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Javier Caraballo

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Propuestas viables para empeorarlo todo

El margen de deterioro de la situación es todavía muy considerable. Aunque lo inquietante es que se trata de propuestas viables para empeorarlo todo

Foto: Vista del Tribunal Constitucional. (EFE/Zipi)
Vista del Tribunal Constitucional. (EFE/Zipi)
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Consuélate, las cosas podrían ser peores. Toda angustia de la actualidad, por la monumental crisis del Tribunal Constitucional y por esa jodida sensación de estar paseando por la hierba que nace al filo de un abismo, se relaja con la certeza de que todavía podríamos estar peor. Ese es un consuelo coyuntural que, en caso de necesidad, podría unirse a otro mayor que ya tenemos comprobado desde hace muchos siglos, que España puede considerarse un país indestructible porque ha sabido sobrevivir a lo largo de toda su historia al empeño constante de sus propios moradores de acabar con ella. Aquí, lo que crece sin necesidad de cultivo son los extremos, como diría Azaña en aquella novela suya tan aconsejable, La velada de Benicarló. Lo normal, en un país así, es que, cuando uno de esos extremos se desboca, todo se resienta, como si empezara a temblar, porque muy pronto comprobamos que los exaltados son más de los que parecen y que siempre encuentran quien los jalee.

“El español es extremoso en sus juicios. Está enseñado a discurrir partiendo de premisas inconciliables. Pedro es alto o bajo; la pared es blanca o negra; Juan es criminal o santo”, se decía en esa novela de Azaña. El extremo desbocado ahora, en esta recta final del año, es, objetivamente, aquel que está representado en el Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo sostiene, que va desde el socialismo hasta el independentismo catalán y vasco. O será el presidente Pedro Sánchez, su forma de entender y practicar la política como un deporte extremo, a vida o muerte. De ahí la insólita aceleración parlamentaria para aprobar, en unos días, reformas que, en cualquier otro país, merecerían meses de debates, comisiones de estudio y grandes acuerdos parlamentarios. Cualquier psicólogo o sociólogo podría compararlo con un enorme test de estrés al que se somete a la democracia española, a sus instituciones, a ver hasta dónde es capaz de resistir sin romperse.

Foto: Fachada del Tribunal Constitucional. (EFE/Ballesteros)

Es ahí donde entra el consuelo del mal menor. Analicemos el Tribunal Constitucional, el porqué de su desprestigio actual. Como es sabido —aunque los portavoces de Podemos lo ignoran—, el Tribunal Constitucional está al margen del poder judicial y, por esa razón, sus nombramientos sí tienen claramente un origen político: de sus 12 miembros, ocho son nombrados por las Cortes Generales, otros dos más por el Gobierno y los dos restantes por el Consejo General del Poder Judicial. Eso es lo que dispone la Constitución, muy distinto de lo que ocurre con el Consejo General del Poder Judicial, como ya vimos aquí, pero en absoluto quiere decir que los magistrados actúen con la disciplina de los diputados. El Tribunal Constitucional es “el intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales y está sometido solo a la Constitución”, como se dice en la ley que lo regula.

El descrédito actual del Tribunal Constitucional tiene que ver con la degeneración a la que lo han sometido el Partido Popular y el Partido Socialista, que desde hace años, demasiados años, han perdido toda cautela, toda vergüenza en la designación de magistrados, haciéndolos coincidir cada vez más con diputados y militantes de sus partidos. ¿Es lógico, de acuerdo con la Constitución, que el Tribunal Constitucional se corresponda con las mayorías parlamentarias de cada momento? Sí, es lógico pensar que suceda así, incluso que es inevitable, pero, precisamente para evitar que el Tribunal Constitucional sea un apéndice obediente del partido que gana unas elecciones, se dispone que la duración del cargo de magistrado del Constitucional “se hará por nueve años”, mientras que las legislaturas duran solo cuatro años. Y son inamovibles y no pueden ser destituidos. La deformación grotesca a la que PP y PSOE han conducido al Constitucional es doble: los primeros admiten abiertamente que han bloqueado su renovación porque no quieren dejar escapar la mayoría de la que disponen y los segundos llegan a la desfachatez de nombrar magistrados a dos empleados directos del presidente del Gobierno, un ministro y una jefa de gabinete.

Dentro de ese dislate enorme, volvemos a la tesis inicial del consuelo: podría ser peor. Y bastará con un solo ejemplo, las declaraciones que ha realizado estos días una de las personas que, hace tan solo unas semanas, estaban en las quinielas para formar parte del Consejo General del Poder Judicial como vocal; un señor que se llama Joaquín Urías, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla. Pues bien, este hombre pertenece a la estirpe de constitucionalistas españoles que sostienen que en España quien atenta contra la Constitución es el Tribunal Constitucional. ¡A ver qué país supera eso! El más conocido de todos es Javier Pérez Royo, reputado catedrático de Derecho Constitucional, autor de manuales universitarios, que ya cuando el referéndum de independencia de 2017 defendía abiertamente que “el Tribunal Constitucional dio un golpe de Estado en Cataluña”. De lo ocurrido estos días, ha dicho que es "un acto de piratería", una "emboscada", "un bandolero que sale de Sierra Morena y ataca a las diligencias". Con lo cual, según Pérez Royo, el trabajo principal del Tribunal Constitucional en España consiste en dar golpes de Estado. Uno tras otro.

Este es el catedrático, pero, por la misma senda, el profesor Urías ha llegado a llamar “seis jueces corruptos” a los magistrados del Constitucional que votaron a favor de suspender la tramitación de las enmiendas del Gobierno, además de calificar su acuerdo como “una medida ilegal e ilegítima”. ¿Se imaginan que este hombre llega al Poder Judicial, como pretende, o ha pretendido, la vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz? El profesor Urías no ha tenido ni la prudencia de ser comedido, ahora que lo incluyen en las quinielas para la cúpula del Poder Judicial. Aunque quizás eso sea lo determinante, que piense que tiene que elevar el tono para hacer méritos. Establezcamos, por tanto, que dentro del mal, los hooligans son todavía peores que los jueces militantes. De modo que sí: ciertamente, el margen de deterioro de la situación es todavía muy considerable. Aunque lo inquietante es que se trata de propuestas viables para empeorarlo todo.

Consuélate, las cosas podrían ser peores. Toda angustia de la actualidad, por la monumental crisis del Tribunal Constitucional y por esa jodida sensación de estar paseando por la hierba que nace al filo de un abismo, se relaja con la certeza de que todavía podríamos estar peor. Ese es un consuelo coyuntural que, en caso de necesidad, podría unirse a otro mayor que ya tenemos comprobado desde hace muchos siglos, que España puede considerarse un país indestructible porque ha sabido sobrevivir a lo largo de toda su historia al empeño constante de sus propios moradores de acabar con ella. Aquí, lo que crece sin necesidad de cultivo son los extremos, como diría Azaña en aquella novela suya tan aconsejable, La velada de Benicarló. Lo normal, en un país así, es que, cuando uno de esos extremos se desboca, todo se resienta, como si empezara a temblar, porque muy pronto comprobamos que los exaltados son más de los que parecen y que siempre encuentran quien los jalee.

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