 'Matar a Pablo', de Mark Bowden. (Big Sur)

Una narración vertiginosa

Mark Bowden es un narrador extraordinario. Es autor de libros que se han convertido en célebres películas, como Black Hawk derribado, y de brillantes reportajes, como Hué 1968: el punto de inflexión en la guerra de Vietnam, y pertenece a la mejor escuela de escritores de no ficción estadounidenses. Su descripción del camino hacia la fama de Escobar es escalofriante: tras iniciar su carrera delictiva robando coches, acabó utilizando pequeños submarinos teledirigidos que podían transportar hasta 2.000 kilos de cocaína desde Colombia hasta Puerto Rico, donde buzos recogían el cargamento y lo llevaban en lanchas rápidas hasta Miami. Compraba Boeing 727 usados, les quitaba los asientos, los cargaba con hasta 10.000 kilos de cocaína y los mandaba a Estados Unidos. Destruyó por sí mismo el Estado de Derecho en Colombia: tenía sobornada a buena parte del establishment y, al que no se dejaba comprar, lo mataba: era la regla de "plata o plomo". Sin embargo, también estaba obsesionado con tener buena reputación: "Quería ser, a un tiempo, el contrabandista y el gran señor", dice Bowden, hasta el punto de que se presentó a unas elecciones y consiguió ser elegido diputado suplente en el Congreso de la República.

Pablo Escobar "quería ser, a un tiempo, el contrabandista y el gran señor"

Pero Matar a Pablo es también un reportaje sobre cómo Ronald Reagan primero, y George Bush padre después, colocaron en el centro de sus prioridades la guerra contra la droga y la destrucción de los grandes narcos que llenaban su país de cocaína. Bowden explica cómo ambos presidentes utilizaron el poder estadounidense para ejercer una influencia extraordinaria en Gobiernos débiles como los colombianos. Exigían que estos extraditaran a traficantes aunque no fueran de nacionalidad estadounidense y planearon incluso utilizar su ejército para matarlos en el extranjero. Escobar lo consideraba una humillación: al mismo tiempo que sobornaba o intentaba matar a la élite política y judicial del país, la denunciaba por mostrarse débil con el imperialismo yanqui y escribía páginas sobre la decadencia democrática de Latinoamérica. "Para el último trimestre de 1989, Pablo Escobar tenía cuarenta años. Era uno de los hombres más ricos del mundo y quizá el criminal más célebre. Ya no era un objetivo de las autoridades policiales, sino un objetivo militar".

Las doscientas páginas del libro posteriores a esa frase son un pormenorizado y vertiginoso relato de cómo un puñado de íntegros hombres colombianos, apoyados y presionados por agentes de Estados Unidos, elaboraron un plan para atrapar a Escobar que requirió una enorme inversión de tiempo y dinero, recursos militares y tecnológicos y muchos engaños. Y que, como denunciaba con grandilocuencia Escobar, y reconoce Bowden, puso en entredicho la soberanía nacional de Colombia. Fue una auténtica cacería de la que Escobar huía siempre, aunque era una fuga cada vez menos glamurosa. En los últimos años, dice Bowden, “pasaba el tiempo agazapado, contrataba prostitutas, sobre todo adolescentes, para que lo ayudaran a pasar las horas. No eran ya las fastuosas orgías del pasado, pero su dinero y notoriedad le permitían todavía ciertas indulgencias”. Al final, como se sabe, le cazaron. Pero, treinta años después, Colombia sigue sufriendo las consecuencias de aquellos acontecimientos.

Matar a Pablo es un relato rápido y ágil y uno de los mejores retratos de una figura que la cultura popular encumbró: la del narcotraficante millonario y cruel. Aquí, sin embargo, quien aparece es un hombre arrogante, despiadado, pretencioso y despreciable. Pero cuya historia, tan bien contada, resulta adictiva.

Durante los años ochenta, los traficantes de droga adquirieron un extraño prestigio. El consumo de cocaína se había convertido en una muestra de estatus. Y los narcos aparecían en la cultura popular —desde Scarface hasta Corrupción en Miami— como forajidos sin escrúpulos pero con algunos rasgos heroicos. En la realidad, ninguno alcanzó el carácter legendario, y la influencia social, del colombiano Pablo Escobar.

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