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El Madrid que se fue con las tortitas con nata
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Ángeles Caballero

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El Madrid que se fue con las tortitas con nata

Leo que cierra ahora el Vips de López de Hoyos. Un espacio gigante por el que pululé muchas sobremesas laborables antes de volver al trabajo

Foto: Foto: Grupo Vips.
Foto: Grupo Vips.

Era una noche cualquiera de 2005 y yo estaba condenada a repetir lo de las noches anteriores. Salí tarde de la redacción, tan tarde como el resto de mis compañeros, a los que el periódico nos pagaba un taxi para llegar a casa. Ese taxi recorría casi todo el paseo de la Castellana, a unas horas en que estaba lleno de gente en las terrazas. Yo miraba embelesada por la ventana, con una envidia atroz, a aquellos cuerpos que tenían pinta de oler bien y a aquellas caras con el iluminador recién repartido en las mejillas, dispuestos todos a gastar la noche que yo estaba deseando terminar.

Al abrir la puerta pasaría lo de siempre. El que me esperaba se habría cansado del sofá y descansaría en la cama que compartíamos desde hacía poco tiempo. La mesa estaría puesta con mi plato, una nota cariñosa sobre si el día había ido bien, el pijama, las pantuflas y las gafas para que yo hiciera el menor ruido posible. Mientras devoraba los restos de la cena, mi cabeza repetiría la misma moraleja: “Algo no va bien si mientras cenas está Buenafuente en la tele”.

Foto: La Gran Vía de Madrid en 2010 durante La Noche en Blanco (EFE)

Pero esa noche de 2005 salí con la mente calcinada y con ganas de quemarlo todo a mi alrededor. Mi rechazo a acabar la jornada cometiendo un delito hizo que mis huesos acabaran en el Vips del cruce de las calles Orense y Sor Ángela de la Cruz. Entré, me senté y solo acerté a decir: “Un 'gin tonic', por favor”. Fue mi cena de esa noche, la dieta de alguien que estaba tan echada a perder que se tomó una ginebra con tónica en el vaso en el que horas antes debieron servir una Fanta de naranja en un menú infantil. Sola, en aquella mesa enorme entera para mí. Era un cuadro de Hopper con ojeras y sin encanto alguno.

Poco tiempo después, conocería a mi mejor amiga, que desde entonces vive en Barcelona, pero que no perdona un Vips Club cuando el Ibex 35 le deja respirar y quitarse los tacones en cada viaje a Madrid. Pudiendo comerse unos níscalos en Sacha, ella aprovecha y engulle los tres pisos de pan de molde mientras repasa las noticias del corazón en su iPad o me manda un mensaje para recordarme lo feliz que es sentada en esos sillones de color rojo.

Para una muchacha periférica y acomplejada, ir a un Vips era un acto que me conectaba con una vida adulta, aspiracional y más interesante

Leo que cierra ahora el Vips de López de Hoyos. Un espacio gigante por el que pululé muchas sobremesas laborables antes de volver al trabajo. Me recuerdo viendo libros, revistas, objetos innecesarios y por tanto imprescindibles, lineales llenos de galletas con 'charme', de esas que solo habría en el Vips y también en Harrod’s, por ejemplo. Años después, la marquesina de autobús en la puerta de ese local me ayudaba a calcular el tiempo que me faltaba para ver a mi madre en la residencia. Cinco paradas hasta la plaza de Cataluña. Fin de trayecto.

Para una muchacha como yo, siempre periférica y acomplejada, ir a un Vips era un acto que me conectaba con una vida adulta, aspiracional y mucho más interesante. Aquello era Madrid, como lo eran el Museo del Prado, la Puerta del Sol y el Rastro. Un lugar en el que te dejabas ver para ver si te dejaban integrarte en el paisaje, poblado de jóvenes capitalinos aseados, casi tan conservadores como sus padres y nada acostumbrados a viajar en Cercanías. Era un Madrid con horarios más limitados, sin Amazon y poblado de quioscos donde comprar el periódico cada día.

placeholder Tortitas con nata. (Grupo Vips)
Tortitas con nata. (Grupo Vips)

Mi hermana me llevó por primera vez al de Serrano, porque ya que te estrenas, lo haces por todo lo alto. A mi padre le gustaba rematar muchos fines de semana haciendo una merienda cena en el de Ortega y Gasset. Así matábamos varios pájaros de un tiro. Mi madre evitaba cocinar, yo disfrutaba como gorrino en maizal y él miraba a través del ventanal con orgullo, como si acabara de conquistar el barrio de Salamanca en su totalidad.

Madrid sigue venerando las terrazas, pero las que eran como yo ya no pasan la tarde entre tortitas con nata y 50 centilitros de batido

Años después, somos más viejos, hay dos personas más en casa y dos personas menos en mi vida. Madrid sigue venerando las terrazas, pero las que eran como yo ya no pasan la tarde entre tortitas con nata y 50 centilitros de batido. Ahora van altivas, ombligo al aire, flacas y de mirada lánguida, en busca de un sitio que poder etiquetar en Instagram y un buen fondo para posar en las fotos.

Mientras, otras irán, al caer la tarde, a comprar las provisiones al chino. Alcohol, quizá patatas fritas y alguna de esas chucherías guardadas en cajas desde hace demasiado tiempo. El chino concebido como un Vips venido a menos, pero que cubre las necesidades y la precariedad de estos tiempos. Solo algunos, más pesados que nostálgicos, lo echaremos de menos. Ahora que nadie compra prensa en papel y los periodistas no salen a las tantas de las redacciones.

Era una noche cualquiera de 2005 y yo estaba condenada a repetir lo de las noches anteriores. Salí tarde de la redacción, tan tarde como el resto de mis compañeros, a los que el periódico nos pagaba un taxi para llegar a casa. Ese taxi recorría casi todo el paseo de la Castellana, a unas horas en que estaba lleno de gente en las terrazas. Yo miraba embelesada por la ventana, con una envidia atroz, a aquellos cuerpos que tenían pinta de oler bien y a aquellas caras con el iluminador recién repartido en las mejillas, dispuestos todos a gastar la noche que yo estaba deseando terminar.

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