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Principios de economía general para torpes (II)
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Principios de economía general para torpes (II)

Cualquier actividad económica, por nimia que sea, utiliza los siete integrantes definidos ayer en diferentes proporciones. Se necesita, al menos, un infinitésimo de cada uno de

Cualquier actividad económica, por nimia que sea, utiliza los siete integrantes definidos ayer en diferentes proporciones. Se necesita, al menos, un infinitésimo de cada uno de los seis primeros elementos para poder realizar una transacción. Y para que entren en el ámbito de lo económico sugeriría repasar la trilogía Una cuchufleta llamada economía I, II y III publicada el pasado año a la vuelta de vacaciones.

El séptimo ingrediente, que aglutina la contaminación, las emisiones y los residuos, la basura por tanto, ni siquiera se considera en el mundo ideal (son tan solo unas inocuas externalidades más) que pregona la caduca corriente económica dominante. Microcosmos erudito incapaz de asimilar que la física y la química, en particular la termodinámica, pero también la biología, se aplican en la Tierra y el Sistema Solar a rajatabla. Y, aunque nos desagrade, a cualquier escala. Ya que cada transacción económica realizada produce un incremento adicional, aunque sea minúsculo, de la entropía.

Otra cosa es que una porción de los subproductos puedan volver a incorporarse al proceso económico en forma de reciclado, lo cual no invalida para nada el aserto. O que determinadas consecuencias puedan ser consideradas despreciables a corto plazo. Aunque dañinas a largo, debido a que el tiempo es nuestra mayor limitación y constreñimiento: la pequeña escala temporal humana, reducidísima comparada con la geológica o estelar, es un inapelable corsé que limita nuestras acciones y juzga la inercia de nuestras decisiones.

Corolario

Si denominamos capital natural a los recursos depositados y disponibles en la Tierra: la suma de los recursos (R), la biodiversidad (B) y la energía almacenada no renovable, tal concepto no puede ser intercambiado o sustituido por las buenas e indefinidamente por capital económico, trabajo o tecnología, tal y como sostiene la teoría neoclásica.

El dogma económico de la sustitución eterna es una falacia imposible. La productividad de un bosque, de los pastos o un sembrado, o de un caladero que una vez produjo abundante pesca, no puede aumentar continuamente por mucho capital o tecnología que incorporemos. Todo lo contrario: su exceso contribuirá a destruir los árboles, a agotar las tierras, o dejar yermos los océanos y huérfanos los campos de biodiversidad animal o vegetal.

Legando problemas irresolubles medidos a escala humana. Y, por lo tanto, pobreza creciente a nuestros descendientes. Ya que el tiempo necesario para el reciclado natural de la Tierra, que antes o después de producirá, es mucho mayor que el tiempo a escala humana. Reciclado que se realizará a costa nuestra. Los mares y la atmósfera se regenerarán, no lo dudemos. Pero no sabemos cuanta riqueza quedará ni en qué estado habrá quedado nuestra especie una vez eso ocurra.

Una productividad decreciente

La actividad económica actual, por muy productiva que sea según las definiciones monetaristas al uso, es tremendamente ineficiente en términos de utilización racional de los recursos naturales o de derroche energético. Es decir, que se podría conseguir mucha más calidad de vida, con mucho menos, si el capital se utilizase de una manera más sabia y racional.

Pero eso hoy en día no ocurre debido al erróneo concepto de productividad utilizado; a la apropiación sistemática y gratis de los recursos sin tener en cuenta su valor para generaciones futuras; a la valoración ínfima de los recursos naturales y energéticos no renovables; al tratamiento de los residuos generados, así como de las emisiones realizadas y la contaminación producida. Y, por supuesto, a las tasas de descuento inadecuadas habitualmente utilizadas.

Ineficiencias que ignoran sistemáticamente los costes presentes o futuros de la actividad económica considerada como un todo y no solo como inocuas transacciones monetarias. Es decir, la contabilidad desplegada en la actualidad se realiza de manera incompleta al no reflejar adecuadamente las partidas esenciales que marcarán el futuro y el destino de la humanidad en los próximos siglos.

