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Plácido Fajardo

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Es ambición, no codicia

La codicia es un antivalor, es el deseo excesivo y egoísta de obtener riqueza, poder o cualquier otro recurso sin importar las consecuencias para los demás

Foto: Foto: EFE/Mauritz Antin.
Foto: EFE/Mauritz Antin.
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La ambición y la codicia son dos términos que a menudo se confunden, pero que tienen significados e implicaciones muy diferentes en el ámbito del liderazgo, particularmente en el empresarial. Hace unas semanas los ciudadanos asistíamos perplejos a descalificaciones dirigidas contra empresarios, a los que se imputaba la codicia como motor de sus actuaciones. Ambos casos, que están en la mente de todos, además de ser injustos y desproporcionados, suponen atropellos al lenguaje en el fondo y en la forma.

La codicia es un antivalor, es el deseo excesivo y egoísta de obtener riqueza, poder o cualquier otro recurso sin importar las consecuencias para los demás. Codiciar es desear algo con un anhelo malsano, de forma que se antepone su logro, ya sea material o inmaterial, a cualquier otra cosa, incluido el perjuicio ajeno. El codicioso busca ganar más continuamente, por encima de lo que sea, con actuaciones reprobables en un modus operandi contrario a la ética.

En el liderazgo empresarial, la codicia puede llevar a comportamientos condenables, como la explotación de empleados

A los codiciosos se les reconoce a la legua, generan profundo rechazo y quedan marcados como personas de ambición desmedida a las que mejor no acercarse demasiado. No es fácil que puedan crear y desarrollar un gran valor a su alrededor del que participen otros. Su motivación es individual, no colectiva. No les interesa el beneficio mutuo, sino el propio, ni el bien común, sino el particular. Miran más el corto plazo de ganancia rápida que el largo. En el liderazgo empresarial, la codicia es insolidaria per se y puede llevar a comportamientos condenables, como la explotación de los empleados, el fraude fiscal o la degradación del medio ambiente.

Foto: Gary Hamel, durante su exposición en el Wobi. (J. Corbacho)

Quienes crean y desarrollan empresas hasta convertirlas en gigantes con el paso de los años, dudo mucho que tengan como exclusiva motivación la del beneficio propio. Sus valores trascienden con mucho la ganancia individual. Lo que vemos cada día en nuestro trabajo con directivos y empresarios —sobre todo los que han levantado notables empresas familiares—, son unas motivaciones que van mucho más allá. Crear empleo, crecer y desarrollarse, invertir, generar riqueza a su alrededor e impactar positivamente en la comunidad son aspiraciones habituales de quienes levantan este tipo de imperios. Arriesgar el patrimonio personal, sufrir reveses gordos, sacrificar la vida privada, perder el sueño, soportar la presión y el estrés son situaciones consustanciales al emprendimiento de verdad, ese que consigue crear valor, riqueza y bienestar gracias a la tenacidad y el esfuerzo.

Y el fruto que se genera gracias a ese pundonor es compartido por docenas de miles de personas en distinta medida, ya sean empleados, proveedores, clientes, accionistas —en su caso— y la sociedad en su conjunto de alguna manera. Todo esto no se hace por codicia, sino por ambición, que es algo bien distinto.

El sentido del deber es fundamental para el desarrollo y la madurez de las personas, para su formación integral

La ambición ha tenido tradicionalmente mala fama en nuestra sociedad, al asociarla, por error, a la avaricia o incluso a la codicia. Tildar a alguien de ambicioso tiene asociada una connotación negativa, al presuponer indebidamente que toda ambición se muestra por su exceso. Craso error. La ambición, en su justa medida, es la fuerza que mueve a quienes desean alcanzar logros relevantes, la que empuja a mejorar continuamente, a crecer o a innovar, a ir más allá. También es la que nos ayuda a superar obstáculos y adversidades. "La ambición y el amor son las alas de las grandes acciones", decía Goethe.

Foto: Foto: Pixabay/StockSnap. Opinión
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La ambición está sustentada por dos elementos, por un lado, la motivación —quiero hacer algo porque me gusta—, y por otro el deber —tengo que hacerlo porque debo—. Esto del deber, al igual que el esfuerzo, está en horas bajas. Parece que todas las cosas deberían poder hacerse solo a base de motivación, que es mucho más guay. O sea, si no me motiva, no lo hago. Pero en el trabajo, como en la vida, bien sabemos que no es así. El sentido del deber es fundamental para el desarrollo y la madurez de las personas, para su formación integral. La mayoría de los creadores de empresas son muy conscientes de lo que significa el cumplimiento de sus obligaciones, las que les permiten alcanzar un fin que trasciende al simple hecho de ganar más dinero a título individual. Decía Bill Gates que su ambición fue siempre hacer realizables los sueños, y a fe que lo consiguió. El dinero viene después, como una consecuencia.

La ambición sana, la que es compatible con el respeto a las personas y la ética, es la que hace moverse al mundo en la dirección correcta

Cuánto necesitamos elevar la dosis de ambición colectiva en nuestra sociedad, en nuestras organizaciones, en nuestras comunidades. Promover las bondades de establecerse retos y aspirar a ellos debería de ser una asignatura obligada. Y es más cuestión de esfuerzo que de talento. Quienes son capaces de crear esa riqueza a su alrededor, dejándose tantas cosas en el camino, tendrían que ser un ejemplo para todos y merecerían todo nuestro reconocimiento y admiración. La ambición sana, la que es compatible con el respeto a las personas, la ética y la colaboración, es la que hace moverse al mundo en la dirección correcta. Por el contrario, del conformismo y la comodidad nunca surgió nada que cambiara el curso de la historia.

La ambición y la codicia son dos términos que a menudo se confunden, pero que tienen significados e implicaciones muy diferentes en el ámbito del liderazgo, particularmente en el empresarial. Hace unas semanas los ciudadanos asistíamos perplejos a descalificaciones dirigidas contra empresarios, a los que se imputaba la codicia como motor de sus actuaciones. Ambos casos, que están en la mente de todos, además de ser injustos y desproporcionados, suponen atropellos al lenguaje en el fondo y en la forma.

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