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Picasso y sus excesos

Los debates acerca de la vida moral de los artistas parten, a mi entender, de un malentendido: el de suponer que un gran artista deba, en virtud de su superior talento para el arte, ser también un ciudadano ejemplar

Foto: Bernard Ruiz-Picasso, nieto del pintor español, posa ante el 'Guernica' durante la presentación de los actos conmemorativos del Año Picasso. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
Bernard Ruiz-Picasso, nieto del pintor español, posa ante el 'Guernica' durante la presentación de los actos conmemorativos del Año Picasso. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Hace medio siglo, Pablo Picasso, genio español del arte universal, murió en el pueblo de Mougins, su última morada en la Costa Azul. Con esta ocasión, 38 instituciones de todo el mundo, del MoMa en Nueva York al Museo Picasso en París, pasando por los museos que en España —en Málaga, Madrid o Barcelona— custodian parte de su obra, se han coordinado para evocar la obra del artista más influyente del pasado siglo. Los festejos del Año Picasso dieron inicio hace una semana en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, pinacoteca que expone el 'Guernica', convertido hoy en el símbolo más hondo y divulgado de los horrores de la guerra: de cualquier guerra.

Este acontecimiento es una ocasión inmejorable para reencontrarnos con un artista que hipnotizó a su siglo y cuya fuerza creadora, perdurando más allá de las vanguardias, no amainó a lo largo de 91 años de existencia. Por eso, me llamó la atención que, en sus palabras inaugurales, el ministro Iceta optase por dar bastante importancia (más que su homóloga francesa) a la turbulenta relación que Picasso tuvo con las mujeres. Sin eufemismos: a unas conductas que muchas veces superaron el umbral del maltrato psicológico hacia las mujeres con las que compartió su vida. El énfasis me causó extrañeza, puesto que esas "facetas de su vida que, a la luz de hoy, pueden ser contestadas" y que el ministro Iceta se proponía "no esconder", no estaban escondidas. El machismo de Picasso es un dato sobradamente divulgado de su biografía, mucho antes del MeToo.

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Los debates acerca de la vida moral de los artistas parten, a mi entender, de un malentendido: el de suponer que un gran artista deba, en virtud de su superior talento para el arte, ser también un ciudadano ejemplar. Ser una bellísima persona o un ser despreciable —o más normalmente, caer en algún punto medio de este espectro— son atributos que discurren y se conforman al margen de los dones que se tengan para el arte. Aunque a veces parezcan poseídos por un talento divino, los artistas no son ángeles, sino hombres y mujeres como los demás. Y como los demás, hijos de un tiempo, el suyo, algo que no los descarga de responsabilidad, pero que debe ser tenido en cuenta a la hora de elevar juicios desde el presente. En ese sentido, Pablo Ruiz Picasso vivió en una época saturada de machismo y discriminación hacia las mujeres que hoy felizmente podemos dar por superada, al menos en la parte del mundo donde vivimos.

Naturalmente, la vida sentimental de Picasso es un asunto de interés para los especialistas en su obra. Y no hay duda de que el público contemporáneo —yo la primera— experimentará rechazo al entrar en conocimiento de esas sombras de su biografía. Lo que me pregunto es si como gestores públicos de la cultura debemos poner el foco en la moralidad de los artistas que celebramos. ¿Qué gran artista, si conociéramos su vida con el detalle que conocemos la de Picasso, sobreviviría a un escrutinio así? ¿Estamos seguros de que Velázquez o Goya lo aprobarían? (A Goya, por cierto, sus simpatías taurinas le empiezan a pasar factura). Tampoco podemos estar seguros de qué conductas que hoy damos por normales serán juzgadas en el futuro como aberrantes.

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Dejo claro que dentro de una programación tan variada y profunda como la del Año Picasso, los debates acerca de su vida tienen su sentido y lugar. Tan solo expreso el temor de que los aspectos más censurables de la biografía de Picasso, sometidos a la lupa de aumento de los inspectores de moral pública de hoy, se conviertan en un tema central que desluzca la admiración por su obra. He aquí el problema: si damos la misma importancia a la vida que a la obra, corremos el riesgo de que las nuevas generaciones asocien el nombre de Picasso a la figura de un maltratador y no a la del artista colosal y eterno. (Digamos de pasada, por otro lado, que, si Picasso distaba de ser ejemplar en su actitud hacia las mujeres, tampoco lo era en su trato con los hombres).

Por supuesto, Picasso es imposible de cancelar: su obra es demasiado importante. Por eso sería una pena que el afán moralizante de nuestra era acabara por convertirlo en la caricatura de un monstruo, eclipsando el papel fundamental que la historia universal del arte le ha asignado. De sobra está decir que una conmemoración no equivale a una glorificación. Tampoco debe convertirse, aun involuntariamente, en un tribunal de buena conducta. A las instituciones culturales se nos encarga celebrar la obra, no examinar la vida. Los excesos de Picasso que deben concentrar nuestra atención son los de su desbordante genio creador, no los otros.

*Andrea Levy Soler es delegada de Cultura, Turismo y Deporte del Ayuntamiento de Madrid.

Hace medio siglo, Pablo Picasso, genio español del arte universal, murió en el pueblo de Mougins, su última morada en la Costa Azul. Con esta ocasión, 38 instituciones de todo el mundo, del MoMa en Nueva York al Museo Picasso en París, pasando por los museos que en España —en Málaga, Madrid o Barcelona— custodian parte de su obra, se han coordinado para evocar la obra del artista más influyente del pasado siglo. Los festejos del Año Picasso dieron inicio hace una semana en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, pinacoteca que expone el 'Guernica', convertido hoy en el símbolo más hondo y divulgado de los horrores de la guerra: de cualquier guerra.

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