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Si tu hija quiere una Barbie, cómprale una Barbie
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Alberto Olmos

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Si tu hija quiere una Barbie, cómprale una Barbie

La Navidad dispara la venta de entretenimiento infantil y nos obliga a pensar en las diferencias entre niños y niñas

Foto: Una niña, ante una tienda de juguetes. (EFE/Villar López)
Una niña, ante una tienda de juguetes. (EFE/Villar López)

Sigo con responsabilidad inmaculada las numerosas campañas del ministerio de Consumo sobre asuntos sin importancia. Los juguetes, por ejemplo. En Navidad todo padre que aún conserve el sentido común intentará sepultar a sus hijos en juguetes, de modo que pueda perderlos de vista durante un buen rato. Comprar juguetes en Navidad para los niños no se diferencia mucho de comprar juguetes sexuales para uno mismo y la pareja. De hecho, ahora que lo pienso, no se diferencia en nada.

El debate con los juguetes dista bastante de lo que anda diciendo un PDF del Ministerio de Consumo sobre ellos. En este PDF, venturosamente bien escrito, respetable intelectualmente, nada que ver con las majaderías también en PDF de Igualdad, se centra el tiro en el estropicio social que se deriva de comprar ciertos juguetes para los niños y ciertos (otros) juguetes para las niñas. La tesis viene a suponer que los fabricantes de juguetes no piensan mayormente en vender juguetes, sino en crear princesas y guerreros, o sea, enfermeras y ejecutivos. Por la misma senda lógica llegaríamos a la conclusión de que los padres, que son todos imbéciles, compran automáticamente muñecas a las niñas y balones a los niños en su deseo, así sea inconfeso, de convertir a las primeras en enfermeras y los segundos en ejecutivos de Telefónica.

La guía de Consumo olvida la esencia del juguete: que el niño tiene que jugar con él

Esto, que es una chorrada, pero con la que se puede interactuar filosóficamente, olvida la viga maestra del juguete, la esencia misma del artículo, esencia que, por supuesto, no se le escapa ni al fabricante de juguetes ni al padre o madre múltiple que crean el grandioso mercado del juguete. La esencia del juguete es esta: que el niño tiene que jugar con él.

placeholder Alberto Garzón, ministro de Consumo. (EFE)
Alberto Garzón, ministro de Consumo. (EFE)

Dado el horizonte nebuloso del juego, ese 'tiene que jugar con él' que nadie nos asegura, el momento climático del regalo se sitúa justamente en ese instante en el que el regalo no se manifiesta. Como diría Baudrillard si hubiera dicho aún más cosas de las que dijo, el mejor regalo es el papel de regalo, porque contiene, en su traza colorida y su celo primoroso y su sonido al rasgarse y su lacito, todos los juguetes del mundo, como es obvio. El papel de regalo es lo más importante del regalo, por eso no se hacen regalos, y menos a los niños, sin envolver, y hasta se recurre a papel de periódico si las prisas o la pobreza o un percance nos impide tapar lo comprado con papel promisorio. Es fundamental retrasar la sorpresa, porque es la única manera de retrasar la decepción.

El papel de regalo es lo más importante del regalo, por eso no se hacen regalos, y menos a los niños, sin envolver

Queda aún por valorar la posibilidad, incluso ecológica, de regalar cajas vacías, muy bonitamente envueltas, a los niños, darles la alegría de desenvolver, qué sé yo, cincuenta regalos inexistentes, y que solo uno contenga un juguete. También debe apuntarse que los juguetes usados que regalamos a los países pobres les llegan en sacos o cajas, sin envolver, y por eso parecen de segunda mano y dan mucha tristeza al mundo.

El caso es que en algún momento el papel de regalo deja de hacer soñar a los niños, y se tienen que enfrentar con el tragabolas, el camión, la barbie, el juego de mesa o los Playmobil del salvaje Oeste. Ahí hay mucha tensión.

Foto: Woody en la protesta de juguetes. (Imagen: EC Diseño)

El niño recibe, la niña, decenas de regalos hoy en día, por esa cosa de que Papá Noel también existe y nuestro dinero nos cuesta. De esos quince juguetes que recibe el infante, catorce con suerte no sobreviven ni veinticuatro horas, el padre no lee las instrucciones, la madre no monta el juego, el niño se ha puesto ya a ver Boing y, en fin, cien euros en plástico de colores acaban en un armario.

