Con siete puertas
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El ángulo muerto de la inmigración africana
1.290 inmigrantes han llegado a Canarias este año. Nunca se sabrá cuántos fueron devorados antes de alcanzar las costas del archipiélago o cuántos desaparecieron océano adentro
Cuentan quienes han convivido con la guerra que el zumbido de las bombas te mantiene en vilo, sin pegar ojo, temiendo que la siguiente caiga cerca o encima; pero que, según van pasando los días, semanas y meses, aprendes a descansar con la banda sonora de la muerte, reconviertes en ordinario lo extraordinario, poco a poco te acostumbras a dormir bajo el estruendo de los misiles, gritos y zumbidos de la guerra.
La normalización de la tragedia termina imponiéndose cuando los acontecimientos más trágicos se instalan en el calendario o si se eternizan, como ocurre con los dramas que se suceden en las rutas atlánticas, tantas veces mortales, de la inmigración irregular africana. Cuando somos observadores, y no protagonistas o víctimas, acabamos integrando en el paisaje emocional e informativo de los días lo que inicialmente nos sacudió. El impacto que nos provocan las guerras, los terremotos o las muertes y desapariciones en las autopistas de agua de la inmigración africana tiene una esperanza de vida siempre limitada. Normalizamos la tragedia. La repetición nos insensibiliza. Nos desentendemos. Activamos la cláusula de la inevitabilidad y giramos la atención hacia otros asuntos.
En apenas una semana de febrero, 724 hijos, madres, amigos o hermanas de alguien —a quienes las estadísticas resumen como inmigrantes— han llegado a Canarias jugándose la vida. En lo que va de año, la cifra, siempre provisional, suma 1.290 personas rescatadas en la ruta canaria de la inmigración. Sin embargo, con la excepción de las declaraciones más o menos recurrentes del ministro de Exteriores, a quien la realidad del fenómeno migratorio desmiente cada vez que lanza titulares marcados por su optimismo mágico, el incesante goteo de muertos o desaparecidos en la costa africana ha dejado de llamar la atención a demasiados y, a juzgar por el discurso del silencio en los ministerios competentes o por la actitud impasible de la Delegación del Gobierno en las islas, ha menguado —si no desaparecido— en las agendas gubernamentales.
Entre el ángulo de visión que tiene el ojo humano y el que permiten los retrovisores hay un espacio, el ángulo muerto, en el que resulta imposible ver objeto alguno. Si al volante esto representa un riesgo, cuando quienes acaban ocupando el espacio del ángulo muerto son inmigrantes irregulares que llegan, mueren en la costa o desaparecen antes de morir océano adentro —arrastrando las pateras o cayucos los cadáveres hasta las mismísimas puertas de América— las posibilidades de que la política aporte medidas, esfuerzos o planes que amortigüen siquiera parcialmente lo que estas rutas provocan con más frecuencia de lo que se cuenta tienden a evaporarse.
No es que estén llegando menos inmigrantes a Canarias o que el éxodo de los irregulares haya ido a menos, es que se ha dejado de hablar. Así de simple. Así de inaceptable. Siguen llegando. Continúan muriendo o desapareciendo. Y así será sin fecha de caducidad. Al caer en la invisibilidad, expulsados de la realidad, salvo que el mar multiplique su voracidad y engulla de una sola vez a un número de hijos, madres, amigos o hermanas que llame la atención de los desentendidos, los inmigrantes seguirán habitando en el ángulo muerto de las comparecencias y debates que se suceden a un lado y otro de las puertas de las Cortes Generales.
La política parece darse por aludida únicamente cuando la opinión pública se revuelve en el asiento, como ocurrió en noviembre de 2020, cuando el drama humano tuvo en el muelle de Arguineguín —en Gran Canaria— una curva demasiado cerrada para pasar desapercibida. Aquel escándalo recordó que queda mucho por hacer para gestionar con tanta solvencia como humanidad las avalanchas que cada cierto tiempo alcanzan las costas de las islas. Fue tal el estruendo, tanta la indignación a pie de calle, que al Gobierno central no le quedó otra que intentar serenar los ánimos enviando remesas de ministros o secretarios de Estado a Canarias.
Arguineguín no ha sido el único momento de máxima exigencia para las Administraciones implicadas, pero al proyectarse al conjunto del país un cúmulo de inhibiciones, errores e imprevisiones —que esa vez sí trascendieron más allá de las islas— permitió que durante unos días la opinión pública girara hacia Canarias para preguntarse qué se está haciendo o qué no está haciéndose, para gestionar con mínima solvencia los repuntes del fenómeno migratorio. El muelle de Arguineguín sacó a los inmigrantes irregulares del ángulo muerto donde parecen quererlos para que las encuestas electorales no se resientan de la escasa o nula gestión de las autoridades competentes e incompetentes. Un puñado de carpas y otro tanto de baños portátiles, como infraestructura principal de los 3.800 metros donde se hacinaron los inmigrantes, generaron tanto ruido como silencio poco después.
¿En qué han mejorado las infraestructuras de respuesta, atención y acogida en las islas desde el escándalo que se vivió en el muelle de Arguineguín?, ¿qué fue de la Unión Europea y de su papel a este lado de la costa africana?, ¿cómo se han mejorado los medios de vigilancia y salvamento en las autopistas del mar?, ¿cuántas reuniones se han mantenido con países terceros donde embarcan los irregulares jugándose la vida? Poco o nada quedó de aquello. Poco o menos se sabe de las promesas o compromisos adquiridos para que lo que no debió pasar volviera a pasar. Tantos eran y son los ministerios competentes que, como suele ocurrir, cualquier decisión acaba en tierra de nadie. Se cumplió la doctrina según la cual, cuando demasiados son responsables, ninguno se reconoce responsable. La presencia de cuatro o 400 ministros para alimentar el espejismo de iniciativa e implicación quedó en eso, en un efecto óptico.
En el archipiélago a la Delegación del Gobierno ni se le espera ni nada se espera de quien o quienes parecen vivir de perfil, limitándose a que la tormenta pase cuando arrecia y poco más. Lejos en el tiempo quedan los años en que la Unión Europea sí se implicó, con mayor o menor fortuna, pero intentándolo, en un fenómeno —el éxodo africano— que requiere de una implicación sincera, constante y convencida de los gobiernos y, sin duda, de los departamentos y comisarios competentes en Bruselas.
1.290 inmigrantes han llegado a Canarias este año. Nunca se sabrá cuántos fueron devorados antes de alcanzar las costas del archipiélago o cuántos desaparecieron océano adentro. Poco se sabe. Poco se cuenta. La política los tiene en el ángulo muerto, en ese espacio donde la normalización de la tragedia y la insensibilización por repetición vuelve invisible un drama que lejos de cesar seguirá creciendo a golpe de repuntes.
Cuentan quienes han convivido con la guerra que el zumbido de las bombas te mantiene en vilo, sin pegar ojo, temiendo que la siguiente caiga cerca o encima; pero que, según van pasando los días, semanas y meses, aprendes a descansar con la banda sonora de la muerte, reconviertes en ordinario lo extraordinario, poco a poco te acostumbras a dormir bajo el estruendo de los misiles, gritos y zumbidos de la guerra.
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