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Corrupción, sexo e hipocresía
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Javier Caraballo

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Corrupción, sexo e hipocresía

Hay quien intenta hacernos ver que un putero es un criminal más repudiable que un corrupto, que meter la mano en la bragueta es más escandaloso que meter la mano en la caja

Foto: El exministro de Transportes José Luis Ábalos, tras declarar como imputado por el caso Koldo en el Tribunal Supremo. (Europa Press/Eduardo Parra)
El exministro de Transportes José Luis Ábalos, tras declarar como imputado por el caso Koldo en el Tribunal Supremo. (Europa Press/Eduardo Parra)
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Ser un mujeriego es un delito político mayor que ser un comisionista. Y la prostitución, por supuesto, exige una condena mayor que la corrupción. ¿Es ese el orden de prioridad de los escándalos políticos para el Gobierno de este PSOE? ¿Esa es la ética que impera, la moral sexual antes que la integridad y la honestidad? Debemos conocer la respuesta porque, a medida que se van conociendo más detalles de la vida sexual, o sentimental, o como se quiera, del exministro José Luis Ábalos, aumenta la sensación de que su salida del Gobierno no se produjo por sus relaciones con Víctor de Aldama, sino por sus constantes líos con las mujeres de las que se hacía acompañar en los viajes oficiales.

Va a acabar siendo verdad que la causa que precipitó su salida del Ministerio de Fomento fue la desmesura de una juerga en el Parador de Granada, el 6 de julio de 2021, cuatro días antes de Pedro Sánchez anunciara la crisis de Gobierno que incluía, sorpresivamente, su cese como ministro. Va a acabar confirmándose, en fin, que fue esa la razón del enorme cabreo de José Luis Ábalos, porque él sabía mejor que nadie que lo estaba tumbando el poder feminista del Gobierno, liderado entonces por Carmen Calvo como vicepresidenta primera, escandalizada por su vida disoluta, entregada al vicio y al placer. Y que eso tuvo más importancia que los muchos favores que le debía el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y que las guerras que había librado para que él se hiciera con el control del Partido Socialista. Que la presión de las feministas del Gobierno hubiera sido la causa final de su expulsión del Consejo de Ministros era lo que convertía su cese en un acto de humillación. Se fue dando un portazo cuando se vio tirado, él que pensaba que su generalato a la sombra del césar era intocable.

El tiempo que vivimos es proclive a esta hipocresía ambiental en la que parece que un putero es un criminal más repudiable que un corrupto. Que meter la mano en la bragueta es más escandaloso que meter la mano en la caja. Y no, de ninguna forma, que un tipo sea aficionado a la prostitución no constituye ningún delito en España y jamás puede ser más grave, desde el punto de vista ético, que la existencia de una red de corrupción institucional, como la que se destapó hace un año en torno al exministro de Fomento y sus sombras de entonces, Aldama y Koldo. La vida licenciosa de José Luis Ábalos, su afición a las juergas, sólo debe importarnos en el momento en el que afecta a un solo céntimo del dinero público. Exactamente, en la línea de las informaciones periodísticas que se vienen publicando en El Confidencial, cuando se detallan las contradicciones, o mentiras, en las que ha incurrido José Luis Ábalos cuando afirmaba que todos los gastos de su relación con la famosa Jessica salían de su bolsillo.

Ahora sabemos que el piso en el que se instaló esa mujer lo pagaba Víctor de Aldama, otro pago en especie más por las comisiones que estaba percibiendo, y que en los viajes oficiales se la incluía como una participante más del Ministerio. La propia Jessica admitió en su declaración ante el juez que la colocaron en dos empresas públicas y que nunca le exigieron, siquiera, que se presentase en las oficinas para trabajar. Cobraba a final de mes, sin más. Eso es lo grave, lo que constituye delito, el despilfarro, la malversación, no que una mujer pueda ser novia, amante o prostituta de alto standing. Lo que una mujer quisiera ser en sus relaciones personales y sexuales, dentro de su libertad, es absolutamente legítimo y nadie está autorizado a calificarlas. Tampoco a quien, dentro de su libertad y con absoluto respeto a la libertad de los demás, encuentra placer en las casas o los anuncios de prostitución que hay por toda España.

