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Manuel Prado y los silencios de la corrupción real
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Javier Caraballo

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Manuel Prado y los silencios de la corrupción real

La responsabilidad de haber ocultado una fortuna en el extranjero le corresponde en exclusiva a don Juan Carlos, pero los silencios de la corrupción real se extienden a su alrededor y alcanzan a muchos

Foto: Manuel Prado y Colón de Carvajal. (EFE)
Manuel Prado y Colón de Carvajal. (EFE)
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En los felices años noventa, Manuel Prado y Colón de Carvajal tenía un palacete en Sevilla del que nadie salía sin apreciar el difícil arte de refrescar manzanilla. Antonio Machado podría haber escrito allí mismo su 'Don Guido', de cómo apreciaban los invitados el gusto con el que se servía el vino de Sanlúcar de Barrameda en el césped bien cortado de aquellos jardines, las paredes de ladrillo visto, los zócalos de los azulejos de la Cartuja. Arabescos de estilo regionalista y costumbres inmortales del señorito andaluz, que es una condición de usos refinados de cofia, manteles de hilo y cubiertos de plata para la que, como es sabido, no es preciso haber nacido en Andalucía.

Igual que el gusto por la manzanilla, lo que todo el mundo ponderaba en aquellos años de Prado y Colón de Carvajal era la extraordinaria discreción con la que llevaba, desde muchos años atrás, los negocios privados de don Juan Carlos de Borbón, rey de España. “Manolo Prado es un señor; un gran señor que sabe callar y ser leal”, decían siempre, como elogio de su estrecha relación con el rey Juan Carlos. Eso es, pues, lo extraordinario: la misma elevada consideración se otorgaba al placer de una manzanilla en rama, en su punto exacto de frescor de bodega, que a la opacidad con que el testaferro del Rey custodiaba todos sus negocios, todos sus secretos inconfesables de enriquecimiento. ¿Cómo pudimos ser tan lelos para no ver lo que estaba delante o, peor aún, para haber envuelto de normalidad ese escándalo que, tantos años después, habría de estallarnos en la cara a todos los españoles? ¿Qué tipo de imbécil complicidad obnubiló a los periódicos de entonces? En fin…

Foto: El rey emérito Juan Carlos I. (Reuters)

Hasta en los obituarios que se publicaron tras su fallecimiento, en 2009, se incluyeron unas palabras de Manuel Prado, quizá las más osadas de todas las que pronunció sobre su relación con el rey Juan Carlos, que cuando se reproducen hoy de nuevo causan perplejidad, por el desahogo: “Mi tarea es muy sencilla, y es que si Alfonso XIII tuvo al conde de Ruiseñada como intendente general, y don Juan de Borbón, al conde de los Gaitanes, pues yo sería el intendente general de don Juan Carlos I, aunque como no me gusta nada lo de intendente, prefiero ser conocido como un simple administrador de los dineros privados de Su Majestad, ese es todo el misterio”, como se decía en un reportaje de Vanitatis.

Si todo aquello lo contemplamos con ese velo de estúpido embobamiento, lo que menos debe sorprendernos ahora es que, como ha adelantado El Confidencial, la Fiscalía esté investigando una nueva pieza sobre el patrimonio oculto de Juan Carlos de Borbón en una sociedad instrumental en la isla de Jersey, vinculada precisamente a Manolo Prado. No podía ser de otra forma y, como la decepción descomunal por el comportamiento del Rey emérito ya comienza a estar amortizada, lo que se impone es que empecemos a revisarnos nosotros mismos, en un serio ejercicio de autocrítica de todos los que están llamados a ejercer un papel fundamental de contrapoder en una democracia, desde la prensa libre hasta la Justicia independiente. La responsabilidad de haber ocultado una fortuna en el extranjero le corresponde en exclusiva a don Juan Carlos, pero los silencios de la corrupción real se extienden a su alrededor y alcanzan a muchos.

Desde el nacimiento de la democracia, no ha habido un alto representante del Estado que no haya acabado afectado por casos de corrupción

Por lo demás, lo que, una vez más, se constata fehacientemente es la dificultad objetiva que tenemos en España para admirar a nuestros líderes. Es imposible porque, por grande que haya sido la aportación al bien común, al interés y en beneficio de España, siempre se acaba en la misma charca de la corrupción. Desde el nacimiento de la democracia, a excepción de los primeros años, que fueron, paradójicamente, los más convulsos y, a la vez, los más constructivos y dialogantes, no ha habido ni un solo alto representante del Estado que no haya acabado afectado, directa o indirectamente, por casos de corrupción, en ocasiones de toda índole.

Foto: Manuel Prado con la reina Sofía. (Fotos cedidas por la editorial Almuzara)

Manuel Prado y Colón de Carvajal, en ese sentido, no es más que uno de esos grandes hombres que prestaron un enorme servicio a su país para acabar, como sucedió, en el fondo de una celda, condenado por la corrupción que sigue aflorando. Sin ese final, la vida de Prado y Colón de Carvajal hubiera merecido honores de Estado y guiones de novela histórica. Fue él quien ideó la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, que acabaría en la mayor operación de modernización y difusión internacional de España del último siglo, con los grandes acontecimientos de 1992, las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y la Cumbre Iberoamericana de Madrid. Y fue él quien, con Franco aún vivo, contactó con el dictador rumano Nicolae Ceaucescu para que trasladase a Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista de España en el exilio, un mensaje de serenidad y confianza en la Transición democrática que iba a llegar. Se fue a París, contactó con los servicios secretos soviéticos a través del torero Luis Miguel Dominguín, lo emplazaron para un viaje secreto a Rumanía y, cuando ya estaba todo resuelto y solo le quedaba esperar en París a una hora, en una estación, le surgió una duda, que él mismo confesó luego con humor en sus memorias, que se titulaban, precisamente, ‘Una lealtad real’: “¿Y cómo van a reconocerme?”, preguntó Manuel Prado, ingenuo, a su contacto soviético. “Esa es la duda más sencilla de responder”, le contestaron, “siendo usted manco y con barba, no habrá problema”.

En los felices años noventa, Manuel Prado y Colón de Carvajal tenía un palacete en Sevilla del que nadie salía sin apreciar el difícil arte de refrescar manzanilla. Antonio Machado podría haber escrito allí mismo su 'Don Guido', de cómo apreciaban los invitados el gusto con el que se servía el vino de Sanlúcar de Barrameda en el césped bien cortado de aquellos jardines, las paredes de ladrillo visto, los zócalos de los azulejos de la Cartuja. Arabescos de estilo regionalista y costumbres inmortales del señorito andaluz, que es una condición de usos refinados de cofia, manteles de hilo y cubiertos de plata para la que, como es sabido, no es preciso haber nacido en Andalucía.

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