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Un hombre renacentista

Tengo un amigo, Fernando Álamo, que es un gran pintor y un hombre renacentista. Ello no es ninguna boutade, ni ningún halago. Ser renacentista implica un ejercicio diario del duro y continuado cultivo de la mente y el cuerpo

Foto: El artista Fernando Álamo. (EFE/Cristóbal García)
El artista Fernando Álamo. (EFE/Cristóbal García)
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Tengo un amigo canario, Fernando Álamo, que es un gran pintor y un hombre renacentista. Ello no es ninguna boutade, ni ningún halago. Ser renacentista implica un ejercicio diario del duro y continuado cultivo de la mente y el cuerpo. Es el intento de ser alguien que aspira a la perfección sabiendo que nunca la va a alcanzar. Y ello es muy desalentador. El hombre inserto es la esfera perfecta.

Fernando investiga, mira, remira, toca, retoca, examina, da vueltas, pinta, destruye, dibuja, rasga; todo le interesa menos el dinero; a todo aspira menos a la fama; sabe sacar de una piedra, de un guijarro, de una rama, de una colcha, de una foto, la esencia de algo que estaba dentro, que nadie podía intuir y sacarlo a la luz.

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Le interesa todo aquello que pueda averiguar al tocar la existencia, la existencia sobrenatural. Pintor, muralista, cartelista, diseñador; todo le divierte. Y además sabe de música, adora a Bach y a Mozart, pero también a Cesaria Évora; es un magnífico cocinero, es amigo de sus amigos, y cruza nadando todos los días la mejor playa urbana de España, Las Canteras en Las Palmas de Gran Canaria.

placeholder Mural en el Hotel Santa Catalina en Las Palmas. (Cedida)
Mural en el Hotel Santa Catalina en Las Palmas. (Cedida)

Cuando he hablado de sobrenatural y cuando después hable del místico, no quiero referirme a ningún tipo de creencia religiosa (o ¿sí?), sino al trasfondo que hay en cada objeto, al alma de las cosas, al otro lado del espejo. Hay un texto de San Juan que permite una parodia compasiva: "Si un hombre no ama a un dios que no ha visto, ¿cómo podría amar a un dios al que sí vio?". Y Fernando ha visto muchas cosas. Busca no solo la libertad de la razón, sino también la de una irracionalidad muy antigua. No solo la libertad de lo natural, sino también la de lo sobrenatural e incluso lo antinatural de los antiguos místicos paganos. Es lento en su discurso porque, al ser brillante, siempre tiene algo que decir sobre cualquier asunto. Y es original porque siempre está volviendo a los orígenes, al principio de todo.

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Hemos crecido acostumbrados a lo inexplicable, pero, en el caso de Fernando, cada piedra o cada flor que pinta encierra un jeroglífico, del que, los demás, hemos perdido la clave; aunque también tiene la seguridad de que, en toda su vida, a cada paso que dé, está avanzando hacia el centro de una historia, que nunca va a entender. Aunque él no lo sepa, o quizás sí, Fernando es un místico: porque el místico no crea misterios; los destruye. Intenta preservar la realidad de cada objeto; no en vano, el punto más alto de la espiritualidad está en la afirmación de lo material. Él es pura imaginación, en el sentido de las imágenes eternas de las cosas.

Y ama el mar por encima de todas las cosas. Las gentes hablan del mar, de la mar de los marineros, como de algo vasto y vago, irregular e indefinido; como si su magia radicara en su carencia de límites o líneas. Pero el hechizo que el Mar ejerce sobre Fernando es, precisamente, el que es la única línea recta que existe en la Naturaleza. La línea del horizonte es sólida y tensa; como la cuerda de un cello de Bach. Y además es un clásico, porque va contra la gran convención hipócrita de la humanidad, es indiferente a la diferencia de sexos y tiende al desprecio del perfil doctrinal.

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Y ahora os narraré una historia que me contó Fernando: "En diciembre del año 2001, cuando cumplí cincuenta años, regresaba de Tenerife donde estaba pintando los techos de la nueva sede de la Presidencia del Gobierno de Canarias. Al llegar a mi casa me encontré con una sorpresa que mi mujer me había preparado, junto a toda mi familia esperándome con una espléndida cena y multitud de regalos, entre otros, un viaje sin destino definido para mí.

