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Mariano Vergara

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Exterior, noche

"Jamás fuera de Italia se tendrá la idea de lo que es el arte llamado política", en eso pensaba el otro día contemplando la magnífica serie que la RAI ha dedicado al secuestro y asesinato de aquel gran político que fue Aldo Moro

Foto: Toni Servillo, como el papa Pablo VI, y Fabrizio Gifuni, como Aldo Moro. (Filmin)
Toni Servillo, como el papa Pablo VI, y Fabrizio Gifuni, como Aldo Moro. (Filmin)

El terral de invierno, que a ratos produce escalofríos entre ráfagas de bochorno, azota la noche en Málaga. Los plátanos de Indias sacuden sus ramas ferozmente agitadas por el viento norte, desprendiendo sus hojas secas, que convierten el paseo en una pista de patinaje. Las irritantes pelusas de sus semillas se introducen en la nariz moqueante, en los ojos llorosos, se enganchan en el pelo y penetran hasta el interior de las casas. El invierno no termina de llegar y la lluvia sigue sin aparecer. El cielo aparece transparente, con una extraña claridad, que forma nubes semejantes a platillos volantes sobre un lejano horizonte al final del mar en el que se perciben claramente las costas africanas. Una extraña desolación invade el ambiente, apenas se ve gente en la calle, el arroyo junto a casa aparece como un eterno secarral, mientras la estridente sirena de un coche de bomberos aúlla camino de algún gran árbol caído.

Foto: Misa en memoria de Benedicto XVI. (EFE/Martin Divisek)

Días de regios funerales. Al ya lejano y un tanto exhibicionista de Isabel II, ha sucedido en poco tiempo el sobrio y desangelado de Benedicto XVI, en el que tanto se echó en falta un réquiem alemán cualquiera, daba igual, porque todos son bellísimos. Y últimamente el de Constantino, en una exhibición de belleza letal, majestuosa elegancia regia y deslumbrante liturgia ortodoxa, desbordante de oros y extraños cantos bellísimos, popes y patriarcas ancianos con largas barbas y báculos dorados que ostentan las serpientes del cayado de Moisés, constantes señales de la cruz en sentido contrario al romano y el recuerdo de las clases de griego en el Bachillerato de entonces, cuando uno reconoce términos como tanatós, kiries, basileus y algunos otros por el estilo. El rey Juan Carlos aparece con un cierto aire de destierro interior y exterior, en parte debido a su fragilidad, lo que parece ser aprovechado por sus familiares próximos y lejanos para no aparecer muy cercanos. La insignia del Toisón que luce en el ojal de su solapa no inspira la antigua reverencia y sus pecados suenan a imperdonables.

Debe ser que sus cánceres espirituales no merecen la misericordia que sí se muestra ante otros físicos. Cuesta trabajo entender el implacable rigor con que propios y ajenos juzgan a un hombre que en la balanza del gran juicio final será sin duda juzgado por su Creador y por la Historia, con el sentido de justicia que aquí le niegan su familia y su pueblo, olvidando todos ellos que le deben prácticamente todo a él, incluida la gélida ira, el lejano desprecio y hasta la posibilidad de manifestárselos libremente sin miedo alguno, porque somos libres para insultarlo gracias también a él. Los cachorros helenos muestran un reverente dolor y una extraordinaria dignidad ante el féretro de su padre, entre altezas coronadas, dinastías balcánicas en el exilio y la oronda gran duquesa rusa, que sin duda piensa en volver a San Petersburgo, aunque sea a pasar unos días cuando el zar actual deje de machacar impunemente todo lo que le rodea.

placeholder Juan Carlos I, durante al funeral por Constantino de Grecia. (EFE/Stoyan Nenov)
Juan Carlos I, durante al funeral por Constantino de Grecia. (EFE/Stoyan Nenov)

Un cierto aire de desánimo ante la situación, de indiferencia ante la enfermedad y la amenazante miseria se respira en cualquier conversación, como si la vida hubiera exagerado la veracidad del valle de lágrimas, como si todo se hiciera por el compromiso de cumplir una pesada obligación, casi por fingir que nada ha cambiado, por aburrimiento quizás.