Una generalización de la economía neoclásica

La economía neoclásica, hasta este momento, tan solo reconoce como elementos del proceso económico los tres primeros apartados de la parte anterior de este artículo y poco más: el capital (K), el trabajo (L) y la tecnología (A). El resto: la biodiversidad (B), los recursos naturales (R), la energía utilizada (E), y los residuos producidos (C) se denominaban hasta hoy externalidades, positivas o negativas. Ya que no se les consideraba parte integrante del proceso económico. Afirmación absurda ya que, sin todos y cada uno de esos ingredientes, ninguna transacción económica puede tener lugar.

Intentando resolver tan inadecuado tratamiento, se puede generalizar la expresión conocida en economía como función de producción, Q. Que debería ser función, si quiere reflejar de alguna manera la realiza física y biológica del planeta, y ya veremos de qué tipo, de los parámetros definidos anteriormente:

Q = f (L, K, A, B, R, E, C)

Si consideramos que B, R, E, y C no existen más que como intrascendentes externalidades, como hasta ahora sostenían las corrientes de pensamiento económico ortodoxas, la función se convierte en el conocido sofisma: Q = f (L, K, A) que se puede asimilar, por ejemplo, a la variante del inexplicablemente nobelado Solow de la ecuación de Cobb-Douglas:

Donde A es la constante matemática, el factor total de productividad, que depende de la tecnología; y  la fracción del producto producida por el capital, o coeficiente de los rendimientos marginales decrecientes.

Ecuación bien asimilada por cualquier economista neoclásico y que constituye una base de los incompletos pero sofisticados modelos de crecimiento económico “modernos”, tan en boga en la actualidad, a pesar de su insoportable simpleza conceptual y nula demostración científica de su validez universal.

Relajémonos después del formulón, que ya continuaremos otro día.

Nota: algunos lectores bien versados en estas materias se sorprendieron en el primer capítulo de esta serie acerca de la exposición realizada, que difiere notablemente en la forma, que no en el fondo, con respecto a los postulados de la moderna economía ecológica, o de su antecesora la bioeconomía. La culpa es solo mía. Los motivos los iré desgranando, poco a poco, a lo largo de artículos posteriores. La principal razón es mi afán de generalización. Pero, sobre todo, de claridad y simplificación. Porque si la economía ortodoxa dominante ha sido incapaz durante los últimos cuarenta años de comprender, y menos de asimilar, de que va la fiesta, habrá que intentar exponerlo de manera diferente, a ser posible de forma menos elaborada pero más sencilla de entender. Cosa por otra parte nada perniciosa si tomamos como referencia los infumables dogmas que dominan el panorama científico económico y nos están arrastrando hacia ninguna parte. Se trata de intentar ablandar molleras ortodoxas supuestamente eruditas, si alguna permeable hay, aunque no sea en exceso, a la realidad tangible que rige nuestro mundo. Es decir a las leyes naturales que lo gobiernan. Y a los próximos desafíos a los que los humanos, inevitablemente, nos tendremos que enfrentar. Si ni siquiera mentes consideradas privilegiadas como las de Samuelson, Friedman, Hayek, Stiglitz o Krugman han sido o fueron capaces de ver más allá del dogma dominante, que podemos esperar del resto. Imploremos para que, obrando algún milagro, las nuevas generaciones eruditas por fin espabilen y se metan masivamente en faena. Nos jugamos el futuro en ello.  

El precio a pagar por tamaña osadía puede ser el perder algo de rigor por el camino y algún que otro chusco zurriagazo mediático. Son los riesgos a correr. Con lo que toda puntualización y crítica constructiva será siempre bienvenida. A cambio, nos entretendremos todos un poco.   

Cualquier actividad económica, por nimia que sea, utiliza los siete integrantes definidos ayer en diferentes proporciones. Se necesita, al menos, un infinitésimo de cada uno de los seis primeros elementos para poder realizar una transacción. Y para que entren en el ámbito de lo económico sugeriría repasar la trilogía Una cuchufleta llamada economía I, II y III publicada el pasado año a la vuelta de vacaciones.

Economía sumergida