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Al Grano
Por
El fiscal fiscalizado, camino del banquillo
La falta de colaboración de García Ortiz con el juez que le investiga escandaliza a la Judicatura y a buena parte de la propia cúpula de la Fiscalía que reclama su dimisión
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Avanza el deterioro del tejido institucional como efecto del braceo del presidente del Gobierno y líder del PSOE por mantenerse a flote mientras hace la guerra contra el adversario político (y la adversaria de Madrid, claro).
Así como el juez Leopoldo Puente está muy tranquilo antes de sentar en el banquillo del Tribunal Supremo a José Luis Ábalos, un diputado y exministro socialista que fue estrecho colaborador de Sánchez, otro juez del alto tribunal, Ángel Hurtado, acusa los golpes y aprende a sufrir, ahora que los estoicos vuelven a ponerse de moda y se va acercando el momento de abrir juicio oral contra el fiscal general del Estado, a quien hechos y palabras también lo ponen en sintonía con el actual presidente del Gobierno. Le debe su nombramiento, ¿verdad? Pues, eso, que diría Sánchez.
Un vistazo a las cuatro esquinas del culebrón:
García Ortiz ya se ve en el banquillo y quiere curarse en salud fabricando preventivamente diversas causas de nulidad. Para ya mismo, ante la sala de apelaciones del TS. O a más largo plazo, por si la madeja acabara por desenredarse en un eventual recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (no antes de cerrarse el proceso en la jurisdicción ordinaria), donde reina Cándido Conde, asimismo alineado en la tarea de salvar a Sánchez.
La conducta de García Ortiz deslegitima al Poder Judicial y viene avalada por Moncloa como parte del blindaje político de Sánchez
García Ortiz cuestiona el registro de su despacho ("allanamiento", según él), ordenado en octubre por el instructor de la causa que le investiga por un presunto delito de revelación de secretos (artículo 417 del Código Penal) y al que reprende —sí, esa es la palabra— por actuar de forma "predeterminada" y dejarle en estado de indefensión (artículo 24 de la CE).
El fiscal fiscalizado —y no es un juego de palabras— ha decidido fiscalizar al juez instructor por una presunta vulneración de sus derechos fundamentales (los del fiscal, se entiende) en el ejercicio de su función instructora (la del juez, se entiende) en la causa abierta contra el fiscal general. Conviene saber que el oficio del fiscal, de cualquier fiscal, es acusar en nombre del Estado. Acusar al acusado, en este caso en nombre de la sociedad (acción popular). No al juez que lo investiga en el ejercicio de su propio fuero (independencia judicial).
Ahí se rompen todos los esquemas del ciudadano desorientado ante un despropósito de altura: el fiscal fiscalizado procesa las intenciones de Hurtado insinuando una actuación prevaricadora. Significa que García Ortiz abdica de su deber de ejemplaridad (confianza en la Justicia).
García Ortiz abdica de su deber de ejemplaridad (confianza en la Justicia)
El escándalo es mayúsculo. Tanto en el seno de la Judicatura, por falta de ejemplaridad tras su arrogante negativa a colaborar con el juez, como en el de los profesionales de la Fiscalía, donde se multiplican las peticiones de dimisión del jefe (la dependencia jerárquica es marca institucional de la casa), cuya actitud se considera "impropia de un Estado de Derecho" y, según buena parte de la cúpula de la institución (trece de treinta y cinco), "provoca daños intolerables".
Si a todo eso añadimos la generalizada impresión de que la conducta de García Ortíz deslegitima al Poder Judicial y viene avalada por el Gobierno de la Nación como parte del blindaje político de Pedro Sánchez, es que la democracia española está más enferma de lo que parece.
Una forma más de poner viento en las velas de esos teólogos de la "ilustración oscura" que pregonan la necesidad de "aplastar el mito democrático de que el Estado pertenece a la ciudadanía" (Nick Land). Vamos justos de bocazas como Gustavo Petro, la obispa Budde y González Pons.
Más bocazas, por favor.
Avanza el deterioro del tejido institucional como efecto del braceo del presidente del Gobierno y líder del PSOE por mantenerse a flote mientras hace la guerra contra el adversario político (y la adversaria de Madrid, claro).