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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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De forja, corazón y espíritu

El dolor de todos los amores imposibles del mundo se guarda tras sus enormes párpados caídos. La mirada de tristeza infinita de sus ojos entornados, se

Foto: El lienzo de 'Los amantes de Teruel', en una fotografía de 2009 en El Prado. (EFE/Fernando Alvarado)
El lienzo de 'Los amantes de Teruel', en una fotografía de 2009 en El Prado. (EFE/Fernando Alvarado)
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El dolor de todos los amores imposibles del mundo se guarda tras sus enormes párpados caídos. La mirada de tristeza infinita de sus ojos entornados, se fija en uno de los reflejos nacarados de su traje de novia. Cruza las manos sobre el regazo y de sus labios carnosos ha debido escaparse algún suspiro de desesperada resignación. No es el estado de ánimo que se le supone a una mujer enamorada el día de su boda, pero es que Isabel de Segura no quiere esa boda, no quiere ese vestido, no quiere perlas, ni flores, ni velos sobre sus rizos negros. Isabel tiene un amor que no es quien la espera en el altar al que va obligada por su padre. Su corazón ya voló junto a don Diego de Marsilla, un noble venido a menos que había partido en busca de una fortuna que le hiciera digno de su amor a ojos de un padre intransigente. "Todo lo que termina, termina mal" canta Andrés Calamaro en una canción que imagino sonando de fondo como spoiler sonoro de esta historia en óleo sobre lienzo.

Si por algo es un arte mayor la pintura, es porque tiene la capacidad de transmutar la materia en alma. Así lo hizo el pintor valenciano, y malagueño de adopción, Antonio Muñoz Degrain al retratar en este bellísimo estudio la pena negra de la protagonista femenina de Los amantes de Teruel, una de las obras cumbres de la pintura de historia en España. Se cumplen en este dos mil veinticuatro, cien años de la muerte del extraordinario pintor nacido en la capital del Turia y que terminó echando raíces en Málaga, ciudad en la que cerró sus ojos al mundo y en la que ejerció una profunda influencia artística y docente.

Hijo de un relojero empeñado en que su hijo estudiara arquitectura, el adolescente Antonio tenía tan claras sus ideas, tan marcada su vocación artística, que entre los doce y los diecisiete años se estuvo formando en la Academia de San Carlos de Valencia, donde ya dejó muestras de su talento y de su personalidad exaltada y arrolladora, un carácter enérgico que le llevó con quince años a emprender un viaje a Roma andando y sin apenas dinero. No sabemos si llegó, pero la aventura emprendida por este quinceañero apasionado nos da muestras de su determinación y objetivo en la vida, algo que trasladará irremediablemente a su obra.

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Aunque formado junto al pintor Rafael Montesinos, él siempre se consideró esencialmente autodidacta. Como todos los artistas decimonónicos, participó en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, certámenes cuyos premios y reconocimientos suponían un espaldarazo a la proyección del artista. La primera medalla la conseguirá Muñoz Degrain en el certamen de 1881 con la obra Otelo y Desdémona, un premio que llevó asociada una pensión del gobierno de la época para viajar a Roma, aquel ansiado viaje que le llevaría también a visitar la Toscana y Venecia. Pero una década antes de este reconocimiento, el artista valenciano ya había tenido un contacto con Málaga que, a la postre, resultaría trascendental en su vida personal y académica.

En 1870 había sido llamado por su inseparable amigo, también valenciano, Bernardo Ferrándiz, que ejercía en Málaga la cátedra de Colorido y Composición de la Escuela de Bellas Artes de San Telmo, para decorar el techo del recién levantado Teatro Cervantes de la capital malagueña. Y ahí empezó su historia de arraigo con la ciudad en la que se casó, en la que tuvo a su único hijo y que le acogió como un malagueño más. Aquí impartió clases en la Escuela de San Telmo sustituyendo a su amigo Ferrándiz, siendo profesor de toda una generación de artistas, destacando entre ellos un jovencísimo Pablo Ruiz Picasso al que no pudo meter en cintura porque sus lenguajes artísticos eran demasiado distintos. Picasso, desmotivado, acabaría yéndose a Barcelona y el resto de su historia ya la conocemos.

