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Mala Fama
Por
Cuento de Navidad: Hay un reglamento nuevo
El niño abandonado por el autobús 34 me daba pena, esa noche. Conocía a algunos de los compañeros que llevaban el 34, y pensé un poco en quién podía haber sido el conductor esa mañana
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No había coches y crucé el semáforo en rojo. Iba leyendo. En el móvil, X me sugería un tuit que se había vuelto viral. No sé cómo sabía X que yo conducía autobuses. Quizá no lo sabía, quizá todo el mundo debía leer ese tuit. Trataba sobre un conductor de autobús, y era malo para nosotros, para todo el gremio. Cuando llegué al otro lado de la calle, ya lo había leído. Me puso triste y me quedé quieto en la acera, mirando la avenida por donde no circulaba nadie. Eran las dos de la mañana.
Había acabado mi turno a las once, y echado un rato largo con los compañeros. Casi todos eran hombres. Sólo tres hombres conductores de autobús aguantamos hasta la una y media. Bebimos y hablamos sobre la Navidad, que ya se acercaba. Era una jaleo la Navidad, porque la gente suele vivirla en el autobús. Van al centro. Ninguno de nosotros quería conducir uno de esos autobuses que van al centro, y comentamos diversas estrategias para librarse de semejante martirio. Eran en vano. Todos acabaríamos martirizados por la Navidad, por Papá Noel o por los Reyes Magos, por todos esos regalos que miles de personas tenían que comprar en el centro de la ciudad. Y llevar a sus casas en el autobús.
No me dormía porque el tuit se me metió en la cabeza. Un padre contaba que su hijo había ido como todas las mañanas a coger el autobús número 34, que le dejaba en su instituto. Esa mañana se había olvidado el abono. Al darse cuenta, sacó algo de dinero. Eran diez euros. Mi compañero le dijo que no daba cambio de más de cinco. El chico tuvo que bajarse del autobús. La actitud del conductor fue impecable. Tenemos un reglamento.
Tenemos un reglamento que hace que le cerremos la puerta en las narices a mucha gente. Si el autobús está en marcha, no nos detenemos, aunque la parada quede a un metro y una señora golpee la puerta después de correr hasta deslomarse para alcanzarnos. Si es un señor, tampoco paramos. Si es una mujer guapa y joven, a veces. Eso está mal.
Mi compañero le dijo que no daba cambio de más de cinco. El chico tuvo que bajarse. La actitud del conductor fue impecable. Hay un reglamento
Si paramos donde no debemos, y dejamos subir a un viajero, y ese viajero se resbala y se cae y se rompe la cabeza, la empresa afrontaría multas impresionantes. Por eso no dejamos a la gente subir, ni dejamos a la gente bajar, en ningún sitio que no sea una parada.
Conducir autobuses es así: abrir y cerrar puertas. Lo de conducir es casi lo de menos. Aquí lo que hacemos es dejar subir y dejar bajar. Podemos abandonar a un niño en mitad de una avenida si no tiene dinero para el autobús. Suena poco navideño; es correcto.
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Pero el niño abandonado por el autobús 34 me daba pena, esa noche. Conocía a algunos de los compañeros que llevaban el 34, y pensé un poco en quién podía haber sido el conductor esa mañana. Pensé en Marisa. Pero no me imaginé a Marisa dejando a un niño solo a las ocho de la mañana en la calle. Marisa. No.
Y pensé sobre todo en si yo hubiera dejado al niño en la calle, al chaval. La verdad es que a veces incumplo el reglamento por las chicas bonitas, algunos viejos lamentables y, qué sé yo, un tipo que me hace gracia. De pronto les dejo subir y me da todo igual. Pero si hiciera eso todo el rato, me acabarían llamando la atención y quizá perdería mi empleo. Después de cinco años conduciendo autobuses urbanos, sigo sin entender por qué me tengo que preocupar yo de que todo el mundo haya pagado el billete y de que se suban donde se tiene que subir y se bajen donde se tienen que bajar. Mi salario es idéntico si conduzco el autobús vacío o si va lleno hasta los topes.
Me dormí. Y, sin darme cuenta, llegó la Navidad. Me tocó la línea 6, bastante mala para las fechas festivas. A lo mejor llevé a un millón de personas en dos semanas a comprar al centro. He llevado yo más regalos a los niños por Navidad que Papá Noel y los Reyes Magos juntos. Fue un infierno de mucho cuidado.
Conducir autobuses es así: abrir y cerrar puertas. Lo de conducir es casi lo de menos. Aquí lo que hacemos es dejar subir y dejar bajar
Así que en enero, me quejé al jefe. Le dije que vaya tute, el puto 6. Que estaba muerto. Que no podía con mi vida. Que había llevado a un millón de personas. Que Papá Noel era un flojo. Que me diera relajación, una línea fácil. Una línea que me gustara. Yo qué sé, la 34. Y me la dio.