El gran Stendhal, que en su inmenso amor por Italia, después de su turbador síndrome florentino ante la belleza, quiso que en su lápida mortuoria se le otorgara el topónimo de milanés, a pesar de haber nacido francés, escribió en una de sus numerosas crónicas dedicadas a viajar por aquel país que “jamás fuera de Italia se tendrá la idea de lo que es el arte llamado política”. En eso pensaba el otro día contemplando la magnífica serie que la RAI ha dedicado al secuestro y asesinato de aquel gran político que fue Aldo Moro, que tuvo la desgracia de haber nacido antes de tiempo. Marco Bellocchio, el eterno luchador incansable, dirigió con 26 años aquella joya del cine, que con el nombre de I pugni in tasca nos emocionó a los adolescentes de toda Europa en los sesenta, que veíamos en las escenas de hermanos en una desnortada familia burguesa el reflejo de nuestra propia desolación. Ahora, con la serenidad y el aquietado rigor escénico de una lúcida inteligencia octogenaria, ha dirigido esta serie con una implacable mesura, que no es óbice para verla con el corazón en un puño —nunca mejor dicho—, a pesar de conocer su espantoso desenlace.

Foto: 'Exterior noche'. (Filmin)

Aldo Moro, el padre del compromiso histórico, se jugó la vida y la perdió en su intento de traer la paz a una quebrada sociedad italiana en la que la anquilosada Democracia Cristiana iba a pactar un Gobierno de compromiso con el Partido Comunista, tan poderoso como para ser el segundo del arco parlamentario de Montecitorio, el Parlamento de la República, su secuestro por las Brigadas Rojas, en aquellas décadas en que la banda Baader Meinhof también asolaba la vida política en Alemania y ardía París en aquella inutilidad del Barrio Latino, fue la señal de que ni con aquellos gigantes políticos de entonces era posible llevar a cabo determinados experimentos. Jóvenes airados, hijos de grandes burgueses, que jugaron a hacer la revolución, asqueados del juego político parlamentario, que no era ni mejor ni peor que el de ahora, mientras Europa iba transformándose en la crisálida de lo que acabaría por convertirse en la Unión Europea.

La vieja Italia se estremeció hasta el fondo de su alma cuando el cadáver del piadoso, inteligente, culto y conciliador Moro apareció acribillado a tiros en un 4L rojo, después de 55 días encerrado en un zulo. Los zulos empezaban entonces su gloriosa carrera de muerte y desolación. Que ha conducido hasta experimentos actuales llevados a cabo por gente sin vergüenza y sin escrúpulos. A nadie interesaba la supervivencia de Aldo Moro. Por allí campaban la corcovada espalda beata de Andreotti, el miserable elegantemente calificado de sibilino, a quien tanto benefició el asesinato de Moro, y el ingrato y desquiciado Francesco Cossiga, que llegaría a presidente de la República. Y por medio la CIA y los rusos y el muro y los bloques y la Guerra Fría. A nadie interesaba que Moro estuviera a punto de conseguir demostrar que el compromiso era posible incluso en el albañal de corrupción italiana. Quizá solamente interesara a Pablo VI, otra inteligencia superior denostada por su frialdad milanesa, la salvación de su querido amigo Aldo, a quien sonríe en una escena magistral de la serie, mientras le da la comunión. Solamente la interpretación que hace ese grande de Italia que es Toni Servillo de la figura del Papa doliente física y moralmente, es suficiente para que cualquier aficionado al cine se estremezca de emoción. La grandeza del arte en Italia se mantiene viva, mientras en el exterior esta noche toda es frío, mientras el viento de la Historia continúa aventando a comparsas, tramoyistas, directores y personajes de la comedia humana.

El terral de invierno, que a ratos produce escalofríos entre ráfagas de bochorno, azota la noche en Málaga. Los plátanos de Indias sacuden sus ramas ferozmente agitadas por el viento norte, desprendiendo sus hojas secas, que convierten el paseo en una pista de patinaje. Las irritantes pelusas de sus semillas se introducen en la nariz moqueante, en los ojos llorosos, se enganchan en el pelo y penetran hasta el interior de las casas. El invierno no termina de llegar y la lluvia sigue sin aparecer. El cielo aparece transparente, con una extraña claridad, que forma nubes semejantes a platillos volantes sobre un lejano horizonte al final del mar en el que se perciben claramente las costas africanas. Una extraña desolación invade el ambiente, apenas se ve gente en la calle, el arroyo junto a casa aparece como un eterno secarral, mientras la estridente sirena de un coche de bomberos aúlla camino de algún gran árbol caído.

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