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El turismo y la maldita competitividad
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Salvador Moreno Peralta

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El turismo y la maldita competitividad

Todavía no hemos sido capaces de coordinar la lógica interna de la función turística con las más elementales leyes de la función urbanística

Foto: Protesta contra el turismo masivo en Mallorca. (Europa Press/OIsaac Buj)
Protesta contra el turismo masivo en Mallorca. (Europa Press/OIsaac Buj)

En este verano han pasado muchas cosas en el mundo, pero sin duda se recordará por ser la primera vez, tras setenta años de encantamiento, que los españoles se han rebelado contra un turismo de masas que con una mano nos daba de comer al tiempo que con la otra nos vaciaba la despensa.

Mucho antes de la globalización, ya en el despegue general de la economía tras las convulsiones de la II Guerra Mundial, el turismo era algo que llenaba varios vacíos económicos y anímicos de pueblos y naciones castigadas. Para algunos países era fábrica de sueños que añadían un poco de magia a la aspereza de lo cotidiano. Para otros —como España — el turismo era el petróleo de los pobres y como tal tuvo un papel determinante en la salida de la miseria de posguerra.

Pero ha pasado mucho tiempo desde entonces, y el turismo se consolidó como el “gran invento”, con el que titulaba Pedro Lazaga una película de Paco Martínez Soria. Y vaya si lo era. La materia prima del turismo —el lugar— convertida en recurso, generaba atracción y, por consiguiente, aglomeración y crecimiento inmobiliario pero, sobre todo, un voraz consumo de suelo.

Esta voracidad se incrementó tiempo después con la globalización social y económica, que entronizó el imperio totalizador de la MASA, dignificada con su correspondiente coartada cultural, sus mitos, sus ritos y sus destrozos… todos aquellos destrozos que se causaban al instaurar el consumo masivo como combustible para que funcionaran los motores del sistema. Porque la “industria” turística —ahora sí ennoblecida con la vitola del sector secundario — nunca había sentido hasta entonces la desazón de que el recurso fuera un bien escaso; lo que importaba era procurar que la demanda continuara siendo ilimitada.

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Pero la mayor consecuencia de la globalización en el universo turístico era que, a diferencia de la minería, de la agricultura o la industria, es decir, sectores de la producción cuyos recursos estaban enraizados en un lugar, el turismo descubrió que todo era “turistizable”: el escenario de una batalla histórica, como la de Waterloo, una naval, como Trafalgar, un desembarco en las playas de Normandía, una vieja fundición abandonada, el nacimiento de un pintor, como el manoseado Picasso que no estuvo en Málaga más que diez años, los escenarios del horror, como Auschwitz y Mauthausen… o intangibles, como la nostalgia de un tiempo pasado en el que se basó el relanzamiento turístico de Tánger… Cualquier cosa sobre la que hubiera pasado la herrumbre o la pátina del tiempo era susceptible de erigirse en un factor de singularidad y atracción para la mirada del otro y adquirir unos valores que quizás de otra forma hubieran pasado desapercibidos.

Todo en el turismo es envolvente hasta el punto de que las áreas diversas de actividad y producción, como la enseñanza, el ocio, la cultura, la alta tecnología, la residencia, el comercio, el deporte... todas se comportaran como se esperaba de un lugar turístico… o “turistizado”, es decir, esa seductora mezcla de exotismo y cotidianeidad. De ahí que los teóricos del turismo propongan que este sea un verdadero “ecosistema” de manera que la interrelación de actividades, funciones específicas, etc, den como resultado un concepto tan impreciso en su enunciado como certero en su intuición: un lugar caracterizado por la “calidad de vida”.

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Pero aun siendo España un líder en el sector desde hace más de cincuenta años, —o más, si hablamos de casos aislados en Canarias o Baleares— todavía no hemos sido capaces de coordinar la lógica interna de la función turística con las más elementales leyes de la función urbanística. Turismo y planificación urbana son dos mundos que llevan más de cuarenta años aparentando coordinación aunque hayan ido siempre por su lado, porque no hay razón urbana posible cuando el contenido (la demanda) desborda abrumadoramente el continente (la oferta).