Tenía a ese niño abandonado metido en la cabeza, no lo voy a negar.
Así que todas las mañanas, en la parada que tocaba a las 7:45, miraba subir a la gente y trataba de saber quién era el niño al que dejamos tirado. Sólo por verle. No se iba a olvidar el abono otra vez, y su padre le había llenado la mochila con billetes de cinco euros y monedas. Pero no conseguía identificarle.
Pasaron dos semanas donde el 34 no dio problemas, salvo algún macarra que quería colarse sin pagar, y que reprendí como se debe y dejé en tierra. No soy un tipo que creas que no te puede coger en volandas y arrojar por la puerta del autobús como un trasto viejo. Doy bastante la impresión de poder hacerlo si me sacas de mis casillas. El reglamento no nos permite arrojar a la gente del autobús, aclaro; sólo nos permite dejar abandonados a los niños.
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Empezó el 4 de febrero. Lo primero que pasó fue que le abrí la puerta a una chica muy guapa que había llegado dos segundos tarde a la parada, cuando yo ya me iba. Eso fue como el hundimiento, el comienzo del desplome. Pensé que podía dejar subir, a la mañana siguiente, al grupo de amigos que también había llegado tarde a la parada, pero corrieron hasta alcanzarme en el semáforo, a veinte metros de distancia y, casualmente, en rojo. Estaban alegres, les abrí. De pronto, me vi dejando subir a todo aquel que golpeara la puerta con los nudillos, ni siquiera tenía que ser muy guapo.
Luego, hacia mediados de mes, empecé a dejar que bajaran del autobús aquellos a los que les venía bien hacerlo en los semáforos en rojo, porque quedaba más cerca de su casa. Nos íbamos conociendo. Como me sabía bien las calles, otro día deposité a una anciana cargada con bolsas de la compra en la misma puerta de su domicilio, desviándome de mi ruta, algo totalmente sacrílego para un conductor de autobús. Así estuve toda la semana, haciendo la revolución, el disparate, pero sin ver nunca al niño.
Mi jefe me dio un toque porque la frecuencia de paso de mi autobús se salía del cronograma. Lo curioso es que la gente llegaba antes a su casa aunque yo llegara más tarde a las paradas. Era como un taxi asambleario. Cansaba bastante lo asambleario.
Ahí subía un niño que tenía toda la pinta de haber sido abandonado por un autobús antes de Navidad a las 7:45. Era un viajero impecable
Me adelantaron la salida para ver si lo hacía mejor, y fue una suerte. De pronto, era yo el autobús que llegaba a la parada a las 7:34, y ahí subía un niño que tenía toda la pinta de haber sido abandonado por un autobús antes de Navidad a las 7:45. Era un viajero impecable, aunque llevara encima un poco de rencor. Le había cogido tanta manía al autobús de las 7:45 que empezó a venir antes.
-Tú sabes que no se puede pagar con un billete de diez euros, ¿no? -le pregunté al tercer o cuarto día, por asegurarme.
-¡Claro que lo sé! -me soltó.
Era él.
A la mañana siguiente, manipulé el luminoso, y ahora podía leerse NO ADMITE VIAJEROS y no el término de la ruta. Pero a las 7:34 yo estaba en la parada que me correspondía. Y paré, sí. No dejé subir a nadie salvo al niño. “No pagues”, le dije, “te llevo al instituto directo”.
-¿Y eso?
-Porque hay un reglamento nuevo.
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El chaval dudó, era raro ir solo en un autobús, y además sonaba una canción de ColdPlay. Me había puesto un disco de Coldplay en el móvil, bastante alto.
-Te llevo -insistí. Sonaba a: “Te compenso, te pido perdón, hagamos locuras”.
-Venga.
Fuimos hasta la parada donde solía bajarse, y luego subimos por la calle que llevaba a su instituto. Ahí ya sonreía.
-¿Dónde te dejo?
-¡En la puerta!
La policía me dio el alto, pero pude abrir para que el chico se bajara en la mismísima entrada de su colegio. Luego me denunciaron.
Ahora, ya en paro, me acuerdo de este chico, de su cara de jefazo cuando se bajó de un autobús que le había llevado a él solo al colegio. Me acuerdo sobre todo al cruzar en rojo el semáforo de mi barrio, de noche, cuando no viene nadie. Es algo que nunca pude evitar hacer.
No había coches y crucé el semáforo en rojo. Iba leyendo. En el móvil, X me sugería un tuit que se había vuelto viral. No sé cómo sabía X que yo conducía autobuses. Quizá no lo sabía, quizá todo el mundo debía leer ese tuit. Trataba sobre un conductor de autobús, y era malo para nosotros, para todo el gremio. Cuando llegué al otro lado de la calle, ya lo había leído. Me puso triste y me quedé quieto en la acera, mirando la avenida por donde no circulaba nadie. Eran las dos de la mañana.