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Consentimiento: ni sí, ni no, ni todo lo contrario
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Alberto Olmos

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Consentimiento: ni sí, ni no, ni todo lo contrario

Clara Serra no acaba de resolver en El sentido de consentir los conflictos aparejados a la aprobación manifiesta en las relaciones sexuales

Foto: Jennifer Aniston y Clive Owen en la famosa escena del beso de la película 'Sin control'.
Jennifer Aniston y Clive Owen en la famosa escena del beso de la película 'Sin control'.

Me gustan las películas porque no son culpa de nadie y en ellas encontramos realidades neutras que pueden ser debatidas sin excesiva implicación emocional. Tomemos por ejemplo una escena de Sin Control (2005), donde Clive Owen y Jennifer Aniston, que se han conocido en un tren, están tomando copas. De pronto, él dice: "¿Qué apuestas a que puedo besarte sin rozar siquiera tus labios?" Ella se sorprende: "¿Cómo vas a hacer eso?" "Bueno, esa es la apuesta", dice él. Jennifer acepta y Clive aproxima su cara lentamente, y la besa sin más. Luego dice: "Ha valido la pena cada centavo".

La escena es bonita y soñadora y a los espectadores seguramente les gustó mucho. Sin embargo, ¿dónde está aquí el consentimiento? ¿No toca ir al juzgado? ¿Qué diferencia hay entre seducción y engaño?

Ahora mismo en el Metro de Madrid hay una campaña publicitaria de una tienda de juguetes sexuales. El eslogan dice: "Liar a tu churri a probar cositas te costará menos". En este establecimiento de liar a tu churri venden, por ejemplo, esposas, látigos y mordazas. "Me lió para amordazarme, estrangularme y azotarme". No creo que esto quedara muy bien en un reportaje de El País.

Clara Serra, feminista de bien, se ha lanzado en un ensayo a diseccionar este concepto tan tarareado en nuestro tiempo sexual: el consentimiento. Del "no es no" pasamos al "sólo sí es sí" y ahora estamos en tierra de nadie, donde todo puede haber sucedido aquella noche entre dos personas. Hay miedo, puritanismo, linchamientos y, la verdad, bastante sexo. Leyendo El sentido de consentir (Anagrama) me pareció de pronto excesivo ver el sexo como una cosa constantemente consentida. Miraba a mi alrededor y no percibía yo tanta burocracia y arancel, sino la desatada carnalidad de toda la vida y el juego habitual de miradas, citas, emparejamientos y rupturas.

El sentido de consentir

El libro de Serra, la verdad, lo esperaba iluminador, y me ha dejado muy descontento y desasistido. La autora ha leído lo que debe leerse, y nos lo trae cribado y oportuno, pero, al cabo, no desentraña la realidad del sexo entre adultos como cabría esperar de su inteligencia.

Empieza la cosa poniendo en solfa la idea (digamos, oficial, del Ministerio de Irene) de que con el consentimiento se resuelven "todos los problemas". También se discrepa de que consentir haga el sexo mejor, más placentero, como parece que ha dicho alguien; o que "establecer acuerdos claros en el terreno sexual (sea) facilísimo". El consentimiento es complejo, plantea la autora.

Sin embargo, enseguida pierde pie su argumentación cuando habla de sexo y poder. Por un lado, hay hombres con poder y por otro mujeres que son solicitadas para tener sexo con esos hombres con poder. Me extraña mucho que Clara Serra no mencione el increíble poder que tiene una mujer precisamente sobre aquel que desea acostarse con ella.

Por no hablar de la cantidad de hombres que no tiene poder alguno y, con todo, alguien los quiere.

placeholder Portada de 'El sentido de consentir', de Clara Serra.
Portada de 'El sentido de consentir', de Clara Serra.

El colapso del discurso llega con frases como ésta: "No se trata ya de que a veces las mujeres no puedan negarse a mantener relaciones sexuales con los hombres, sino de que no pueden negarse nunca". De aquí se deduce que toda relación sexual con un hombre es "violencia", y que lo mejor es buscar el sexo en relaciones con otras mujeres.

Esta visión aterradora del sexo con un compañero, lógicamente, resulta indefendible, contraria a la realidad, contraria a lo que uno o una haya visto, hecho y escuchado durante años, y sitúa El sentido de consentir en un campo de reflexión prácticamente marciano. No habla ya del planeta Tierra, Serra.

O sea, miren qué frase: "La distinción entre violación y coito es imposible".

El microscopio intelectual de Serra y sus referentes intelectuales ha ampliado tanto el simple arte de acostarnos que molecularmente ni siquiera vale la pena vivir.

El erotismo se topa con un muro: "...relaciones sexuales con los hombres bajo condiciones de dominación masculina omnipresentes y coercitivas que hacen que su consentimiento carezca de sentido descriptivo y moral…" Chicas, si queréis quitaros de encima a un tipo, decidle: "Bajo tu dominio masculino omnipresente y coercitivo, mi consentimiento carece de sentido descriptivo y moral". Os garantizo que no lo volvéis a ver.