Durante mucho tiempo la industria turística “descubría” un producto, lo reinventaba con un relato y lo lanzaba al mercado sin preocuparse de las consecuencias que sobre los lugares producía su consumo masivo. Si no fuera por la conocida incapacidad para establecer políticas a largo plazo, sería inconcebible que tanto las formas del producto turístico como su incidencia en el territorio no estuvieran incluidas en el mismo paquete, en la misma planificación. O lo están… pero las evaluaciones ambientales de esa incidencia no siempre responden al rigor científico sino a la imposición de un poder burocrático. No cabía ignorar que el fabuloso negocio de los apartamentos turísticos, las VUT (Viviendas de Uso Turístico) y las plataformas p2p, con su irresistible atracción y enorme rentabilidad por la ausencia de intermediación, acabaría eliminando las viviendas de los centros urbanos, expulsando a la población y desatando un espiral inflacionaria que impidiera a sus ciudadanos, sencillamente, poder pagar la vida en SU ciudad.

Los puertos, por ejemplo, no parecen hacerse responsables del efecto que produce la invasión simultánea de esos miles de consumidores de la nada que son los cruceristas. La saturación de las playas no tiene en cuenta la fragilidad y precariedad que a veces tienen sus accesos. Y para el número de estómagos viajeros que exigen comer a diario, la gastronomía ha encontrado una fórmula sincrética de cocina universal que asemeja los menús a la dieta de los astronautas.

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Pero todavía quedaba otro efecto de la globalización que venía a empeorar las cosas: hoy, en el mercado global de producciones y consumos, las ciudades compiten entre ellas como si fueran empresas: más o menos las grandes como las multinacionales; y las pequeñas, como pymes, cada una jugando en sus respectivos rankings y expectativas de beneficio.

Hoy todas las ciudades están obsesionadas por sacar el pescuezo de su “invisibilidad” periférica porque el darse a conocer es el paso previo a su posicionamiento en los mercados. Pero esta necesidad vital y compulsiva de competir provoca el simulacro, la impostación, la exageración de unos factores identitarios que fijen sobre el lugar la “oferta” urbana (y si no se tienen… ¡se inventan!).

La competitividad —que no la sana competencia— no conduce al bienestar de la población, ni promueve políticas sociales, ni incrementa la excelencia de la ‘cívitas’, sino mentiras de bazar oriental para mejorar su posicionamiento publicitario en el mercado global. Hasta ahora los ciudadanos han vivido pasivamente la existencia vicaria de los que han decidido sustituir nuestras vidas por sus iconos, la normalidad de lo cotidiano por la sobresaltada histeria de los eventos.

Foto: Turist go home. (EFE/Alberto Valdés)

Desconfiemos, sí, de los que se manifiestan contra el turismo viviendo del turismo. Protestar contra lo que nos mantiene es ya un síndrome recurrente que los franceses grabaron en la historia con su ‘Gran Guateque’ del 68. Pero junto a ello no es menos cierto que los excesos del turismo son una amenaza relacionada con la sobreexplotación del planeta, y preocupados por el creciente catálogo de catástrofes bíblicas no nos dábamos cuenta de que teníamos en ciernes otra más cercana, al salir a la calle cruzando el umbral de nuestros portales. Desgraciadamente, salvar las ciudades de aquello que las alimenta requiere de una política global inconcebible desde sus añicos. Pero por algo se empieza, y hemos de celebrar que unos ciudadanos hayan decidido rebelarse y respirar el verdadero aire de la ciudad, aquel que, como rezaba el hermoso adagio alemán, habría de hacernos libres.

*Salvador Moreno Peralta, arquitecto.

En este verano han pasado muchas cosas en el mundo, pero sin duda se recordará por ser la primera vez, tras setenta años de encantamiento, que los españoles se han rebelado contra un turismo de masas que con una mano nos daba de comer al tiempo que con la otra nos vaciaba la despensa.

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