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España y sus presupuestos contra el Estado
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Javier Caraballo

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España y sus presupuestos contra el Estado

Los presupuestos se muestran cada año como el mayor ejemplo del oportunismo político y de la discriminación entre territorios y entre ciudadanos

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

La deriva de la política española, que acumula vicios y sectarismo sin parar, nos está conduciendo a la extraordinaria paradoja de que la aprobación de la ley que todos celebran como la más importante del año, la de las cuentas públicas de todo el país, se esté convirtiendo 'de facto' en la de los ‘presupuestos generales contra el Estado’. En vez de una Ley que cohesione el país, que persevere en el concepto esencial de igualdad y unidad entre todos los españoles, los presupuestos se muestran cada año como el mayor ejemplo del oportunismo político y de la discriminación entre territorios y entre ciudadanos. Lo visto estos días, el espectáculo político ofrecido por el Gobierno de Pedro Sánchez para conseguir los votos necesarios, es el mayor ejemplo de lo que se habla.

Solo deberíamos ponernos en la mente de un ciudadano medio cuando contempla que los debates ‘esenciales’ sobre los presupuestos de todos tienen que ver con el doblaje de películas al catalán, el euskera o el gallego, mientras que en otros territorios se sigue esperando desde hace años, incluso decenios, que alguien hable de promesas de inversión olvidadas para su desarrollo. Ese contraste brutal, esa enorme frivolidad política, provoca un efecto imitación que se extiende por toda España, como ya estamos viendo con la multiplicación de fenómenos como el de Teruel Existe, con lo que sólo hay que proyectar esta realidad de hoy a un posible futuro inmediato: dos partidos mayoritarios, sin escaños suficientes para formar gobierno, que completan sus mayorías con los nacionalistas tradicionales y los partidos localistas que han aprendido su lección.

Como en tantos otros vicios enquistados de la democracia española, la responsabilidad del estropicio no se le puede achacar solo al Partido Socialista, pero tampoco es menos cierto que es el PSOE, este PSOE, el que está llegando más lejos en la atomización nacionalista, regionalista y cantonalista del Congreso de los Diputados y, por ende, del debate político en España. Tampoco, evidentemente, se podría culpar a los nuevos movimientos que han surgido, o que han comenzado a repuntar, porque se han limitado a calcar el esquema de influencia, y hasta de extorsión política, que vienen aplicando los nacionalistas e independentistas vascos y catalanes.

La realidad es que, durante décadas, ni al PSOE ni al Partido Popular le ha interesado jamás abordar una profunda reforma electoral para conseguir que el Congreso de los Diputados sea una Cámara de representación de la soberanía nacional, en toda su expresión, frente al Senado, convertida en la auténtica Cámara de representación territorial, como ordena la Constitución. Podría entenderse que, en los primeros años de la Transición, se cediera a los nacionalistas vascos y catalanes, el papel de ‘partidos bisagra’, para no agravar más los temores que existían entonces por la presencia de la banda terrorista ETA. Pero, una vez derrotada esa banda asesina, la consolidación del Estado de las Autonomías y el altísimo nivel competencial de las comunidades, sobre todo de Cataluña y el País Vasco, tendría que haber provocado un cambio profundo en ese modelo en caída libre que sigue generando monstruos, como este de unos presupuestos contra el Estado.

Foto: El portavoz parlamentario de ERC, Gabriel Rufián, y la portavoz de Bildu, Mertxe Aizpurua. (EFE)

Aquí nadie ha defendido la reforma electoral dentro del Partido Popular o el Partido Socialista, salvo algún ‘verso suelto’, como lo fue en su día el presidente de Extremadura, Rodríguez Ibarra, porque les ha importado más mantener su estatus político de alternancia en el poder a cambio de dádivas a los nacionalistas antes que el interés general de España, que es un interés de progreso y de eficacia en la gestión pública. Y fuera del bipartidismo, el último que hizo bandera de la reforma de la Ley Electoral fue Ciudadanos, en tiempos de Albert Rivera. Pero, aunque sea así, esa reforma es hoy más necesaria que nunca para acabar de una vez por todas con esa anomalía democrática que hace recaer la gobernabilidad de todo el Estado en partidos con intereses territoriales.

En síntesis, de lo que se trata es de eliminar del sistema electoral español la inercia que provoca que los pequeños partidos de implantación nacional estén infrarrepresentados en el Congreso, mientras que los partidos nacionalistas, sin tener implantación nacional, salen beneficiados por la concentración de voto en un solo territorio. Con la exigencia de un porcentaje mínimo de respaldo en toda España, un tres o un cinco por ciento, los partidos nacionalistas desaparecerían del Congreso. Y con ellos, tampoco tendrían ninguna aspiración los partidos localistas o regionalistas que están surgiendo y que utilizan la misma lógica de vascos y catalanes: con pocos votos pueden obtener escaños decisivos en sus provincias y cambiarlos en el Congreso a precio de oro o, simplemente, de aquellas inversiones que llevan tantos años esperando como bobos.

Foto: Feijóo y Lambán, tras participar en 2018 en un seminario en León. (EFE)

Parafraseando una feliz expresión de mi compañero Ignacio Varela, es muy posible que estemos ante el final del ‘régimen del 15-M’, lo cual no deja de resultar paradójico si tenemos en cuenta que muchos de ellos llegaron con la intención de enterrar el régimen del 78. En todo caso, es verdad que Podemos y Ciudadanos se han desintegrado, o están en ese proceso, pero el hecho de que su descomposición se haya producido tan rápido lo que no ha provocado aún es que los electores vuelvan a confiar plenamente en el bipartidismo, como ocurría hasta hace seis o siete años. Con lo cual, lo previsible a corto y medio plazo en unas elecciones generales —las municipales y autonómicas se rigen por impulsos políticos y sociales distintos— es que la atomización de la que se hablaba antes no desaparezca, sino que se incremente, o se fortalezca sobre lo que ya conocemos, veinte partidos con escaño en el Congreso, de los que solo seis son de implantación nacional. Y todos ansiando por poder participar en la elaboración de unos presupuestos generales contra el Estado español.

La deriva de la política española, que acumula vicios y sectarismo sin parar, nos está conduciendo a la extraordinaria paradoja de que la aprobación de la ley que todos celebran como la más importante del año, la de las cuentas públicas de todo el país, se esté convirtiendo 'de facto' en la de los ‘presupuestos generales contra el Estado’. En vez de una Ley que cohesione el país, que persevere en el concepto esencial de igualdad y unidad entre todos los españoles, los presupuestos se muestran cada año como el mayor ejemplo del oportunismo político y de la discriminación entre territorios y entre ciudadanos. Lo visto estos días, el espectáculo político ofrecido por el Gobierno de Pedro Sánchez para conseguir los votos necesarios, es el mayor ejemplo de lo que se habla.

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