Ese es, amigos, el drama. Todo lo demás, PDF.

Para que un niño juegue con su juguete hay que tomar, por tanto, decisiones conservadoras, hacer cálculos sobre el terreno, dinamitar toda frivolidad. La decisión conservadora apunta a que si el tragabolas, el Quién es quién o el Monopoly llevan medio siglo 'funcionando', quizá lo sigan haciendo con tus hijos, por mucho que alguien pueda decir que el tragabolas resulta ofensivo para los hipopótamos, el Quién es quién no tiene suficientes veganos o el Monopoly inculca en los peques un vicio indeleble por el capitalismo inmobiliario. ¡Nos da igual! Queremos al niño media hora (¿es mucho pedir, por dios santo, media hora?) entretenido en algo.

placeholder Un niño, jugando con un castillo. (EFE)
Un niño, jugando con un castillo. (EFE)

Aparte de la tradición, tenemos el estudio del niño. Dado que es hijo nuestro, algo seremos capaces de comprenderlo. Sobre todo si nos dice explícitamente que quiere un coche o una muñeca para Reyes. Ahí debemos deducir que quiere un coche o una muñeca para Reyes. No hay que ser Baudrillard para deducirlo.

Porque si le compramos al niño que quiere un coche una Barbie, o la niña que quiere una Barbie un coche, pues simplemente el niño epiceno tirará ese juguete a la basura, por la ventana o —si es listo— en tu cara directamente. Lo que pasa con los niños y los juguetes es algo asombroso: normalmente saben el juguete con el que quieren jugar.

Si le compramos al niño que quiere un coche una Barbie, o la niña que quiere una Barbie un coche, pues el niño epiceno tirará ese juguete

Menos fácil es ese niño que no dice qué demonios quiere para Reyes. Ahí hay que sacar todo nuestro poder de observación. El niño (varón) mira mucho las grúas cuando lo sacamos a pasear, le flipan. ¿Qué tienen las grúas? ¿Alguien en casa adora las grúas, es gruísta o tiene un póster de la construcción de un rascacielos en Nueva York en el salón? No, amigos, el niño (de hecho, muchos niños), por lo que sea, con apenas dos años, sin tiempo de ser manipulados por el sistema heteronormativo y patriarcal, pues gusta de ver la pluma y la polea, la pelea en el cielo de la edificación del mundo. Entonces, lógicamente, si le compras una grúa de juguete seguramente vayas a acertar.

Y si la niña quiere una Barbie, pues qué le vamos a hacer.

El PDF de Consumo, apoyado en la opinión de expertos, cree que eres mal padre porque, simplemente, compras a tus hijos los juguetes con los que más posibilidades tienen de jugar, de dejarte en paz. No es necesario indicar aquí lo que nos importa a los padres la opinión que el ministerio de Consumo tenga sobre nosotros, sobre todo si la comparamos con la media hora de paz que nos dará la puñetera grúa.

El PDF de Consumo cree que eres mal padre porque compras a tus hijos los juguetes con los que más posibilidades tienen de jugar

Porque lo más triste del juguete, de la Navidad y del desembolso es que ese juguete, sea el que sea, no se use nunca, que es lo que sucede —no crean que me olvidé de ellos— con los propios juguetes sexuales de los padres. La realidad del juego (algún ensayo lo debe de decir con palabras más endiabladas) es que te tiene que apetecer.

Mi hijo, el de las grúas, tiene decenas de coches y camiones; mi hija, por su parte, no tiene ninguna muñeca. El motivo en ambos casos es el mismo: ¿qué le gusta, qué le interesa, qué le hace feliz? Lo que diga el ministerio de Consumo y los expertos sobre lo que yo le tengo que regalar a mis hijos es, por supuesto, irrelevante.

Sigo con responsabilidad inmaculada las numerosas campañas del ministerio de Consumo sobre asuntos sin importancia. Los juguetes, por ejemplo. En Navidad todo padre que aún conserve el sentido común intentará sepultar a sus hijos en juguetes, de modo que pueda perderlos de vista durante un buen rato. Comprar juguetes en Navidad para los niños no se diferencia mucho de comprar juguetes sexuales para uno mismo y la pareja. De hecho, ahora que lo pienso, no se diferencia en nada.

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