Mala Fama
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Pedisteis volcanes, tendréis volcanes
Un desastre natural nos impacta y perturba, vacilantes entre la compasión por los afectados y el embelesamiento del espectáculo
Nos pedía el cuerpo un volcán. Después de nuestra primera pandemia, quizá de nuestra primera gran nevada, y de algún divorcio, depresión o duelo inédito, un volcán era necesario. Queríamos vernos por dentro. Un volcán, si algo tiene, es un interior que nos expresa. La lava, la sangre, la luz. La lava es la sangre por fin encendida.
Mientras escribo la lava se dirige al mar. Es todo así, poético y de mucha tontería. Solo aquellos que carecen de sentimientos se han preocupado de la gente cuyas casas han sido arrasadas por el volcán. Las personas verdaderamente sensibles se han quedado hechizadas mirando el volcán en la noche, fotografiado feliz por un fotógrafo también feliz. Dios le ha regalado, después de toda una vida enfocando paisajes manidos o presidentes del Gobierno envarados, una sesión verdaderamente cardinal, única y justificativa. Toda la vida de un fotógrafo gira en torno al hecho de si podrá alguna vez fotografiar un volcán. Muchos no lo saben, pero ayer lo supieron; mientras subían sus fotos a internet lo supieron.
Del volcán hay que opinar (ya me ven), aunque un volcán sea, esencialmente, el cierre de toda conversación. El volcán es bello y hace daño, y eso es todo. Que algo tan destructivo pueda arrobarnos si estamos a suficiente distancia es una de las maravillas de la naturaleza. De lejos, todo parece 'Juego de tronos', épica para gente en pijama. Los periódicos han abierto con el volcán durante días aunque no hubiera nada que decir sobre él, salvo que se comportaba como un volcán, iba a su ritmo y algún día solidificarán sus afluentes. Hasta hemos acudido diligentemente a la novena entrada que el diccionario ofrece para la voz 'colada' a fin de nombrar las cosas con teatral desenvoltura. “9. f. Geol. Masa de lava que se desplaza, hasta que se solidifica, por la ladera de un volcán”. Tienen que pasar ciertas cosas para que el diccionario se abra por ciertas páginas. El volcán no pide permiso, sino vocabulario.
Estamos a tres volcanes, dos tsunamis, un asteroide de desaparecer del universo
¿Cómo aprovecharse de un volcán? Es la pregunta que se han hecho enseguida todos los que viven de dispensar respuestas. No se puede dejar al volcán volcando lava, a los equipos de emergencia trabajando y a los poetas prendiendo versos en la estampa: hay que encontrar un uso al volcán inútil. Si la naturaleza habla por boca del volcán, y nos amonesta por ir poco a poco emponzoñándola, qué mal nos conoce. El volcán es un argumento, sobre todo, a favor de la negligencia ecológica, pues estamos a tres volcanes, dos tsunamis, un asteroide de desaparecer completamente del universo. El volcán confirma que, detrás del politiqueo de nuestro día a día, hay una política mayor, tectónica, de grandes corrimientos y grandes devastaciones, en la que no podemos participar y que, cualquier día, nos arrasará. Ante un simple volcán en una pequeña isla solo podemos huir. ¿Cuál es, tecnología, civilización, ecología, tu victoria? Ante un simple volcán en una pequeña isla solo podemos huir.
La ministra de Turismo, Reyes Maroto, ha patinado pensando ya en los ingleses que vendrán a ver volcanes, dando, por tanto, la respuesta comercial al volcán impertérrito. “Un espectáculo maravilloso”, según dijo. En realidad, tiene razón. Hoy, en Italia solo tienen cosas buenas que decir del volcán que arrasó Pompeya, Herculano y Estabia en el año 79, pues para ver los efectos de la erupción del Vesubio, y sus momificaciones, viajan miles de turistas cada día, haciendo rica la región y amortizando muertos milenarios. Quizá Reyes Maroto tendría que haber esperado dos mil años para verle el lado bueno a Cumbre Vieja, pero la política, como bien sabemos, no puede esperar tanto.
Con parecida prisa, Ana Oramas, diputada canaria, ha sacado el lado humano de la desgracia, o sea, su rendimiento electoral. Cuando un político siente pena por la gente es porque la gente le trae sin cuidado. En puridad, pasa lo mismo con cualquier tuitero. Paradójicamente, un tipo que tenía el volcán al lado de su casa, según se vio en una grabación particular, no tenía prisa alguna, pues mientras cuajaba el apocalipsis daba tiempo “a comer sin problema”, según sus cálculos. Eso pasa con el pueblo, que, aunque exploten las entrañas de la tierra, quiere comer todavía.
Curiosamente, hace no muchas semanas, le puse a mi hija pequeña unos vídeos de volcanes en YouTube. Es ahí donde el volcán encuentra por fin un rival a su altura, cuando le pones frente a frente con un niño de cinco años. “Ponme más”, me decía mi hija, entretenida. No me pedía mayores explicaciones de lo que estaba viendo, grandes desastres convertidos, por el paso del tiempo y la providencia de YouTube, en simples fuegos artificiales rudimentarios. Lucrecio lo señaló con mirada también de niño: “Debes persuadirte, sobre todo, que el globo interiormente como fuera está lleno de vientos, de cavernas, de lagos, precipicios y peñascos, de rocas y ríos escondidos, cuya corriente impetuosa arrastra las peñas sumergidas en su madre”.
O sea, la naturaleza de las cosas.
Nos pedía el cuerpo un volcán. Después de nuestra primera pandemia, quizá de nuestra primera gran nevada, y de algún divorcio, depresión o duelo inédito, un volcán era necesario. Queríamos vernos por dentro. Un volcán, si algo tiene, es un interior que nos expresa. La lava, la sangre, la luz. La lava es la sangre por fin encendida.