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Los lirios de Astarté
Por
De armarios, baúles e Inmaculadas
¿Se han enterado ustedes del año o les ha pasado como a mí y no se han visto venir los anuncios de turrones y perfumes franceses?
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Pues ya estamos en diciembre.
¿Se han enterado ustedes del año o les ha pasado como a mí y no se han visto venir los anuncios de turrones y perfumes franceses?
¿Siguen durando las horas sesenta minutos? ¿Nos están metiendo la mano también en la cartera del tiempo vital? Ahora lo ves, ahora no lo ves.
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Diciembre tiene otra medida del tiempo, da de sí lo que quieran los grandes almacenes y los bares de copas tras histriónicas comidas navideñas.
Y a las puertas del puente de la Inmaculada, que es nuestro armario de las Crónicas de Narnia particular, ahí se entra y parece que no se va a salir nunca, les invito a pintar el sábado de celeste y blanco mientras les cuento la historia de una muchacha portuguesa, que no es la María de Carlos Cano, que ni se llamaba María, ni era portuguesa.
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Beatriz de Silva sí lo era. La historiografía moderna señala su nacimiento hacia 1437 en el Alentejo portugués, en el seno de una familia perteneciente a la nobleza y emparentada con las familias reales de Portugal y Castilla.
Siendo una más que atractiva joven de veintidós años, entró a formar parte del cortejo de doncellas que acompañaban desde Portugal a la princesa Isabel que enfilaba el camino hacia Castilla para casarse con el rey Juan II.
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Yo me imagino siempre estas historias con actores del Hollywood de los años dorados. Olivia de Havilland como la guapísima y candorosa Beatriz de Silva que sufre los celos enfermizos de la reina Isabel, una Lana Turner que sufre un arrebato de locura porque entiende que la doncella y su marido, un rey castellano encarnado por Mel Ferrer, se cruzan miraditas que duran más de lo debido. En un dédalo de cables pelados, la reina encierra a Beatriz en un baúl bajo llave durante varios días, sin comida ni bebida. Un tío de la pobre doncella da la voz de alarma y consiguen liberarla.
Durante su encierro claustrofóbico a Beatriz se le aparece la Virgen. No temas, saldrás de aquí con vida y fundarás una orden que proclame que fui concebida sin pecado original.
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En aquella visión la Virgen aparecía vestida con una túnica blanca y un manto celeste. Es la primera referencia que tenemos de los colores inmaculistas.
Después de la experiencia, la pobre Beatriz puso pies en polvorosa y se retiró a un monasterio toledano donde, paradójicamente, iría a visitarla años después la reina Isabel la Católica, hija de aquella que la encerrara en el baúl de la visión divina.
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Isabel le donaría terrenos para ayudarla a cumplir la promesa hecha a la Virgen de fundar una orden femenina. Moriría Beatriz poco antes de ver aprobadas las reglas de la orden, de las concepcionistas que visten el hábito blanco y celeste.
Un siglo y medio después, Francisco Pacheco, discreto pintor, mejor maestro y persona, excepcional teórico, escribiría su tratado póstumo Arte de la pintura (1649) y en él sentaría muchas de las bases iconográficas que tomarán artistas como Murillo, Zurbarán, Velázquez o Alonso Cano a la hora de representar a la Virgen de la Inmaculada Concepción.
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A la visión de nuestra Beatriz de Silva se añadirían elementos del Apocalipsis, cap. 12.
Escribe así Pacheco, pluma en mano en su taller de la calle Trajano: “Hase de pintar, pues, en este aseadísimo misterio, esta Señora en la flor de su edad, de doce a trece años, hermosísima niña, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísima y rosadas mejillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro; en fin, cuanto fuere posible al humano pincel… Hase de pintar con túnica blanca y manto azul… vestida de sol, un sol ovado de ocre y blanco, que cerque toda la imagen, unido dulcemente con el cielo; coronada de estrellas; doce estrellas compartidas en un círculo claro entre resplandores, sirviendo de punto la sagrada frente… Una corona imperial adorne su cabeza que no cubra las estrellas; debajo de los pies, la luna que, aunque es un globo sólido, tomo licencia para hacerlo claro, transparente sobre los países; por lo alto, más clara y visible, la media luna con las puntas abajo”
En fin, cuanto fuere posible al humano pincel… qué señor más extraordinario este Pacheco teórico.
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Tomaron buena nota sus discípulos dejando un extenso repertorio de Inmaculadas, niñas de ojos insondables, puras y virginales, vaporosas y ascendentes, ingrávidas y sutiles, divinas de humano pincel.
Azul y blanco en estas tardes menguantes donde una Inmaculada pétrea parece una estampa pegada en el álbum del cielo que cubre la Plaza del Triunfo en Sevilla. El escultor Lorenzo Coullaut Valera la esculpió tomando como modelo aquella que pintó Murillo para el Hospital de los Venerables, aquella que se llevó Soult por su cara bonita, la de la Inmaculada, digo, y que volvió a España envuelta en un intrincado juego de intereses políticos entre Franco y el mariscal Pétain.
Pero nunca volvió a su casa.
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Es por ello que esta que se eleva ante la muralla del Real Alcázar se me antoja reivindicativa, preguntando por su hermana la del Prado, y me paro entre turistas y coches de caballos para mirarla, y le pinto el manto del celeste de la Virgen que se le apareció a Beatriz con los humanos pinceles de Pacheco.
Llega el puente, empiezan los días de medidas caprichosas, nos metemos en el armario de Narnia, vorágine de papel de celofán, encomiéndense a la Inmaculada y sálvese quien pueda.
Pues ya estamos en diciembre.