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Confidencias Catalanas
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¿Qué hacer tras el 11 de septiembre?
Los que esperaban que la inesperada confesión de Jordi Pujol comportara el fin (o el inicio del fin) del tsunami habrán constatado, tras la manifestación del
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Los que esperaban que la inesperada confesión de Jordi Pujol comportara el fin (o el inicio del fin) del tsunami habrán constatado, tras la manifestación del pasado jueves 11 de septiembre, que no ha sido así. El ayuntamiento de Barcelona habla de 1,8 millones; la delegación del Gobierno los reduce a algo más de medio millón. Dividiendo por dos la cifra del ayuntamiento y multiplicando también por dos los de la delegación (un método tosco pero quizás sensato) nos encontramos con algo más de 900.000 manifestantes. Una movilización tan fuerte tres años seguidos es algo que sería estúpido ignorar, ningunear o no tener en cuenta.
El primer año se pudo pensar que era un movimiento de protesta indefinido y quizás pasajero. Pero el 2013 ya se vio que había detrás una fuerte asociación independentista (la ANC), prepolítica y transversal. Y este año se ha repetido el fenómeno con notable eficacia y espíritu festivo. Un destacado financiero –nada proclive al independentismo– me trasladaba el mismo viernes su sorpresa por la capacidad organizativa de la ANC ya que todos los manifestantes inscritos (más de 500.000) tenían un sitio y un color de camiseta (roja o amarilla) asignado.
La manifestación del 11 de septiembre ha vuelto a ser un éxito y una movilización tan fuerte tres años seguidos indica que el movimiento independentista –la desconexión con España de la que ha hablado Artur Mas este martes en el debate de política general y que sucede a la desafección de la que advirtió José Montilla– no es un fenómeno superficial y pasajero. Y así lo constatan las encuestas: casi un 70% de los catalanes quieren votar sobre su relación con España y los que aspiran a la independencia, que en el 2010 (antes de la sentencia del Estatut) no superaban el 20%, están ahora algo por encima del 40%. Claro que en la democracia lo decisivo son los resultados en las elecciones periódicas y las manifestaciones y las encuestas son sólo datos a tener muy en cuenta.
En base al éxito del pasado jueves, Artur Mas se ha podido presentar en el debate de política general como un líder respaldado y ha proclamado que el Estado español no podrá impedir que Cataluña exprese la respuesta a la doble pregunta sobre la consulta, cuya convocatoria firmará el viernes cuando el parlamento catalán apruebe la ley de consultas no referendarias.
Artur Mas ha venido a admitir (de forma oblicua) que seguramente la consulta no se podrá celebrar pero con cierta confusión expositiva (para no irritar a sus socios de ERC), o de hipocresía si lo prefieren, ha sugerido que sin consulta habrá elecciones anticipadas con una lista única nacionalista que propugne la independencia (formada como mínimo por CDC y ERC). Y es de suponer que cree que esa lista obtendría la mayoría absoluta en unas elecciones anticipadas a celebrar con cierta celeridad.
Artur Mas no ha renunciado pues a ganar (hay muchos catalanes independentistas, aunque obviamente fueron más los que no participaron en la manifestación) y cree que el independentismo será mayoritario en la consulta. O en unas elecciones anticipadas que el Gobierno español no podrá evitar.
Pero también es perdedor. Primero porque la consulta legal prometida no se va a poder celebrar, lo que frustrará –y puede enervar con Mas– a muchos de los manifestantes. Segundo, porque para la respuesta a la pregunta (que dice que es lo que los catalanes expresarán aunque no haya consulta) necesita el concurso de ERC en una lista conjunta que parece que Oriol Junqueras no desea. Tercero, porque en caso de que esa lista se presentara y ganara, Artur Mas quizás pasara a la historia, pero sería también el fin de CDC como partido dirigente de la política catalana. Y cuarto, porque después de ganar –suponiendo que ganara– habría que empezar una dura negociación. Sin ninguna garantía de éxito. Con algo más del 51% del parlamento se puede gobernar con comodidad. Otra cosa es cambiar el estatus de Cataluña y romper un estado de la Unión Europea.
