Apuntes de liderazgo
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La renuncia silenciosa y los zombis
La que se llamó "gran renuncia", consistente en el deseo de marcharse del trabajo, expresado por una gran mayoría de empleados, ha quedado atrás. Solo lo hicieron una pequeña parte de los que lo deseaban
Me interesó leerlo en uno de esos sesudos informes de consultoras de prestigio, acompañado de gráficos y datos, que solo por su formato ya generan credibilidad. El estudio versaba sobre la evolución del compromiso y la vinculación de los empleados a sus organizaciones. La que se llamó “gran renuncia”, consistente en el deseo de marcharse de su trabajo, expresado por una gran mayoría de empleados, ha quedado atrás. Solo lo hicieron una pequeña parte de los que lo deseaban. En parte es lógico, si vemos cómo las vacantes se han reducido, y con ello los sitios a donde ir.
Sin embargo, en muchos de los que se han quedado, sus ganas de irse permanecen intactas. El descontento y el desenganche emocional hace que la anunciada renuncia no se materialice en la realidad, pero sí en el deseo. Me quedo porque no me queda más remedio, pero mi cabeza y mi motivación están en otro sitio, aunque no sepa muy bien en cuál. Es lo que se llama la renuncia silenciosa o quiet quitting, que ha sustituido a aquel teórico éxodo masivo preconizado de forma agorera tras la pandemia, que no ha sido tal.
Esta situación me recuerda a una frase de un singular jefe inglés que tuve en mis tiempos en Recursos Humanos. Cuando hablábamos de retener a algún directivo que había decidido marcharse, decía “cuando la cabeza se ha ido, el cuerpo se va detrás”. Desde entonces, después de un montón de situaciones vividas, no creo en la retención forzada cuando la decisión de irse se ha tomado. Siempre pasa factura. Si se aborda con más dinero, significa que antes lo hemos escatimado. Y si se hace con promoción, aún peor: por qué se ha esperado a recibir la amenaza de una renuncia para hacerla. Creo mucho más en la fidelización, que es la que realmente consigue que no sea necesario retener.
Pues bien, coincidiendo con esta etapa que vivimos de hipotéticas renuncias sonadas, merece la pena pararse a pensar en ese colectivo que todas las organizaciones tienen, formado por quienes saldrían corriendo mañana mismo si pudieran, si tuvieran a dónde ir. El estudio de McKinsey al que me estoy refiriendo se refiere a una investigación de la Universidad de Essex, que cifra en el 26% aquellas personas que manifiestan querer cambiar de trabajo en Reino Unido. Y el 19% que, a su vez, ya querían marcharse, según la encuesta anterior, hace tres años, pero siguen sin hacerlo.
Un 26% de personas manifiesta querer cambiar de trabajo en Reino Unido. El 19% ya quería marcharse hace tres años, pero sigue sin hacerlo
Estos son los quiet quitters, renunciantes silenciosos, que ya afirmaron estar desenganchados mentalmente hace un tiempo, pero siguen en sus puestos. Probablemente, son personas que tienen su cabeza en otro sitio, aunque su cuerpo vaya cada día a la oficina, hasta que pueda marcharse y acompañar a la cabeza. Un tercio de ellos se declara actualmente insatisfecho o neutro, no solo con su trabajo sino, lo que es peor, con su vida en general, según la encuesta citada. La bajada de rendimiento de estas personas es apreciable en la mayoría de los casos, con un coste sensible para la organización, no solo económico —un 4% de la masa salarial, según dicho estudio— sino también ambiental.
Algunos de estos casos me recordaban a la figura de los zombis, uno de los cuatro grupos de individuos en las organizaciones, según la clasificación que hacía Eric Sinoway en un curioso blog de la Harvard Business Review. El autor aludía a su admirado profesor de Harvard, Howard Stevenson, que destacaba la importancia de la cultura organizativa por encima de la estrategia, y la necesidad de apartar de ella a quienes la dañaran.
Eso es lo que hacen los apodados zombis que, con un desempeño mediocre, muestran un comportamiento desalineado con el propósito y la cultura de la organización. Su desenganche es ostensible, se vuelven críticos y sarcásticos o vagan como alma en pena quejándose de esto y aquello. Carecen de credibilidad y no aportan casi nada positivo a la organización. Son un mal ejemplo, una especie que debería estar en extinción allí donde la padecen. Aunque a veces no es fácil acabar con ellos, protegidos por apoyos tan inconfesables como incomprensibles.
Su desenganche es ostensible, se vuelven críticos y sarcásticos o vagan como alma en pena quejándose. Carecen de credibilidad y no aportan
¿Qué hacer ante estas situaciones? Frente a los zombis, si no hay posibilidad de conversión, lo mejor es darles salida cuanto antes. Pero, a los renunciantes silenciosos —quiet quitters—, merecería la pena intentar recuperarlos. Ante todo, escucharlos, entender sus inquietudes y los motivos de su desenganche. Luego, hacerles sentir las dos palancas de la motivación: la sensación de reto y la sensación de logro, porque ambas son fundamentales. Movilizarles asignándoles retos alcanzables. Y reconocerles después su aportación, haciéndoles sentirse valorados. Por último, aprovechar sus capacidades ubicándoles en posiciones acordes a ellas, que les permitan aprender, desarrollarse y crecer.
Estas últimas son recetas de validez universal para lograr el alto rendimiento de las personas. Y están especialmente indicadas para quienes se han quedado atrás, a veces un poco olvidados, teniendo todos los requisitos para estar delante.
Me interesó leerlo en uno de esos sesudos informes de consultoras de prestigio, acompañado de gráficos y datos, que solo por su formato ya generan credibilidad. El estudio versaba sobre la evolución del compromiso y la vinculación de los empleados a sus organizaciones. La que se llamó “gran renuncia”, consistente en el deseo de marcharse de su trabajo, expresado por una gran mayoría de empleados, ha quedado atrás. Solo lo hicieron una pequeña parte de los que lo deseaban. En parte es lógico, si vemos cómo las vacantes se han reducido, y con ello los sitios a donde ir.
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