Es noticia
A mis amigos judíos de Málaga
  1. España
  2. Andalucía
Mariano Vergara

Al sur del sur

Por

A mis amigos judíos de Málaga

Hampstead es un hermoso y apacible barrio residencial situado en el noroeste de Londres de tiendas civilizadas, casas con bow windows rodeadas por un murete de ladrillo visto, jardines de rutinario césped y flores de brillantes colores

Foto: El viejo cementerio judío de Praga. (EFE/Filip Singer)
El viejo cementerio judío de Praga. (EFE/Filip Singer)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

Hampstead es un hermoso y apacible barrio residencial situado en el noroeste de Londres de tiendas civilizadas, casas con bow windows rodeadas por un murete de ladrillo visto, jardines de rutinario césped y flores de brillantes colores, limpias aceras y pavimento por el que de vez en cuando se desliza algún silencioso coche. Al atardecer, la luz de algún cuarto de estar deja ver el interior del mismo, con fondo de biblioteca y alguna persona leyendo en lo que un inglés consideraba su hogar sagrado. Ahora no lo sé. Era un barrio de artistas, profesionales liberales, escritores, muchos de los cuales eran judíos. Allí está enterrado Karl Marx y vivieron Sigmund Freud en exilio exterior y mucho antes Percy B. Shelley en exilio interior, supongo.

En torno al año setenta del pasado siglo viví allí un tiempo, en Nutley Terrace, y gustaba pasear bien abrigado por aquellas calles solitarias, llegando a veces hasta Hampstead Heath, el parque medio salvaje desde el que se contemplaba muy al fondo el núcleo del West End. Con el paso de los años descubrí que probablemente había pasado con frecuencia por delante de La casa de los veinte mil libros, en la que vivía Chimen Abransky, hijo de un rabino en Ucrania y que al llegar a aquel lugar, también en el exilio, se declaró ateo. Con el tiempo creó la mayor biblioteca privada sobre el marxismo que haya existido nunca. Las tertulias literarias en aquel recinto de sabiduría a las que asistía regularmente Isaiah Berlin encerraban el ambiente judío de libros, estudio, tradiciones y silencio a veces roto por la música de algún compositor también judío. Su nieto, Sasha Abransky, escribió la deliciosa novela, que había transcurrido ante mis ojos sin enterarme de ello y que leí muchos años después, despertando en mí lejanos y nostálgicos recuerdos de juventud, cuando uno creía que comerse una hamburguesa en un Wimpy mirando a los ojos a alguien que iba a desaparecer de tu vida para siempre, era asaltar los cielos con la herrumbre del pecado.

Letras y números, la esencia íntima del mundo judío, sediento de saber lo que solo Dios sabe, vagaban por aquellos lugares, de la misma forma que vagan aún por Praga, mientras uno desciende en silencio por las calles solitarias de Mala Strana camino del cementerio judío, ese impresionante gueto de muerte en el que un bosque de lápidas cubiertas de musgo y verdín se levanta sobre un palimpsesto de capas de tierra que cubre los restos de miles de judíos. El mundo askenazi que en el eterno errar de ese pueblo huye constantemente de perseguidores fanáticos y sanguinarios, que ignoran que seguramente todos somos semitas. Aquí el silencio es roto por nuestras pisadas sobrecogidas sobre la alfombra de hojas secas con restos de nieve sucia y el graznido de algún cuervo. El Golem, aquel homúnculo expresionista como toda Centroeuropa, construido por el rabino Judá Levi, que aquí descansa, puede aparecer detrás de cualquier tumba sobre las que no hay flores sino piedras, que no se marchitan y permanecen inconmovibles en el recuerdo de un amor desvanecido en el infinito. El Golem creado del fango de la tierra por el hombre para salvar al pueblo judío, en soberbia emulación de la creación genésica del hombre por Dios y que, como el hombre, resulta un invento fallido. Una historia tan fascinante y tan frustrada como el Génesis. Ya escribió el inabarcable Borges que "el nombre es el arquetipo de la cosa/en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo", quizás uno de sus más grandiosos poemas, según su alter ego Bioy Casares.

