Laissez faire
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Yolanda Díaz: contra Marx y contra los directivos del Ibex
En el mejor de los casos, el impacto inicial que tendría una limitación legal de los salarios de la alta dirección sería el de aumentar los beneficios empresariales
A Yolanda Díaz le molesta que los altos directivos del Ibex 35 cobren salarios mucho más elevados que el promedio de sus trabajadores. Pero como no sabe limitarse a decir que a ella personalmente no le agradan tan abultadas diferencias salariales, ha de revestir sus preferencias particulares de criterios universales de moralidad. Así, en lugar de afirmar simplemente que a ella esa brecha salarial le revuelve el estómago, nos adoctrina con que es "injusta", esto es, que contraviene aquellos deberes que nos serían exigibles a todos por el hecho de vivir en sociedad: en este caso, al parecer, el deber de no cobrar mucho más que nuestros empleados.
Sin embargo, ¿cuál podría ser el motivo subyacente a ese presunto deber de que un directivo no cobre mucho más que otros trabajadores con un rango jerárquico inferior dentro de la compañía? Si las diferencias salariales fueran intrínsecamente inmorales, entonces Yolanda Díaz no solo querría limitarlas dentro de cada empresa, sino también entre empresas (¿por qué los ingenieros de una multinacional, las estrellas de fútbol o los actores de éxito han de cobrar mucho más que el salario mínimo?) y también entre países (¿por qué el salario de un trabajador español ha de ser muy superior al de un angoleño?). Mientras no vea a Yolanda Díaz denunciar la injusticia intrínseca, no de los bajos salarios, sino de los altos salarios de algunos trabajadores cualificados (frente a quienes cobran el salario mínimo) o incluso del alto salario mínimo de España (frente a lo que cobran en otras economías extranjeras), no me creeré que repute inherentemente injustas las diferencias salariales abultadas.
Por consiguiente, lo que parece generarle zozobra moral a Yolanda Díaz es que esas abultadas diferencias salariales se den dentro de una misma empresa: como si presupusiera que toda la riqueza generada en sus entrañas se debe indistinguiblemente a la globalidad de agentes que participan en ella y que, por tanto, un reparto tan desigualitario como el mencionado solo pueda explicarse por el parasitismo de los grandes directivos contra los asalariados rasos. De ahí, pues, que califique de "injustas" o "abusivas" esas altas remuneraciones: porque las trata implícitamente como un hurto de "los de arriba" a "los de abajo". Sin embargo, este argumento es problemático en varios sentidos.
Primero, semejante planteamiento colisiona frontalmente con el análisis de clase marxista que tanto parecía gustarle a Yolanda Díaz cuando prologó El manifiesto comunista. Para Marx, la explotación se produce desde la clase capitalista sobre la clase trabajadora, porque la primera es capaz de adquirir la fuerza de trabajo de la segunda por un valor más reducido que el que esa fuerza de trabajo genera. Pero, según Díaz, la explotación vendría causada por una parte de la clase trabajadora (no olvidemos que la alta dirección son asalariados, por mucho que puedan estar representando dentro de la organización los intereses del capital) contra otra parte de la clase trabajadora.
Y sería una explotación que, además, no enriquecería al capital sino, en todo caso, a la propia clase trabajadora: porque si fuera cierto, como presupone Marx, que los obreros cobran lo estrictamente necesario para reponer su capacidad laboral, entonces los sobresueldos de la alta dirección procederían de unos menores beneficios de los capitalistas (de una menor apropiación de plusvalía, en términos marxistas).
De hecho, en segundo lugar, el impacto inicial que tendría una limitación legal de los salarios de la alta dirección sería el de aumentar de los beneficios empresariales: si los accionistas de una empresa consiguen, gracias a la intervención estatal, que los directivos sigan desempeñando el mismo trabajo que venían desempeñando, pero a cambio de un salario menor, entonces lo que sucederá —al menos en una primera instancia— es que los beneficios de la compañía aumentarán. Mismo valor añadido creado a cambio de un menor salario igual a mayores ganancias.
Cuestión distinta, en tercer lugar, es que los menores salarios impuestos por ley a la alta dirección conduzcan a que esta trabaje durante menos horas, a que trabaje con menor intensidad o a que se marche de España con destino al consejo de administración de otras empresas extranjeras no sometidas a limitación salarial. En ese caso, y salvo que la productividad marginal de las menores horas trabajadas fuera igual a cero, los beneficios empresariales sí podrían verse negativamente afectados sin que ello repercutiera, además, en mejores remuneraciones para el resto de la plantilla: si el ahorro de costes, merced a los menores salarios de la alta dirección, es inferior a la destrucción de valor añadido por el menor trabajo de la alta dirección, entonces las ganancias descenderán.
Porque aquí es donde reside el quid de la cuestión: en si existe o no existe una relación más o menos estrecha entre los salarios de la alta dirección y el valor que contribuye a crear (como cabría decir del resto de trabajadores). Parte de la izquierda presupone que es imposible que esa relación se dé, puesto que ningún trabajador podría individualmente contribuir a crear tanta riqueza como la que reciben los directivos a través de sus salarios: de ahí que solo quepa pensar en que estos proceden de la explotación de sus compañeros.
Pero por supuesto que la alta dirección puede contribuir a crear (o a destruir) desde sus puestos de altísima responsabilidad una enorme cantidad de riqueza: si mejorando la organización interna o penetrando en nuevos mercados consiguen multiplicar el valor añadido generado por la empresa, entonces habrán contribuido a crear mucha riqueza; si hundiendo en el caos a la organización o hincando la rodilla ante sus competidores arrasan con el valor añadido generado por la empresa, entonces habrán contribuido a destruirla. De ahí que sea lógico que los accionistas deseen cubrir tales posiciones de mando con los profesionales más brillantes del mercado (como un equipo de fútbol trata de fichar a los mejores futbolistas) y que prima facie no sea descabellado que tales profesionales puedan llegar a cobrar cantidades astronómicas de dinero (como también ocurre con los futbolistas más destacados). Es decir, que sí es concebible que los altos salarios de la alta dirección sean un reflejo de su alta productividad.
Con ello, claro, no pretendo sugerir que necesariamente deba ser así: en empresas con la propiedad muy fragmentada, los altos directivos podrían llegar a ser capaces de autoagraciarse con salarios muy por encima de su productividad, parasitando de ese modo a los accionistas. Pero en tales casos deberían ser los propios accionistas, y no el Estado, quienes se coordinaran con el objetivo de alterar las remuneraciones de sus empleados (para que haya una mayor alineación entre información, incentivos y poder de decisión).
Sea como fuere, las declaraciones de Yolanda Díaz probablemente no busquen establecer límites legales a los salarios de los directivos, sino señalizar virtud ante su grey (la envidia igualitaria de la izquierda) o abonar el terreno para justificar nuevos sablazos tributarios futuros entre "los ricos". Y si solo se trataba de mentir o de robar para amasar más poder, tampoco resultaba necesario darle tantas vueltas a la penúltima ocurrencia liberticida de nuestros gobernantes.
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