Foto: Jéssica a la entrada de su declaración en el Supremo. (EFE/Javier Lizon)

El caso Koldo es un escándalo que no se resuelve con la ley abolicionista de la prostitución que el Gobierno anunció para esta legislatura. Nada tiene que ver, por mucho que pretendan mezclarlo. En todo caso, lo único que podemos preguntarnos es por la pervivencia en nuestras sociedades democráticas de uno de los vicios más antiguos del poder. Cómo es posible que, aunque pasen los siglos, el poder se reafirme con la ostentación del sexo, como en la antigua Roma, cuando los senadores se entregaban a orgías y bacanales para hacer una demostración pública de su poder. Hace unos años, una historiadora española, Patricia González Gutiérrez, analizó la importancia del sexo en la Roma de hace dos mil años y en la información que se publicó en este periódico decía que en aquella época el sexo del poder “siempre era una relación entre un superior y un inferior, entre una persona activa y una persona pasiva. Era una cuestión de jerarquía”. Tal cual sigue siendo hoy. Por eso, la mayoría de los escándalos de corrupción de España incluyen episodios sórdidos de prostitución, desde la podredumbre del fraude del PSOE andaluz hasta el ‘volquete de putas’ con el que pagaban los comisionistas del PP madrileño.

Siempre ha existido esa relación del poder con el sexo, de la misma forma que siempre ha existido la prostitución. El debate abolicionista, si es que se pretende resucitar en España, que no sea como cortina de humo para el caso Ábalos, sino para afrontar, de una vez por todas, la contradicción que supone que la misma pancarta que se utiliza para defender el aborto, “mi cuerpo es mío y yo decido”, no se admita para aquellas personas, hombres y mujeres, que quieran ejercer libremente la prostitución. Por ignorar la realidad, ya ni siquiera se permite el uso de expresiones como ‘prostitutas’ o ‘mujeres que ejercen la prostitución’, porque las únicas que se admiten en el lenguaje políticamente correcto son ‘mujeres prostituidas’ y ‘personas en situación de prostitución’.

Foto: El Confidencial.

Si el propio Ministerio de Igualdad afirmó, en septiembre pasado, que en España ejercían la prostitución un total de 114.576 mujeres, de las que 92.496 podrían estar en riesgo de estar siendo sometidas a explotación sexual; si ofreció esos datos precisos, el Gobierno estaba reconociendo dos cosas: que no persigue las redes de trata de seres humanos (artículo 177 bis del Código Penal) y que en España hay más de 20.000 mujeres que ejercen libremente la prostitución y no tienen ningún reconocimiento como trabajadoras sexuales. Parece lógico, en definitiva, que reclamemos un profundo conocimiento y debate sobre la materia de la que estamos hablando, antes de que nos impongan el silencio de una moral abolicionista. Al hablar de corrupción, sexo e hipocresía, cada cosa por separado.

Ser un mujeriego es un delito político mayor que ser un comisionista. Y la prostitución, por supuesto, exige una condena mayor que la corrupción. ¿Es ese el orden de prioridad de los escándalos políticos para el Gobierno de este PSOE? ¿Esa es la ética que impera, la moral sexual antes que la integridad y la honestidad? Debemos conocer la respuesta porque, a medida que se van conociendo más detalles de la vida sexual, o sentimental, o como se quiera, del exministro José Luis Ábalos, aumenta la sensación de que su salida del Gobierno no se produjo por sus relaciones con Víctor de Aldama, sino por sus constantes líos con las mujeres de las que se hacía acompañar en los viajes oficiales.

José Luis Ábalos
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