El estatuto de Cataluña –el elaborado y pactado por los catalanes– dice que para modificarlo se necesita un respaldo del 66% de los diputados. ¿Se podría proclamar la independencia –y hacerla admitir por España y bendecirla por la Unión Europea– con un apoyo menor? Y si una mayoría del 51% no está garantizada, lo de las dos terceras partes… ¿Y si después, en las legislativas, Cataluña vota de forma diferente?
Además todo pasa por el mantenimiento de la alianza de CiU (sin ruptura de Duran i Lleida) y ERC en una lista independentista que, a juzgar por lo manifestado por Oriol Junqueras la mañana de ayer, es problemática. Junqueras llegó a afirmar que todas las encuestas les sitúan como primer partido y que si se incumple el pacto de poner las urnas el 9 de noviembre están dispuestos a intentar alcanzar esa mayoría. El mensaje a Mas es claro: si no hay urnas, no habrá lista conjunta y ERC intentará ganar las elecciones.
Artur Mas tiene razón en que una consulta ilegal –sin respetar el ordenamiento jurídico del Estado- no tendría la suficiente legitimidad (entre otras cosas porque los partidarios del ‘no’ seguramente se abstendrían). Pero Junqueras también tiene cierta razón moral (y es esa hoy la posición de la ANC) en que cuando Mas prometió la consulta legal ya se podía imaginar que el Estado español no la permitiría. Y Junqueras –la frialdad entre él y Mas fue ayer evidente– remachó el distanciamiento: cuando acordamos la pregunta ya sabíamos –ustedes también– que el Estado la intentaría impedir, y si ustedes no lo sabían no merecen la confianza de la gente.
El proceso todavía no se sabe cómo acaba. Mas acumula algunos puntos pero ya viene a admitir que ha perdido la batalla de la consulta. Y su sustitución por una lista conjunta con ERC en unas elecciones pretendidamente plebiscitarias es una aventura peligrosa, de desenlace incierto y que podría ser mortal para CiU y CDC.
Pero Rajoy tampoco ha ganado. Cierto que la consulta no se va a poder celebrar. Cierto que no ha cedido nada a Mas y que puede acabar derrotándole. Pero el precio a pagar al ignorar las demandas de Catalunya con su recurso al Constitucional (y con la más grave campaña contraria de agitación), ha sido alto. Muchos catalanes (se vio el día 11) han desconectado no solo del PP sino de España y el error de entonces no lo ha sabido enmendar o arreglar –parece que ni lo ha intentado– en sus más de dos años de gobierno.
España se encuentra ahora con un grave problema en Cataluña que no refuerza su prestigio como país. Y tener que recurrir a Europa para descalificar las demandas de una mayoría del parlamento catalán –cierto que inestable porque Duran no comulga con Mas-Junqueras y Mas-Duran no lo hacen con Junqueras– no deja de ser una humillación para el Estado español. Poco se puede levantar la voz en Bruselas o exigir a Merkel si al mismo tiempo se solicita su ayuda para contener las demandas del gobierno electo de Cataluña.
Rajoy puede haber ganado una batalla –la no celebración de la consulta– pero a un alto precio. Como Mas su éxito (por comprobar a medio plazo) comporta también un fracaso. España es hoy un país con una unidad y convivencia menos sólida que en el 2010 o en el 2011 cuando ganó las elecciones. Y las cosas no mejorarán si Mas fracasa con su intento de lista unitaria y ERC se convierte en el primer partido catalán.
Alguien sostiene que el inmovilismo de Rajoy es antipático pero necesario, ya que las exigencias de Mas han sido desmedidas y merecían un rechazo total. Admitiendo la premisa –ya muy discutible– el inmovilismo no se podía acompañar de una serie de agresiones morales a Cataluña como que el ministro Wert diga (a las pocas horas del fracaso de Mas en las elecciones del 2012) que había que “españolizar a los niños catalanes” (me recordó aquello de evangelizar a los negritos de mi infancia en los años cincuenta), o que el ministro Montoro amalgame la corrupción de Pujol con la de todo el nacionalismo, o incluso con Cataluña. O –más ridículo todavía- la prohibición de presentar un libro, que ha vendido más de 200.000 ejemplares en España, en el Instituto Cervantes de Utrecht.