Al día siguiente, en el aeropuerto, coincidí con algunos conocidos, que al preguntarme adónde iba y no saber contestarles, extrañados, me miraban, levantaban las cejas y cada uno partía a su destino.

Después de unas horas de incertidumbre, finalmente llegamos a Bruselas. Allí estuvimos varios días y uno de esos días un amigo nos llevó a la Place du Jeu de Balle, en el corazón de Marolles, el barrio popular de Bruselas por excelencia. Me llamó poderosamente la atención un álbum de fotografías antiguo que no dudé en comprar, sin saber exactamente para qué. Estuvo guardado en un cajón de mi estudio mucho tiempo; hace un par de años regresé a Bruselas por motivos profesionales y volví a pasar por este mercado. Por azar encontré la continuación de la misma colección de fotografías; no tuve ninguna duda a la hora de comprarlo y estos documentos - Astrid, Reine de Belges, L’Album du souvenir, 24 documents inédits & historiques, Photo R. Marchand Bruxelles 1935- han servido de base a una obra".

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Fernando cogió el álbum de fotos y las emborronó con esas manchas negras, a las que él llama granos de polen. Clarium per obscurius. Cuando emborrona, deja aún más clara la torpe realidad que subyace debajo. La familia real belga es una de las más rancias y católicas de Europa. Herederos del rígido protocolo del ducado de Borgoña, que crearon el Toisón de Oro con la excusa del Vellocino de Jasón, cuando la intrahistoria sabe que se trataba de vello púbico.

Leopoldo III de Bélgica, casado en primeras nupcias con Astrid de Suecia, una de las reinas más bellas de la historia de Europa, muerta en un accidente de tráfico, casó en segundas nupcias con Lilianne de Rethy. Permanecieron en Bruselas durante la ocupación nazi y tuvieron que dejar el trono a raíz de la liberación, acusado de colaboracionista. Y era nieto de Leopoldo II, uno de los seres más abyectos de la historia mundial que, bajo una máscara de bondad, caridad y beneficencia, consiguió en plena era colonial, que el Congreso de Berlín de 1885 le cediera, a título particular, nada más y nada menos que el Congo, entonces llamado Belga. El relato de las atrocidades, saqueos, asesinatos y latrocinio es terrorífico; hicieron de la Corona Belga una de las más ricas del mundo: el precio, con la ayuda de Henry Morton Stanley, fue un asesinato colectivo solo comparable al Holocausto, Stalin o Pol Poth.

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Casi es un acto de justicia, el depósito de los granos de polen de Fernando, sobre las que imaginamos bellísimas fotos de la rubia, blanca y noble familia de Leopoldo. Tendrá todo esto algo que ver con que algunos de los más horripilantes y degenerados crímenes individuales de los últimos años se hayan producido en el Reino de los Belgas, entre oleadas de chocolate y cerveza rubia? O ¿será todo una casualidad? ¿Y el aburrido tedio grisáceo de Bruselas?¿Y la monotonía bivalva? Y la multitud bereber entre los pináculos góticos de la Grand Place por la que cruza un funcionario comunitario de piel lechosa y cabello pajizo? En Bélgica la vida es un oxímoron.

Quizás muchos no entiendan lo que quiero decir o no vean qué tiene que ver todo esto con lo anterior. Tiene que ver y mucho. Quien tenga ojos para ver u oídos para escuchar, seguro que me ha entendido. Lo aprendí en el estudio de mi amigo Fernando, un artista integral, renacentista.

Tengo un amigo canario, Fernando Álamo, que es un gran pintor y un hombre renacentista. Ello no es ninguna boutade, ni ningún halago. Ser renacentista implica un ejercicio diario del duro y continuado cultivo de la mente y el cuerpo. Es el intento de ser alguien que aspira a la perfección sabiendo que nunca la va a alcanzar. Y ello es muy desalentador. El hombre inserto es la esfera perfecta.

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