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Cómo me volví adicto a YouTube y por qué me alegro
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Cómo me volví adicto a YouTube y por qué me alegro

El algoritmo de YouTube ha conseguido convertir mis decisiones de consumo más irrelevantes en una adictiva forma de entretenimiento

Foto: Asistentes a un festival de YouTube en Yakarta. (Reuters/Beawiharta)
Asistentes a un festival de YouTube en Yakarta. (Reuters/Beawiharta)

Todo empezó cuando le comenté a un amigo más joven que el buscador de Google me parecía cada vez peor. Me seguía sirviendo para cuestiones relacionadas con el trabajo, como encontrar un dato que había olvidado o un artículo que me podía ser útil, pero cuando hacía una búsqueda relacionada con cuestiones prácticas, productos de consumo o viajes, los resultados aparecían mezclados con publicidad y me resultaban inútiles. “Ya nadie de mi edad busca en Google —me dijo—. Lo buscamos todo en YouTube. Es visual. Hay publicidad, pero es distinta. Busca ahí”.

Y, tras utilizar durante años YouTube como una especie de tele a la carta, pasé a usarlo como un buscador. ¿Qué botas de menos de 200 euros son las mejores ? ¿Cómo se limpia una pluma estilográfica? Iba a ir a Viena, ¿qué debía comer y dónde? El resultado me sorprendió. Había decenas de vídeos que sugerían soluciones y comparaban productos. Los protagonizaban hombres y mujeres muy hábiles, pero que conservaban un tono amateur y conversacional. Algunos hacían publicidad, pero transmitían una autenticidad que es muy difícil de encontrar en las revistas de moda o de viajes.

Así que adopté YouTube como herramienta para tomar decenas de pequeñas decisiones y descubrir cosas nuevas. Aprendí a cortar pescado para el sushi en YouTube. Le regalé a mi mujer un pequeño aparato para eliminar las bolas de los jerséis porque un youtuber lo recomendaba tras compararlo con otros. Las botas me dieron buen resultado.

Y entonces el algoritmo de YouTube empezó a anticiparse perfectamente a mis gustos. Tras ver que me interesaban los vídeos sobre botas, pasó a recomendarme insistentemente los de dos zapateros estadounidenses que muestran paso a paso cómo reparar zapatos viejos. Si tenía una noche de insomnio, era capaz de consumirlos durante horas. Cuando veía vídeos de sushi, el algoritmo me sugería otros de arquitectura minimalista japonesa: vi tantos que sugerí cambiar la decoración de toda nuestra casa (la propuesta no prosperó). Una vez miré un vídeo sobre una marca de plumas estilográficas alemanas baratas. El algoritmo me enseñó tantos que hoy tengo cuatro plumas alemanas y estoy adentrándome en el mundo de las surcoreanas, aunque los costes del envío las hacen aún prohibitivas.

El algoritmo me enseñó tantos que hoy tengo cuatro plumas alemanas y estoy adentrándome en el mundo de las surcoreanas

El algoritmo de YouTube consiguió algo que no habían logrado durante décadas la publicidad y las revistas de estilo de vida: convertir mis decisiones de consumo más irrelevantes en una adictiva forma de entretenimiento. Incluso me entretenían vídeos sobre cosas que nunca iba a consumir. Me volví adicto a un canal de cócteles, aunque no bebo cócteles. Veía vídeos de búsqueda de apartamentos en Nueva York aunque probablemente nunca voy a vivir allí. ¿Qué me había pasado?

El mayor éxito de internet

Lo que me había pasado, en realidad, le pasó antes a millones de personas: los youtubers que hacen vídeos de recomendaciones son un fenómeno enorme impulsado por un algoritmo que es una obra de arte. De hecho, YouTube es muy rentable gracias, en gran medida, a este tipo de producciones y un inteligente motor de publicidad que es irritante para el consumidor pero generoso con los creadores. Los datos no son transparentes, pero de acuerdo con algunas fuentes los youtubers pueden recibir entre dos y 30 dólares por cada 1.000 visionados, y algunos de los vídeos a los que he hecho referencia pueden llegar a tener varios millones de reproducciones. YouTube ingresó el año pasado 30.000 millones de dólares.

placeholder Foto: iStock.
Foto: iStock.

Y esta clase de vídeos, aunque sean mero entretenimiento práctico, tienen una importante función cultural. Son, en muchos sentidos, la versión más mainstream del viejo lema punk: una cultura basada en el do it yourself, con pocos intermediarios y un espíritu amateur. Son lo contrario de las grandes producciones de las plataformas de streaming, que han convertido las series en fenómenos caros y sobrepromocionados que han acabado hinchando una burbuja a punto de explotar.

Y sostienen algo que la desaparición de las revistas especializadas, y la decadencia de los blogs, había hecho peligrar: la existencia de contenidos que parecen ser extravagantes y estar destinados a gente con gustos minoritarios, pero que en realidad se dirigen a inmensos nichos globales y son capaces de seducir a quienes aún no forman parte de ellos. Son el equivalente a los fanzines y los boletines fotocopiados, pero con un motor de búsqueda, un algoritmo y la capacidad de llegar a millones de personas. Es el sueño de una cultura en la que lo minoritario y barato puede llegar a las mayorías si se hace bien. Una cultura que no se basa solamente en la interpretación más elitista de las bellas artes, sino en los productos cotidianos, el diseño industrial de consumo y el redescubrimiento de algunas actividades artesanas.

Contenidos sin ira

Tras décadas de optimismo, buena parte de internet —desde las redes sociales al propio buscador de Google— se está convirtiendo en un lugar antipático en el que es difícil esquivar la ira, la publicidad engañosa o los más toscos trucos promocionales. En YouTube existe todo eso, sin duda.

El algoritmo de YouTube parece mucho más inteligente que los demás. O, en todo caso, a mí me ha funcionado mejor

Pero su algoritmo parece mucho más inteligente que los demás. O, en todo caso, a mí me ha funcionado mejor. En primer lugar, porque no me muestra contenidos broncos o políticos. En segundo, porque ha sabido guiarme hacia cosas que cada vez me interesan más y a las que han renunciado buena parte de los grandes medios al pasarse al formato digital: los conocimientos prácticos, las cosas bonitas y eficaces. Y, en tercero, porque ha redescubierto el encanto de lo amateur, de lo que no basa su encanto en el lujo de la producción.

¿Qué será lo próximo para mí? ¿Encurtidos chinos? ¿Relojes digitales de menos de 50 euros? ¿Las mejores floristerías de Roma? No saben hasta qué punto estoy abierto a todo ello.

Todo empezó cuando le comenté a un amigo más joven que el buscador de Google me parecía cada vez peor. Me seguía sirviendo para cuestiones relacionadas con el trabajo, como encontrar un dato que había olvidado o un artículo que me podía ser útil, pero cuando hacía una búsqueda relacionada con cuestiones prácticas, productos de consumo o viajes, los resultados aparecían mezclados con publicidad y me resultaban inútiles. “Ya nadie de mi edad busca en Google —me dijo—. Lo buscamos todo en YouTube. Es visual. Hay publicidad, pero es distinta. Busca ahí”.

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