El intento de solución más lógico y racional al conflicto sería olvidar la independencia, una aventura seguramente mala para Cataluña y España y que nos convertiría en un problema para toda Europa (ahí están las reacciones al referéndum escoces del establishment europeo y americano), y al mismo tiempo superar el inmovilismo, imposible de compaginar con el deseo de los ciudadanos catalanes tras la ruptura del pacto constitucional que representó la sentencia del Estatut. En ese asunto el catedrático andaluz de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo publicó un imprescindible artículo “Conflicto sin solución” en El Periódico de Cataluña del pasado sábado 13.
Pero esta tercera vía –que como dice Miquel Iceta es en realidad la primera porque se trataría de retomar el espíritu abierto de la Constitución del 78– tiene el grave inconveniente de que sus proponentes parlamentarios son los socialistas catalanes y españoles –en minoría– y que no se enfrentan a un futuro fracaso, como Rajoy y Mas, sino que lo arrastran como cruz sobre sus espaldas. En efecto, si los socialistas catalanes no hubieran errado en el Estatuto del 2006 y el presidente Zapatero se hubiera mantenido firme en el compromiso con el Estatuto corregido (Alfonso Guerra lo denominó “cepillado”) que pactó con Artur Mas y que aprobaron las Cortes españolas, hoy España sería más estable.
Es posible que aquel estatuto –incluso corregido- creara conflictos y problemas de interpretación pero en todo caso serían menos graves que los contenciosos actuales que se arrastran desde la sentencia (desde el 2010) y que, visto lo visto, no se van a resolver rápidamente porque ni el nacionalismo español (amparado en la Constitución del 78) ni el soberanismo catalán (apropiándose de la voluntad todavía no conocida de los catalanes) parece que vayan a poder imponer sus tesis a corto plazo.
El Estatuto del 2006 fue un intento de adaptar la relación España-Cataluña. Quizás era desacertado, pero el PP se equivocó al tumbarlo (recordemos que en el referéndum de ratificación los catalanes optaron por permanecer en España) y que fue tras la sentencia cuando nació el ‘derecho a decidir’. El gran error de Zapatero fue la incoherencia. En una operación de Estado –quizás equivocada si se carecía de la fuerza suficiente– el agente impulsor no puede comportarse después cual Poncio Pilatos lavándose las manos.
Hoy Pedro Sánchez y Miquel Iceta retoman el camino que ya emprendieron Rubalcaba y Pere Navarro. Tienen más credibilidad porque Sánchez es algo nuevo respecto al zapaterismo y porque Iceta intenta resucitar el catalanismo españolista del Pasqual Maragall de los JJ.OO. Pero es obvio que el PSC en Cataluña tiene todavía mucha cuesta por delante para recuperar algo del gran depósito de confianza que tenía con Felipe González y con el primer Zapatero (antes de Poncio Pilatos).
Aunque un factor nuevo y positivo es que ahora hay personalidades muy cualificadas y muy alejadas del socialismo, desde Miguel Herrero Rodríguez de Miñón y Antonio Garrigues a Duran i Lleida o el presidente de la patronal catalana Joaquim Gay de Montellà (que insistió ayer en Madrid) que creen que la posible solución es intentar la tercera vía.
Para salir de este impasse sería bueno que tanto el PP de Rajoy (amenazado en el 2006 por el aznarismo recalcitrante) como el nacionalismo catalán de Mas (que en el 2012 se lanzó a una apuesta aventurista) y la socialdemocracia del PSC y el PSOE (que comparten el fracaso de gestión del Estatuto del 2006) admitieran los errores recientes (y menos recientes) y asumieran que cualquier solución exige la cooperación de las tres partes (como mínimo).
No creo en el buenismo, pero sí en recuperar la inteligencia y el cálculo que hicieron posible el pacto constitucional de Fraga y Suárez con Gregorio Peces-Barba, Miquel Roca y Jordi Solé Tura (entonces no en el PSC sino en el PSUC).
Los que esperaban que la inesperada confesión de Jordi Pujol comportara el fin (o el inicio del fin) del tsunami habrán constatado, tras la manifestación del pasado jueves 11 de septiembre, que no ha sido así. El ayuntamiento de Barcelona habla de 1,8 millones; la delegación del Gobierno los reduce a algo más de medio millón. Dividiendo por dos la cifra del ayuntamiento y multiplicando también por dos los de la delegación (un método tosco pero quizás sensato) nos encontramos con algo más de 900.000 manifestantes. Una movilización tan fuerte tres años seguidos es algo que sería estúpido ignorar, ningunear o no tener en cuenta.