Matacán
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Un fiscal general éticamente inhabilitado
El fiscal general es solo uno más de la corte, víctima propiciatoria de una determinación de fidelidad cesarista que no admite ni una mueca que pueda interpretarse como duda sobre el comportamiento de la mujer del presidente
Dimita o no, Álvaro García Ortiz ya está inhabilitado para seguir ejerciendo como fiscal general del Estado. Su dimisión, como él mismo debe saber, es solo un cálculo de tiempo, antes o después, porque ya está inhabilitado éticamente tras haberse convertido en el único fiscal general del Estado que ha sido procesado. Si existiera ese concepto en el Código Penal, podríamos estar hablando de un delito de lesa profesionalidad, porque es al prestigio del Ministerio Público a quien está perjudicando al vulnerar gravemente los principios de legalidad e imparcialidad a los que se debe. Se trata, en fin, de una causa perdida, porque ni siquiera el afectado desmiente haber participado en el hecho que le imputan, revelación de secretos, sino que se limita a justificar las razones por las que actuó de esa forma. Él mismo asumió haber dado la orden para que se publicara una insólita nota de prensa con unas conversaciones privadas mantenidas entre un abogado y un fiscal para defenderse de una noticia falsa.
Una justificación así, a ver, tiene el mismo valor penal que la del atracador de un banco que argumenta para su defensa que lo hizo para vengarse de la banca, que se lo había quitado todo a su familia. El odio a la banca -y este es un caso real, que ocurrió en Extremadura- no le resta gravedad al delito de atraco, como el odio a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, no le quita gravedad al delito de revelación de secretos de su novio. Y da igual, que los bancos actuaran de una forma cicatera o miserable con las deudas que tenía la familia del atracador, como debe darnos igual si la pareja sentimental de la presidenta madrileña es un empresario agobiado por las trampas o un consumado defraudador de Hacienda.
La cuestión es que el fiscal general del Estado, nada menos que el fiscal general del Estado, no puede descender al terreno del supuesto delincuente y cometer delitos para defenderse de nada. Si, como sostiene ahora García Ortiz en su comunicado oficial, la obligación del fiscal general del Estado es la de “garantizar el derecho de la ciudadanía a recibir información veraz, más aún en un caso como este en el que con bulos o falsedades se comprometía la imagen de la institución y de varios de sus integrantes”; si eso era lo que le preocupaba, lo único que no podía hacer es comportarse como un hooligan del PSOE o del Gobierno, como si fuera un Óscar Puente cualquiera que arremete contra los medios de comunicación que lo critican.
Es más. Cuando oímos a distintos portavoces del Gobierno de Pedro Sánchez, y al propio presidente, insistir en la idea de que Álvaro García Ortiz es “una persona honorable y un gran profesional”, no saben bien cómo contribuyen a minar, todavía más, el prestigio del fiscal general del Estado. Porque lo asimilan al nivel de un ministro más y, sobre todo, porque lo que nunca debemos olvidar es el porqué de la presunta ilegalidad del fiscal general, cuándo se produce y qué le motivó a filtrar datos personales del novio de Díaz Ayuso. ¿Estaba defendiendo a la Fiscalía, a sí mismo o, en realidad, a quien pretendía defender era a Begoña Gómez, la mujer de Pedro Sánchez? Desde que se conocieron las actividades privadas de la mujer de Pedro Sánchez, vamos saltando de perplejidad en perplejidad, y esta del fiscal general es una de tantas.
Una vez más, conviene repasar las fechas. El 21 de febrero de este año, la Guardia Civil detiene a una veintena de personas por una supuesta trama de mascarillas, entre las que se encontraba Koldo García Izaguirre, asesor del exministro de Fomento, José Luis Ábalos. También ese día trasciende el nombre de alguien que, hasta entonces, casi nadie conocía en España: Víctor de Aldama. Tras esas detenciones, al principio todo se circunscribe al círculo de amistades del exministro hasta que, ocho días más tarde, aparece en El Confidencial la información que lo cambia todo: resulta que la mujer de Pedro Sánchez no solo conocía a Víctor Aldama, sino que, además, se había reunido con él porque querían proponerle negocios. Tanto Aldama como, sobre todo, su jefe, el máximo responsable de Globalia, Javier Hidalgo.
Sorpresa máxima porque, hasta ese día, lo único que conocíamos de Begoña Gómez es que acompañaba discretamente a su marido a mítines y actos oficiales, sin hacer nunca declaraciones políticas, más allá de una chapita en la camiseta: “Perra Sanxe”. Sabíamos, eso sí, que cuando Pedro Sánchez llegó a la Moncloa, Begoña Gómez pasó, en quince días, de darse de baja en su empresa, porque quería dedicarse a colaborar con ayudas sociales desde el Gobierno, a trabajar para el potente Instituto de Empresas, desde la dirección del Africa Center. Lo conocíamos, pero nadie le había dado importancia hasta que apareció Víctor de Aldama.
¿Acaso no era extraño que, repentinamente, existiera un vínculo entre la mujer del presidente del Gobierno y el comisionista principal de una trama de presunta corrupción en el Gobierno? Extraño y sorprendente, porque ni conocíamos a Aldama ni sabíamos nada de los negocios de Begoña Gómez. Fue el impacto de aquella noticia lo que llevó al Gobierno de Pedro Sánchez a desempolvar una investigación de la Agencia Tributaria, que había acabado en denuncia penal en los juzgados, para contrarrestar las noticias sobre Begoña Gómez. La primera vez que Pedro Sánchez compareció en el Congreso de los Diputados para responder a preguntas de la oposición sobre su mujer, ya llevaba la respuesta preparada: “Tenga coraje, señor Feijóo, sea valiente y exija la dimisión de la presidenta Ayuso”. Alineado con esa misma estrategia, es cuando el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, comete el gravísimo error de filtrar datos personales del novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid, para intentar desprestigiarlo públicamente por sus cuantiosas deudas con Hacienda.
De modo, que todo acaba encajando: a mediados de febrero, detienen a Koldo y a Aldama; a finales de febrero, El Confidencial publica las noticias sobre Begoña Gómez; y, a principios de marzo, Pedro Sánchez pone en marcha una estrategia de defensa, en la que se implica activamente el fiscal general del Estado. La pregunta, después de lo que llevamos visto en estos últimos ocho meses, es siempre la misma: hasta dónde estará dispuesto a arrasar Pedro Sánchez para preservar a su mujer de la acción de la Justicia, tan elemental de un Estado de derecho. El fiscal general, así visto, es solo uno más de la corte, víctima propiciatoria de una determinación de fidelidad cesarista que no admite ni una mueca que pueda interpretarse como duda sobre el comportamiento de su mujer.
Dimita o no, Álvaro García Ortiz ya está inhabilitado para seguir ejerciendo como fiscal general del Estado. Su dimisión, como él mismo debe saber, es solo un cálculo de tiempo, antes o después, porque ya está inhabilitado éticamente tras haberse convertido en el único fiscal general del Estado que ha sido procesado. Si existiera ese concepto en el Código Penal, podríamos estar hablando de un delito de lesa profesionalidad, porque es al prestigio del Ministerio Público a quien está perjudicando al vulnerar gravemente los principios de legalidad e imparcialidad a los que se debe. Se trata, en fin, de una causa perdida, porque ni siquiera el afectado desmiente haber participado en el hecho que le imputan, revelación de secretos, sino que se limita a justificar las razones por las que actuó de esa forma. Él mismo asumió haber dado la orden para que se publicara una insólita nota de prensa con unas conversaciones privadas mantenidas entre un abogado y un fiscal para defenderse de una noticia falsa.
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