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De mi pasión de Semana Santa
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Jaime M. de los Santos

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De mi pasión de Semana Santa

Una semana en la que no he conseguido arrancarme del pecho —ni de los ojos ni de las orejas— toda la espiritualidad de un país que construye su fe en la belleza, en el arte

Foto: El Descendimiento de la Cruz. Gregorio Fernández. 1624.
El Descendimiento de la Cruz. Gregorio Fernández. 1624.

Hace siete días que volvieron a matar a Jesús -porque no murió, lo mataron; y "resucitó al tercer día y está sentado a la derecha del Padre"-. Una semana en la que no he conseguido arrancarme del pecho -ni de los ojos ni las orejas- toda la espiritualidad de un país que construye su fe en la belleza, en el arte. Insiste Manuela Mena que bello es "todo aquello que conmueve, lo que emociona", y debe ser por eso por lo que en el desgarro que atraviesa a la Virgen de las Angustias de Juan de Juni hay ante todo beldad. Me coló Merche Cantalapiedra, en lo más profundo del camarín, entre la penumbra de los cirios afilados y el aire blanco de incienso. En su trono, mirando al cielo, coronada de plata, la madre del "verbo" se lleva la mano al pecho en señal de profundo dolor. Sabía que iba a morir, sí, le fue anunciado, dicen que lo sintió mientras huía a Egipto, pero la pena le cubre, le hunde, le llena los ojos de agua. Cada martes santo, en Valladolid, se vuelve a encontrar con su Hijo, frente al Palacio de Santa Cruz; un telón de fondo en caliza renacentista -sin ser aún domingo de resurrección- para una escena de recogimiento y vida que preside otra imagen, la de santa Elena -casi un bajo relieve-, que, está escrito, fue quien halló la cruz verdadera, "lignum crucis". Y yo en frente, en un balcón de ventanas abiertas, precedido por devotas cabezas de fiesta, asistiendo a ese encuentro por primera vez, como si estuviera -también- a orillas del Gólgota.

placeholder Virgen de las Angustias. Juan de Juni. 1561.
Virgen de las Angustias. Juan de Juni. 1561.

Con una perspectiva forzada, desde arriba, el brillo de los broches que sujetan las mantillas de chantilly -justo a la altura del cogote- se confunde con el de las velas cimbreantes, con el de los indiscretos e iluminados teléfonos móviles; entre sierras de capirotes y brazos inhiestos; como quien mira a un Gutiérrez Solana, o si estás en Nueva York -de momento-, a una de las telas de Sorolla, la de Los Nazarenos. La cera fundida no sólo huele, mancha los trajes de quienes dirigen a los cofrades. Las mujeres, de negro y treinta y pico centímetros más altas, forman un cuadrado casi perfecto, a nuestros pies; legión pía y entregada. Llegan los pasos, se hace el silencio -no del todo-. Nos bendicen. Se ven, al fin, madre e Hijo y nada cambia -ya lo han hecho antes, los he visto en Ávila el día anterior, frente a la catedral-fortaleza, con más frío-. Nada cambia pero tú te ves distinto, te percibes diferente, aunque sólo sea un minuto, un instante; por la fuerza barroca de la pasión revelada, por el teatro de la muerte que “es la vida verdadera”. Acaba. Nos disolvemos -sin dejar de coincidir con penitentes, con beatas-. Siguen sonando tambores. Muy cerca de La Antigua pido torrijas, de postre. Mi semana santa sabe a canela. Me duermo.

placeholder Los Nazarenos. Joaquín Sorolla. 1915.
Los Nazarenos. Joaquín Sorolla. 1915.

Temprano, cojo un tren camino a Córdoba. Llego pronto y, en la estación, reconozco a quienes, como yo, han venido a comprobar que, por unas horas, las calles de la ciudad de Delibes se han convertido en templo, en sanctasanctórum del arte. Vagón de silencio. Café americano en vaso de papel. Leo a Melania Mazzucco, La larga espera del ángel. Escucho el Mille regretz de Josquin des Prez -no por intensidad, es la música perfecta para leer de Tintoretto-. Cuando salto de mi vagón es casi verano. El Guadalquivir también reluce; y el puente romano. A las siete en punto estoy al borde de un Triunfo de San Rafael, uno de tantos -en la ciudad hay muchos-, pero este mira a Bernini. Por delante van a pasar Vírgenes cónicas con sus mantos bordados de estrellas, con sus flores. Las llevan hombres vehementes -esa fe necesita de vehemencia-. Los oigo dar gracias y casi el crujir de sus brazos, los pies firmes. A mi espalda -liberada- la mezquita-catedral. Me invitan a introducirme en su grandeza, a atravesar su patio de azahar para vivir, dice el alcalde, "algo irrepetible". Es cierto, lo es. Y único. Figuras en blanco y negro agarrando sus rosarios bajo los arcos dobles de Abd ar-Rahman I, fustes de mármol romano robado y un san Pedro bajo palio en piedra en actitud de bendecir. La casa de Dios y la de Alá como verdad sincrética, eterna. Más incienso, más música y un todo que lleva a sentir, a creer -sin mirar al este-.

placeholder Nazarenos en la Mezquita-Catedral de Córdoba.
Nazarenos en la Mezquita-Catedral de Córdoba.

Al este, en Kiev, vive la muerte infinita de una guerra injusta -como todas- que cabalga sobre su corcel color cadmio. Todos la padecen y aun así, algunos, siguen haciendo teatro, mientras las bombas de Putin calcinan el coso dramático de Mariupol -desde hace poco refugio antiaéreo-. El teatro siempre lo es, refugio, tal vez por eso en la capital Ucrania se sigue haciendo. En Madrid, mi sábado santo me ha vuelto público, otra vez, en mi butaca. Alfredo Sanzol, evangelista del hoy, describe la pasión de allí sobre las tablas; Fundamentalmente fantasías para la resistencia, lo ha querido llamar. Empieza la obra -versículo primero- con todo el elenco ocupando un friso, igual que anónimos héroes, un poco como en las Termópilas o en El 3 de Mayo de Goya; uno al lado del otro, en medio de una cotidianeidad queda. Un rectángulo tan forzado para el que observa como el de la Scuola Grande di San Roco, el que ocupa locuaz la Crucifixión del Tintoretto. Si en el uno el centro lo llena Jesús, en el otro Natalia Hernández, la directora de esa obra fantaseada que no llega pero que también tiene beso y ángel, la madre doliente que va a vivir su tragedia. Acaba la obra y no hay última escena, no la hay porque en Kiev siguen contando muertos. No la hay porque en la historia siguen sobrando silencios, los de aquellos a los que les han quitado el habla. Y la vida.

placeholder Crucifixión. Tintoretto. 1565.
Crucifixión. Tintoretto. 1565.

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