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Los lirios de Astarté
Por
Espada, orbe y coraza
Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo. Salvo si eres rey y santo. O sea, si eres Fernando III de León y Castilla
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Llévame esta noche a San Fernando, iremos un ratito a pie y otro caminando… Manolo García le pone la banda sonora a la historia que les escribo en una noche de oscuridad profunda y que ustedes leerán, espero, en una esplendorosa mañana de sábado.
Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo. Salvo si eres rey y santo. O sea, si eres Fernando III de León y Castilla.
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Con su mano derecha empuña la Lobera, la espada que, cuenta la tradición, debía acompañarle en las campañas militares que le llevaron a recuperar para el occidente cristiano el Valle del Guadalquivir. Sobre la mano izquierda, el orbe, símbolo de su poder terrenal y su misión conquistadora. Es un rey medieval, pero viste como un Austria, de los mayores, claro, los jefazos. Corona regia, gola bajo la barba oscura y cerrada. Un suntuoso manto de armiño con las armas de Castilla en la cara exterior cubre una soberbia coraza de metal y unas calzas bordadas en oro. Las piernas, enjutas, se enfundan en unas medias blancas. El pie derecho se adelanta y luce un lujoso mocasín perlado.
A sus pies, tres turbantes y distintos útiles militares nos hablan del enemigo derrotado.
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A espaldas del rey, envuelto en una nebulosa de ocres, Jaén. Sobre el fondo se recorta el castillo de Santa Catalina y en la ladera del monte se derrama la ciudad conquistada.
Un rompimiento de gloria repleto de ángeles enmarca la figura de un rey que mira al cielo. Flores, palmas, laurel. Gloria al Rey Santo.
Así lo pintó Valdés Leal tras recibir el encargo de dos canónigos de la Catedral de Jaén que se dieron un paseo hasta Sevilla para buscar al artista que diera vida con sus pinceles al rey. El imponente lienzo debía presidir el retablo dedicado al monarca en la hermosísima Catedral jiennense.
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El mismo viaje de aquellos dos clérigos, lo hizo esta obra para formar parte de la exposición antológica que el Museo de Bellas Artes de Sevilla ha dedicado recientemente a Valdés Leal en el cuarto centenario de su nacimiento.
Con los pies clavados al suelo, no pude más que desconectar del mundo visible en torno a mí y perderme en la contemplación de la portentosa obra de Valdés. Entorné los ojos ante el brillo de la coraza. Adiviné el tacto extremadamente suave del armiño. Sentí el acero frío de Lobera en la palma de mi mano. Y descubrí las huellas de una vida marcada por un destino trascendente, en la mirada de un hombre convertido en santo.
No fue Valdés Leal el primero que llevó a un lienzo la figura de Fernando III.
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Dos años antes, en abril de 1671, el Cabildo de la Catedral de Sevilla hace posible que un pintor y un escultor, Murillo y Pedro Roldán, contemplen el cuerpo incorrupto del rey santo que se custodia en la seo hispalense. El motivo no es otro que el de encargarles sendos retratos del monarca de cara a las fiestas que se celebrarían en la ciudad por su canonización.
La aportación de Murillo será fundamental para configurar la iconografía del rey, al que retrató en más de una ocasión.
El San Fernando murillesco que les muestro, es más santo que conquistador. También el armiño cubre una lustrosa coraza militar, también empuña al cielo la Lobera (espada que se conserva como reliquia en la Capilla Real de la Catedral hispalense), también sujeta un orbe, pero uno azul como símbolo de santidad. De una cadena de eslabones dorados cuelga una medalla de la Virgen de los Reyes, su gran devoción. Corona, nimbo y toda la santidad en sus ojos elevados hacia la luz celestial que inunda la escena desde el ángulo izquierdo. Un icono. Un cartel de cine. Un Robert Taylor medieval en una superproducción de los 50.
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No es blasfemia, es admiración por el retratado y el artista.
El taller de Roldán lo llevó a la tridimensionalidad. Trescientos sesenta grados de santidad en madera. La espada, el orbe y la coraza. La mirada al cielo. Roldán, con la intervención de su hija Luisa, le quitó la capa y le puso una perilla donjuanesca. Hechuras resultonas.
Pero bien sabía Roldán que a la madera le infunde vida la policromía y, para ello, acudió al taller de Valdés Leal, colega y socio en distintos encargos de renombre.
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No fue Valdés el encargado de policromar la escultura, sino su hija Luisa Rafaela de Valdés Morales. Dieciséis añitos tenía la criatura. Cuenta la leyenda que andaba maluscona con fiebres muy altas mientras trabajaba en el encargo. Al terminarlo, y habiéndose Luisa encomendado al rey, sanó de forma repentina y milagrosa. La artista convirtió la madera en piel, metal y cuero. Me pregunto: ¿Quién dio vida a quién?
Tres iconos, cinco artistas y un rey.
Santo y seña.
Treinta de mayo. Hasta el cuarenta con sayo.
Llévame esta noche a San Fernando, iremos un ratito a pie y otro caminando… Manolo García le pone la banda sonora a la historia que les escribo en una noche de oscuridad profunda y que ustedes leerán, espero, en una esplendorosa mañana de sábado.