De la estancia de Muñoz Degrain en Roma nace la que es considerada su obra maestra, la ya citada 'Los amantes de Teruel'

De la estancia de Muñoz Degrain en Roma nace la que es considerada su obra maestra, la ya citada Los amantes de Teruel, expuesta en el Museo del Prado y ante la que una, apóstola del romanticismo, se queda con el corazón suspendido por la emoción.

Degraín, si destaca de forma sobresaliente, además de su producción historicista, es en el paisaje. Había conseguido por concurso la Cátedra de Paisaje de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando tras la jubilación de Carlos de Haes, el belga que había sido el padre de la pintura española al aire libre. Muñoz Degrain siempre había sentido predilección por el género del paisaje, un género que está en boga a partir del siglo XIX y del que él será un renovador absoluto, abriendo nuevos caminos que le acercan al simbolismo, al exotismo y al orientalismo. Todo esto se traduce en una abundante producción en la que el dibujo, descuidado, queda relegado a un segundo plano en favor del color, un color exaltado, como su alma, vigoroso, por momentos estridente y violento, expresivo, asombrosamente contemporáneo, y con una técnica de aplicación libre, suelta, empastada, con tintes expresionistas y, en algunas obras, casi rozando la abstracción. Tan moderno siendo él tan académico convencido.

Moderno y generoso

Moderno y generoso. En la última etapa de su vida, en un contexto en el que se están configurando los modernos Museos de Bellas Artes, Muñoz Degrain decide donar parte de sus obras a los museos de sus dos ciudades amadas, Valencia y Málaga. De la donación realizada al museo malagueño, que supone el germen de la colección más importante de la institución, destaca de forma muy significativa la obra Ecos de Roncesvalles, ya que supone el punto de inflexión que separa su producción historicista de su última etapa pictórica marcada por una fantasía creativa al servicio de la literatura épica. El paisaje que inspira esta escena es el desfiladero de los Gaitanes, el cañón excavado por el Guadalhorce en el término municipal de Álora que sirvió de inspiración para varios paisajistas españoles, entre ellos Degrain, que lo utilizó para recrear los efectos de la batalla con el ejército de Carlomagno. Las pinceladas largas y nerviosas, los ocres, tierras y grises contrastan con el blanco de unas nubes que envuelven la escena en un ambiente frío y desolador. Es un paisaje inhóspito, casi fantasmagórico, de una acusada verticalidad y en el que las luces y las sombras en fuerte contraste modelan las formas escarpadas de la roca. Un paisaje que se vuelve inolvidable para quien lo contempla en la sala del museo malagueño.

El 12 de octubre de 1924, Antonio Muñoz Degrain expiraba en Málaga. Cien años después, en sus obras sigue palpitando el carácter de forja apasionada, de corazón exaltado y espíritu romántico, de aquel chaval de quince años que soñó con llegar andando a Roma.

El dolor de todos los amores imposibles del mundo se guarda tras sus enormes párpados caídos. La mirada de tristeza infinita de sus ojos entornados, se fija en uno de los reflejos nacarados de su traje de novia. Cruza las manos sobre el regazo y de sus labios carnosos ha debido escaparse algún suspiro de desesperada resignación. No es el estado de ánimo que se le supone a una mujer enamorada el día de su boda, pero es que Isabel de Segura no quiere esa boda, no quiere ese vestido, no quiere perlas, ni flores, ni velos sobre sus rizos negros. Isabel tiene un amor que no es quien la espera en el altar al que va obligada por su padre. Su corazón ya voló junto a don Diego de Marsilla, un noble venido a menos que había partido en busca de una fortuna que le hiciera digno de su amor a ojos de un padre intransigente. "Todo lo que termina, termina mal" canta Andrés Calamaro en una canción que imagino sonando de fondo como spoiler sonoro de esta historia en óleo sobre lienzo.

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