De vuelta al planeta Tierra

En el planeta Tierra, las mujeres no se pasan el día consintiendo, sino, de hecho, deseando practicar sexo. Esta visión de oficina del sexo, según la cual una mujer pone sellos durante toda la noche a infinitas solicitudes amatorias, denegándolas o aprobándolas, no encaja en ningún momento con las experiencias que todos conocemos ni, de hecho, con las estadísticas.

Si nos ponemos burocráticos, las estadísticas nos hablan de que una mujer española tiene de media diez parejas sexuales a lo largo de su vida. Incluso si multiplicamos esa cifra por dos, debemos pensar que sólo veinte veces a lo largo de toda una vida una mujer promedio da el consentimiento liminar a la práctica del sexo. Sin embargo, para los fanáticos del consentimiento, todas y cada una de las veces en las que se practica sexo son momentos de consentir, y todas y cada una de las veces en que se practica cualquier cosa distinta a la cópula, lo que suena desde luego a necesitar unas vacaciones. "El consentimiento es siempre una cesión ante el poder", leemos. ¿No será a veces (¡a veces!) una cesión ante las ganas de follar?

Las tesis de Serra 'et alia' eluden en todo momento nombrar el deseo femenino, como si las mujeres nunca quisieran tener sexo

Tiene que venir nada menos que Leticia Dolera a poner orden en este delirio foucaltiano (Michel Foucault: seguramente el pensador más dañino del siglo XX). Dice Dolera en el libro: "No se trata de consentir, sino también de desear".

Las tesis de Serra et alia eluden en todo momento nombrar el deseo femenino, como si las mujeres nunca quisieran tener sexo, y toda su aspiración erótica se limitara a decidir salomónicamente qué hombres lo merecen. Es la apetencia (prefiero este término a "deseo") la que pesa más en el consentimiento. Porque el consentimiento, según he pensado estos días, no es otra cosa que el reconocimiento de la propia apetencia.

Idealmente (que además es la forma más común del sexo), se consiente cuando se reconoce que se desea. Si Jennifer Aniston le acepta a Clive Owen su jueguecito del beso, es porque quiere que la bese. Esto lo entienden todas las espectadoras de la película menos las que escriben libros sobre feminismo. El consentimiento hace aflorar el deseo, lo explicita para que por fin pueda uno quitarse la ropa.

El problema con la teoría del consentimiento es creer que sabemos lo que queremos, anticipadamente y con toda firmeza

Entre la apetencia y el consentimiento, se mueve todo el sexo entre hombres y mujeres. Porque también puede apetecerte y no querer, y se puede consentir sin apetencia. En el primer conflicto entra la seducción, el coqueteo, el "liarte". Sin coqueteo sólo habría delito. En el segundo conflicto (consentir sin apetencia), aparte del matrimonio, entra también la modernez: no me apetece nada una orgía, pero como es lo moderno y quiero parecer más desinhibida y zorra de lo que soy, hago una orgía. Hago BDSM. Dejo que me estrangulen.

La modernez también es un sistema de violencia sexual, amigos.

El problema con la teoría del consentimiento es creer que sabemos lo que queremos, anticipadamente y con toda firmeza. No lo sabemos. Necesitamos que nos líen, que no inviten a un café.

Así las cosas, sigue siendo otra escena de película la que mejor explica cómo funciona el consentimiento. Se trata de un momento de Tocando el viento (1996), donde el chico (Ewan McGregor) y la chica (Tara Fiztgerald) caminan de noche por el barrio de ella. "¿Quieres subir a tomar un café?", pregunta Tara. "No bebo café", reconoce él. "No tengo", aclara ella.

Si Tara no pregunta: "¿quieres subir y acostarte conmigo?" es porque la mayoría de la gente necesita, no sólo saber si quiere de verdad acostarse con el otro, sino también si ese deseo es correspondido. En este delicado momento, las palabras explícitas son fatales. No sólo porque puedes asustar al otro, sino porque puedes consentir contra ti mismo: a lo mejor al final sólo quieres tomar un café.

Me gustan las películas porque no son culpa de nadie y en ellas encontramos realidades neutras que pueden ser debatidas sin excesiva implicación emocional. Tomemos por ejemplo una escena de Sin Control (2005), donde Clive Owen y Jennifer Aniston, que se han conocido en un tren, están tomando copas. De pronto, él dice: "¿Qué apuestas a que puedo besarte sin rozar siquiera tus labios?" Ella se sorprende: "¿Cómo vas a hacer eso?" "Bueno, esa es la apuesta", dice él. Jennifer acepta y Clive aproxima su cara lentamente, y la besa sin más. Luego dice: "Ha valido la pena cada centavo".

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