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Una contrarreforma incompleta, arriesgada e injusta
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Juan Ramón Rallo

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Una contrarreforma incompleta, arriesgada e injusta

La única lógica detrás de esta contrarreforma no es económica, sino política: a saber, el poder electoral de los pensionistas

Foto: El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá. (EFE)
El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá. (EFE)

La primera parte de la contrarreforma de las pensiones que ha diseñado el Gobierno puede resumirse en tres puntos: derogación formal de la reforma de 2013, incentivos al alargamiento voluntario de la edad de jubilación y la financiación de parte de los gastos de la Seguridad Social mediante impuestos.

En primer lugar, la derogación formal de la reforma del año 2013. ¿Por qué derogación formal? Porque materialmente ya había sido derogada desde hacía años: el factor de sostenibilidad de las pensiones todavía no ha entrado en vigor (pese a que tenía que hacerlo en 2019) y las pensiones se han revalorizado por encima del 0,25% que marcaba el índice de revalorización desde 2018 (todavía con el PP en el poder). Por consiguiente, con esta parte de la contrarreforma, los pensionistas actuales no notarán cambio alguno con respecto a lo vivido durante los últimos años.

Foto: El ministro de la Seguridad Social, José Luis Escrivá. (EFE)

Cuestión distinta, claro, es lo que vaya a suceder con los pensionistas futuros. Reindexar las pensiones al IPC durante tres décadas supondrá un incremento del gasto público anual en pensiones equivalente a cuatro puntos del PIB en el año 2050; si a ello le sumamos la abrogación del factor de sostenibilidad (que el Gobierno promete reemplazar por algún otro tijeretazo en una segunda fase de la reforma, lo cual todavía está por ver), nos vamos a un incremento de casi cinco puntos. ¿Cómo pagar todo ese gigantesco agujero?

Pues no está ni mucho menos claro. Y es que, en segundo lugar, los incentivos a retrasar la edad de jubilación que contempla la contrarreforma del Gobierno apenas contribuirán a reducir el gasto de 2050 en alrededor del 1% del PIB… en el mejor de los casos. Eso significa que, si no hay reemplazo del factor de sostenibilidad, quedará un agujero de unos cuatro puntos de PIB por cubrir en 2050; y si hay reemplazo, unos tres puntos de PIB. En este sentido, el ministerio lo fía todo a una fuerte entrada de inmigrantes durante las próximas décadas (10 millones de personas), la cual permitiría reducir el gasto en 2,5-3 puntos de PIB en 2050 (a través del aumento del PIB, puesto que el número de pensionistas no se vería influido por la inmigración). O, dicho de otro modo, el Gobierno espera costear la reindexación de las pensiones al IPC con los incentivos al retraso voluntario de la edad de jubilación más la entrada de hasta 10 millones de inmigrantes.

Foto: El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá. (EFE)

Si este último fuera el caso (algo ya de por sí muy improbable), el único déficit que restaría por cubrir es aproximadamente el déficit actual de unos dos puntos de PIB: el cual el Gobierno espera fulminar traspasando gastos presuntamente impropios de la Seguridad Social a los Presupuestos Generales del Estado. Esta es, de hecho, la tercera pata de la reforma: financiar el déficit actual con cargo a impuestos bajo el argumento de que se trata de un desequilibrio provocado por gastos que no deberían ser sufragados por la Seguridad Social.

Dejando de lado que algunos de esos gastos sí son propios de la Seguridad Social (por ejemplo, los 3.000 millones de euros anuales que cuestan las pensiones contributivas por nacimiento y cuidado de hijos; o los 4.000 millones anuales que se requieren para los costes de funcionamiento), lo cierto es que trasladar gastos desde una Administración (Seguridad Social) a otra (Administración central) no reduce el déficit conjunto del Estado, sino que únicamente lo redistribuye entre sus distintas ramas. La cuestión pasa a ser, entonces, la de cómo hacer frente a esos 23.000 millones de euros anuales que representa el déficit actual de la Seguridad Social: qué impuestos específicamente incrementaremos para acabar con ese agujero financiero que solo ha cambiado de lugar.

Foto: El ministro de la Seguridad Social, José Luis Escrivá. (EFE)

Ahora bien, subamos los impuestos que subamos, lo cierto es que con esta fórmula solo estaremos reduciendo la contributividad de la Seguridad Social. En la medida en que el pago de esos 23.000 millones de euros termine recayendo, directa o indirectamente, sobre los hombros de los trabajadores (subida del IRPF, subida del IVA o incluso subida de sociedades), esos trabajadores estarán contribuyendo al mantenimiento de gastos que hasta ahora eran imputables a la Seguridad Social, pero sin devengar a partir de ahora ningún derecho futuro contra la Seguridad Social. Nótese que si esos desembolsos se hubieran mantenido dentro de la Seguridad Social y se hubiesen financiado con nuevas cotizaciones sociales, al menos los trabajadores habrían adquirido el derecho a una mayor pensión futura: pero, ahora, ni eso. Pagar más y cobrar menos.

En definitiva, el Gobierno ha aprobado una contrarreforma de las pensiones inacabada (incluso según los propios términos del Ejecutivo hará falta una segunda vuelta de tuerca donde se reemplace el actual factor de sostenibilidad por otro tipo de recorte), que nos expone a un muy grave riesgo de sostenibilidad financiera futura (si no llegan 10 millones de inmigrantes a lo largo de los próximos 30 años, la sobreacumulación de deuda pública nos abocará a la suspensión de pagos) y que, para más inri, es del todo inequitativa intergeneracionalmente (los jóvenes pagarán muchos más impuestos sin obtener a cambio contraprestaciones en forma de pensiones futuras). La única lógica detrás de este movimiento no es económica, sino política: a saber, el poder electoral de los pensionistas. 10 millones de votos son los que en última instancia justifican desequilibrar financieramente el sistema cargando sus sobrecostes sobre las generaciones más jóvenes.

La primera parte de la contrarreforma de las pensiones que ha diseñado el Gobierno puede resumirse en tres puntos: derogación formal de la reforma de 2013, incentivos al alargamiento voluntario de la edad de jubilación y la financiación de parte de los gastos de la Seguridad Social mediante impuestos.

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