Foto: Protesta a favor de Israel en Madrid el pasado 10 de octubre. (Reuters/Juan Medina)

Piedras en los cementerios, como en el sobrecogedor monumento al Holocausto en Berlín, en el que las miles de losas o estelas de hormigón recuerdan con su dureza y frialdad a todos aquellos que entraron para no salir en aquellos lugares de frío y muerte que hicieron exclamar al Papa Benedicto: "¿Dónde estaba Dios?". Tan cercano al Reichstag, a Unter den Linden, a la Puerta de Brandemburgo, que parece hincar sus columnas dóricas sin basamento en el suelo de alquitrán de la capital prusiana. Tan cerca del cuartel general de la Gestapo y del Muro, lugares sórdidos y repulsivos como todo lo que significa división, supremacía, odio racial, miseria humana. Judíos masacrados por toda la Tierra, desventrados, gaseados, ahorcados, fusilados, ejecutados de un tiro en la nuca. Y no solo aquí, sino en toda Europa, la madre de la civilización y la libertad paro también la mente criminal que ha creado los dos mayores azotes del ser humano. Y en Berlín se siente la dureza de acero helado que corta la respiración a los sones cualquier Uber alles o de cualquier ráfaga de metralleta que segaba la vida de cualquier chico que solo quería ser libre y cuyo cadáver dejaban colgado agonizante en las alambradas del muro del paraíso, que se convirtió en un souvenir turístico.

Claro que hay otros mundos y otros judíos. Como los niños de familias ortodoxas que vestidos de negro y con sombrero por cuyas alas asoman los tirabuzones ortodoxos juegan en las calles de Brooklyn, o las familias que asisten el sábado a la bellísima sinagoga de la Quinta Avenida, empapados del azul intenso que esparce por el recinto la impresionante vidriera de Chagall, otro judío excelente. Quizás los mismos judíos de riqueza no mensurable, que subían por las escaleras del Hotel Plaza en el brillo de diamantes y arrastre de visones por la nieve. Hay tantos judíos extraordinarios que la Historia sería otra sin la contribución a ella de algunos de sus más preclaros hijos. Ellos la cambiaron de arriba abajo. Desde Moisés a Jesucristo, desde Spinoza a Karl Marx, desde Freud a Einstein… Escritores, músicos, científicos, actores, cantantes, directores de cine, filósofos… Esto no es una alabanza inane, es la constatación de una realidad inmutable.

Foto: Uriel Macías. (Cedida)

Tengo muchos amigos judíos a los que quiero y con los que sufro. Y he conocido a muchos judíos en mis viajes. Como dos elegantísimos señores en una tienda de alfombras en Estambul, llamados Alba y Samaniego, judíos sefarditas que guardaban las llaves de sus casas en Sefarad. Y sufro por todos los seres humanos sean quienes sean, sometidos a caprichos de poder miserables, convirtiéndolos en escudos humanos. Hay un pintor prodigioso al que no sé si admiro más como artista, o como ser humano. Puro, integro, leal amigo, independiente en sus ideas, flexible como un junco y duro como la roca del sueño de Jacob según requiera la dificultad del momento. Se llama Daniel Quintero y tuve la alegría de colaborar con él en la organización de una deslumbrante muestra en Málaga. Personajes y hombres comunes del pueblo judío cuyos rostros eran los de vagabundos, personas del camino, habitantes de estaciones, seres abandonados a su destino en un mundo errante, pero él sabe insuflar en sus ojos el brillo y la emoción de ascender hacia la trascendencia de un posible, aunque no seguro, encuentro con la Divinidad por la escala de los ángeles. Y la belleza está presente como en la boda de Esther, mientras rodeaba siete veces la tienda de campaña, la jupá, que simboliza el hogar de Abraham y Sara. O en el entierro del padre de Salomón, cuando sentí algo interior que me decía que nosotros venimos de ahí. De la tierra a la que volveremos tras una muerte digna y decente. Shalom.

Hampstead es un hermoso y apacible barrio residencial situado en el noroeste de Londres de tiendas civilizadas, casas con bow windows rodeadas por un murete de ladrillo visto, jardines de rutinario césped y flores de brillantes colores, limpias aceras y pavimento por el que de vez en cuando se desliza algún silencioso coche. Al atardecer, la luz de algún cuarto de estar deja ver el interior del mismo, con fondo de biblioteca y alguna persona leyendo en lo que un inglés consideraba su hogar sagrado. Ahora no lo sé. Era un barrio de artistas, profesionales liberales, escritores, muchos de los cuales eran judíos. Allí está enterrado Karl Marx y vivieron Sigmund Freud en exilio exterior y mucho antes Percy B. Shelley en exilio interior, supongo.

Noticias de Andalucía Judaísmo
El redactor recomienda