Los lirios de Astarté
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Los clavos de la victoria
Un 6 de septiembre de 1522 se avistaba desde el puerto de Sanlúcar de Barrameda la nao Victoria. Son los primeros humanos en completar una vuelta al mundo
Un pequeño bote de plástico guarda algunas decenas de clavo de olor. Junto a la pimienta, la canela o la nuez moscada, forma parte del álbum sensorial que me lleva a mi madre y sus prodigiosas manos en la cocina.
Las ordeno en el especiero y pienso que, en lo humilde de su apariencia, conforman un curioso y extraordinario vestigio histórico.
Objeto de deseo de imperios, la búsqueda de las islas donde crecían las cotizadísimas especias devino en una proeza que cambió el mundo conocido hasta entonces.
Un 6 de septiembre de 1522 se avistaba desde el puerto de Sanlúcar de Barrameda la nao Victoria. Maltrecha, cargada de cajas con clavos de olor y con dieciocho hombres “flacos como jamás hombres estuvieron”, que declararía Elcano en su relato, son los primeros humanos en completar una vuelta al mundo. Allí, pisando la bendita tierra sanluqueña, se saben protagonistas de una hazaña, una proeza, una locura.
Aventureros, buscadores de fama y fortuna, marineros experimentados, jóvenes en formación, en todos los casos, hombres hechos de una pasta especial, la de quienes utilizaban el código del honor y el compromiso, el deber y la responsabilidad, y una capacidad de sacrificio que cuesta entender en la era de realities en islas exóticas con supervivientes de currículum trasnochado.
Españoles, italianos, portugueses, franceses, griegos acudiendo a la llamada de Magallanes y una expedición que buscaba llegar, en una nueva ruta por el oeste, a Las Molucas, el paraíso de las especias. Los hermanos del sur de Europa unidos en un “sujétame el cubata” de manual a bordo de las cinco naves: Trinidad, San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago.
Magallanes y Elcano le ponen nombre a la gesta, con todo merecimiento, aunque, desde la sombra que la Historia reserva para las medallas de plata, Gonzalo Gómez de Espinosa completa el trío de protagonistas. Capitán general de la expedición tras la muerte de Magallanes en Mactán, Gómez de Espinosa quedó unido a la suerte de La Trinidad, la nave capitana que hubo de quedarse en Tidore por avería y renunciar a la gloria que el destino y la Historia habían reservado para la Victoria.
Detrás de los doscientos cuarenta y cuatro valientes, sus familias. Madres, hijos, nacidos y por nacer, hermanas, esposas que esperaban en tierra noticias de sus hombres. Las afortunadas, en menor número, conseguirían volver a abrazarlos. La mayoría no tuvo más consuelo que el pago del sueldo póstumo y con muchas fatiguitas para cobrarlo.
La memoria de los siglos retuvo los nombres de los dieciocho héroes de la Victoria, pero olvidó el de aquellos que penosamente regresaron años después a España y el de las vidas arrebatadas por el hambre, la enfermedad, los combates o la soledad y la miseria de una cárcel portuguesa en el Índico.
Muchos de ellos se postraron ante la Virgen de la Antigua de la Catedral de Sevilla rogando protección y buena fortuna ante aquel viaje a lo desconocido. Tres años después, el ocho de septiembre de 1522, volverían a postrarse ante ella los dieciocho de la Victoria, acumulando siglos en las arrugas de unos ojos que debieron ver y llorar como para varias vidas.
Ante otra Victoria, Virgen, Madre y madrina en un convento trianero ya desaparecido cerca del puerto de las Mulas, Magallanes recibió las banderas que habían de ondear en las cinco naos. Ante ella rezaron los que partieron y los que volvieron. Cirios en mano. Gracias virgencita. Por mí primero y por todos mis compañeros. Por los clavos de Las Molucas.
“Mas sabera tu Alta Magestad, lo que en más avemos de estimar y tener es que hemos descubierto y redondeado toda la redondeza del mundo, yendo por el occidente y viniendo por el oriente”. Le quedaron fuerzas a Elcano al llegar a Sanlúcar para escribirle a Carlos V y contarle que habían hecho algo muy gordo. Después de perder cuatro naves, sin más comida que llevarse a la boca que un cazo de arroz hervido con agua de mar, evitando rutas y costas portuguesas pagando el precio del hambre, habían constatado con su propia supervivencia lo que Copérnico había teorizado en su proyección de la esfericidad de la Tierra.
El mundo tras la primera circunnavegación del planeta ya no sería el mismo. Se culminaba de algún modo una era en la que españoles y portugueses se habían lanzado a la conquista de los mares del planeta azul. Pero, sobre todo, sería el comienzo de una red de intercambios entre continentes que sería el germen del mundo globalizado que hoy conocemos.
Hacía falta un cronista que, como en las películas de aventuras con final feliz, viviera para contarnos la gesta de aquellos héroes. Tuvo que ser un italiano, Antonio Pigafetta, el que, milagrosamente, consiguiera llegar a Sanlúcar con su cuaderno. La Historia siempre guarda un buen asiento a un italiano.
Junto a Pigafetta y el resto de tripulantes de las cinco naos aventureras, nos llega este septiembre de reencuentros, de cinco siglos con olor a nuez moscada, canela y clavo.
Los clavos de la Victoria.
Un pequeño bote de plástico guarda algunas decenas de clavo de olor. Junto a la pimienta, la canela o la nuez moscada, forma parte del álbum sensorial que me lleva a mi madre y sus prodigiosas manos en la cocina.