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Íncipit
Por
Pasiones no tan mitológicas
Yo he mirado. Intentando que no me vieran. De frente. Me he prendido de cuerpos sin nombre solo por su belleza; participando de un juego legítimo, sano. Necesario
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Algo entre mundano y celestial atraviesa el 'Satyricon' de Fellini. Una mirada desprovista de trampas, de arreos; repleta de tramoya. Que huye del condescendiente y desvaído ojo clasicista. Que exhorta a quien se atreve a mirar. Un psicodélico y marginal estado de sitio donde el cuerpo es la excusa, la amenaza; el principio y el fin. Sin héroes. Sin eternidad prescrita. Solo inmediatez. Placer satisfecho, fácil. Petronio al desnudo (como Eve); también Ovidio. Todos los cronistas de la Roma imperial. Esa Roma postrera, instalada en la decadencia, en la autocomplacencia narcótica. Que por derecho heredado se creía mejor, se sentía superior. Imbuida en la búsqueda infinita de amor. Sin amor. Ver aquellas figuras muertas enredándose ahora entre planos cortos era poner carne donde solo había habido palabras, forma, color. La estatuaria lavada por el tiempo, devuelta corruptamente bella, desbocada y frágil. Más humana que nunca. Llena de esa imperfección latente y real. Cuando en la cinta, el esclavo Gitone encarna a Cupido, en mitad de una farsa en la farsa, se convierte en el mismo joven que ya pintaron Cajés, Allori o Veronese; níveo e imberbe. Pero este respira. Increpa. Incomoda.
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Federico Fellini diseñó el pasado desde el presente, ciego de hoy. Su hoy. Con las mismas referencias de aquel tiempo que pretendía encarnar. Lienzos como los que llamaron “poesías”, plagados de manifiesto erotismo. Encargados por un rey “prudente” y censor. Ajenos a la moral de Trento. Hoy en el Museo del Prado. Ahí está Venus, como Encolpio, abrazándose impúdica a Adonis, en un fértil paraje. O Andrómeda, completamente desnuda, sujeta por negras cadenas, prendiendo el “amoroso fuego” en el rostro de Perseo. Mitológicas pasiones que se han servido del ojo cómplice para no ser malditas, que Tiziano le envió a Felipe II sin reparar en lo “impropio” de sus gestos. Completamente estáticas. Nadie se altera al enfrentarse a 'La bacanal de los andrios', orgía sublime y plana, pero del Satyricon, todo exceso, llegaron a escribir que era una “húmeda cloaca”. No es lo mismo dibujar cuerpos henchidos de deseo que insuflarles vida verdadera. Ahí puede que esté el pecado. En lo tangible. En la verdad.
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La ménade que recostada ocupa el primer plano de esa bacanal se nos muestra entera, en éxtasis, furiosamente iluminada. Su perfil, robado a Scopas, invita al placer carnal. Pero no respira, no tiene vida. No corrompe. Tampoco vive la Victorine del 'Déjeuner sur l´herbe' de Manet. Lo que hay en ella es verdad. En los pliegues de su vientre, en los del cuello, en la blandura de su brazo; acodada por detrás de un bodegón como si fuera un objeto más. Es la antidiosa, la fruta del árbol prohibido. Pura y peligrosa modernidad. Por eso es rechazada. Por ser un espejo donde nadie quería verse. Tampoco en la 'Olympia'. Tumbada en su cama, expuesta, ya no es la Dánae del Cardenal Farnese. No está atada al etéreo mundo de las ideas. Es el desnudo sin escapatoria. Contundente. Reconocible. Sin adornos. Similar a los de las fotografías pornográficas que circulaban al tiempo y que, hipócritas, nadie decía tener. “El tono de la carne es sucio”, escribió Théophile Gautier ciego de moral prevenida. “Todos esos gritos me irritan” le contestó Manet; “las injurias llueven sobre mí”.
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150 años más tarde se siguen oyendo gritos. Alto. Muy alto. Frente a todo. Gritos que buscan condicionar, que pretenden velar lo que es cierto. Puritanismo torpe. Contra quienes suben al Monte Olimpo sin filtros, dispuestos a socavar la visión aceptada. Recordándonos que la genealogía de Venus es doble; como diosa de la belleza, pero también del amor. En esa contradicción necesaria se encuentra la tantas veces proscrita pulsión sexual. Tan real como callada. Imparable. Solo unos pocos parecían con bula para mirar. Hasta hace muy poco. En gabinetes secretos, detrás de cortinas cerradas. Dicen que la que escondía 'El origen del mundo' de Courbet era de color verde. Un lienzo pequeño, poderoso. Todo pintura y sensualidad. Que desvela la realidad nunca vista. Sin ambages. Haciendo suyo el mismo uso del color que Correggio, que Tiziano. Arte en mayúsculas. Pero desplazado, oculto. Secuestrado por quienes siempre se han creído en tenencia de la verdad. Casi siempre hombres. Hombres empleados en mandar, en imponer su mirada. Como ese doctor Antonio, también de Fellini, obsesionado con la diosa desplegada frente a su ventana, dispuesto a hacerla desaparecer. Enamorado a pesar suyo. Yo he mirado. Intentando que no me vieran. De frente. Me he prendido de cuerpos sin nombre solo por su belleza; participando de un juego legítimo, sano. Necesario. Y no cedo ante el chantaje de quien pretenda taparme los ojos. Del que no me deje gozar.
Algo entre mundano y celestial atraviesa el 'Satyricon' de Fellini. Una mirada desprovista de trampas, de arreos; repleta de tramoya. Que huye del condescendiente y desvaído ojo clasicista. Que exhorta a quien se atreve a mirar. Un psicodélico y marginal estado de sitio donde el cuerpo es la excusa, la amenaza; el principio y el fin. Sin héroes. Sin eternidad prescrita. Solo inmediatez. Placer satisfecho, fácil. Petronio al desnudo (como Eve); también Ovidio. Todos los cronistas de la Roma imperial. Esa Roma postrera, instalada en la decadencia, en la autocomplacencia narcótica. Que por derecho heredado se creía mejor, se sentía superior. Imbuida en la búsqueda infinita de amor. Sin amor. Ver aquellas figuras muertas enredándose ahora entre planos cortos era poner carne donde solo había habido palabras, forma, color. La estatuaria lavada por el tiempo, devuelta corruptamente bella, desbocada y frágil. Más humana que nunca. Llena de esa imperfección latente y real. Cuando en la cinta, el esclavo Gitone encarna a Cupido, en mitad de una farsa en la farsa, se convierte en el mismo joven que ya pintaron Cajés, Allori o Veronese; níveo e imberbe. Pero este respira. Increpa. Incomoda.