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¿Cuáles son los efectos de una reducción forzada de la jornada laboral?
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Juan Ramón Rallo

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¿Cuáles son los efectos de una reducción forzada de la jornada laboral?

Este Gobierno es alérgico a evaluar el impacto de sus políticas laborales, de modo que no existe un claro freno a sus huidas hacia adelante

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, y la líder de Sumar y vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo en funciones, Yolanda Díaz. (Reuters/Susana Vera)
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, y la líder de Sumar y vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo en funciones, Yolanda Díaz. (Reuters/Susana Vera)
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El anuncio estrella del acuerdo de coalición entre PSOE y Sumar es la reducción de la jornada laboral semanal hasta las 37,5 horas. Es lógico que sea así porque se trata de una medida cuyo impacto inmediato sentirán en sus propias carnes millones de trabajadores, de modo que resulta más fácil de vender mediáticamente que otras promesas acaso más relevantes pero menos directamente perceptibles por los ciudadanos.

Pero ¿qué supone exactamente esta promesa? De entrada, una reducción de la jornada laboral en 2,5 horas semanales (sin merma en los sueldos) equivale a un incremento del coste laboral por hora del 6,6%. En algunos casos ese incremento estará por debajo (aquellas profesiones en las que sea factible incrementar la productividad) y en otros estará por encima (aquellas profesiones en las que la reducción de la jornada pueda impactar negativamente en la productividad). Pero en general podemos tratar esta medida como equivalente al ya mentado incremento del coste laboral por hora en un 6,6%.

¿Hasta qué punto puede una economía absorber una subida del coste laboral por hora del 6,6%? Si la productividad aumenta, aunque sea lentamente, con el paso de los años, es posible reabsorber ese mayor coste laboral simplemente aumentando los salarios por debajo de la productividad: por ejemplo, si la productividad creciera el 1% anual y los salarios aumentaran un 0,25% al año (en términos reales), a lo largo de una década los salarios volverían a estar alineados con la productividad a pesar de la reducción de la jornada laboral. Si la productividad no aumenta, bastaría con dejar que los salarios se reduzcan en términos reales: si la inflación sube un promedio del 3% anual y los salarios crecen (en términos nominales) un 1,5%, salarios y productividad volverían a alinearse en una legislatura.

Es decir, que en un caso se reduce la jornada laboral con menor crecimiento de los salarios reales y en el otro minorando los salarios reales. Nominalmente, cabrá decir que se decreta una menor jornada laboral sin merma salarial, pero en términos reales y potenciales eso no sucederá a medio plazo. Así pues, lo primero que deberíamos plantearnos es si todos los trabajadores afectados por esta medida desean intercambiar un menor salario por una menor jornada laboral: los habrá que sí (técnicamente, aquellos cuya demanda de tiempo libre se vea más influida por el efecto renta que por el efecto sustitución), pero también los habrá que no (aquellos cuya demanda de tiempo libre se vea más influida por el efecto sustitución que por el efecto renta). Unos saldrán beneficiados y otros perjudicados. De ahí que, como en todos los ámbitos, lo importante sería otorgar a cada individuo suficiente autonomía para ajustar sus planes vitales (y laborales) con los de otros individuos. Por ejemplo, entre 2000 y 2007, Francia redujo la jornada laboral desde 39 a 35 horas semanales en las grandes empresas y el resultado fue que aumentó el número de personas pluriempleadas o que parte de los trabajadores en grandes empresas migraron a las pymes para poder seguir trabajando 39 horas semanales (manteniendo sus ingresos o con perspectiva de incrementarlos en mayor medida con el paso del tiempo).

Foto: El presidente de la CEOE, Antonio Garamendi. (EP/Eduardo Parra)

Por consiguiente, aunque una economía pueda reabsorber a medio plazo los sobrecostes de una reducción forzosa de la jornada laboral, sería preferible que cada individuo ajustara esa jornada laboral a sus necesidades personales. No obstante, aquí hay otro aspecto a considerar: los costes de transición hasta ese medio plazo. A la postre, durante algunos años (tantos más cuanto más se obstaculice ese reajuste mediante otras decisiones políticas o sindicales), el coste salarial se incrementará por encima de la productividad y eso puede contribuir a la destrucción de puestos de trabajo, o a una menor creación de empleo o, como poco, al reemplazo de trabajadores caros por trabajadores más baratos dentro de las plantillas de las empresas. Por ejemplo, las reducciones de la jornada laboral en Francia de 1982 (de 40 a 39 horas) y de 2000 (de 39 a 35 horas) elevaron la probabilidad de que los trabajadores afectados fueran despedidos y, a su vez, promovió un reemplazo de trabajadores en plantilla por trabajadores desempleados (a un menor salario).

Y, por supuesto, ambos efectos negativos sobre el bienestar de algunos trabajadores son crecientes con la magnitud de la medida política: resulta más dañino imponer una jornada laboral de 30 horas semanales que una de 35 y más dañino una de 35 que una de 37,5 horas. Sucede que este Gobierno es alérgico a evaluar el impacto de sus políticas laborales —o, como poco, a tomar en consideración los resultados de esa evaluación—, de modo que no existe un claro freno a sus huidas hacia adelante. Ocurra lo que les ocurra a los trabajadores durante los próximos años, ya sabemos que desde el Gobierno de PSOE-Sumar nos terminarán vendiendo que la reducción de la jornada ha sido un completo éxito, por lo que nunca habrá razones para no seguir profundizando en ese experimento social. Porque si no se miden, los resultados negativos no existen. Y si no existen, ¿por qué no seguir avanzando por el camino que nos conduce hacia el Jardín del Edén?

El anuncio estrella del acuerdo de coalición entre PSOE y Sumar es la reducción de la jornada laboral semanal hasta las 37,5 horas. Es lógico que sea así porque se trata de una medida cuyo impacto inmediato sentirán en sus propias carnes millones de trabajadores, de modo que resulta más fácil de vender mediáticamente que otras promesas acaso más relevantes pero menos directamente perceptibles por los ciudadanos.

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