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Soria y la corrupción de Estado que pudre la democracia
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Soria y la corrupción de Estado que pudre la democracia

El caso Soria no es más que el exponente de un problema de fondo de la democracia española. La incapacidad para ir a la raíz de los problemas cambiando su sistema político.

Foto: José Manuel Soria. (Efe)
José Manuel Soria. (Efe)

No es difícil encontrar paralelismos con la situación actual. Probablemente, habría que acudir a la España de los primeros años 90 (Rubio, Conde, Roldán, GAL, caso BOE…) para encontrar un momento político parecido. O bien mirar a la Italia de la tangentópolis (aquel proceso de los fiscales italianos contra la corrupción) para que un país se vea reflejado con crudeza en el espejo del descrédito.

Existe, sin embargo, una diferencia respecto de esos periodos. Y no es, precisamente, sutil. Los males de España se veían venir desde hace años, y nadie movió un dedo para remediarlos. Entre otras cosas, porque el sistema político -el bipartidismo- ha sido tan endogámico que nunca ha entendido que la separación de poderes es la clave de un sistema democrático, y cuando el poder judicial sucumbe ante el Ejecutivo (o el legislativo es la alfombra que pisan sin sonrojo los inquilinos del palacio de la Moncloa), los problemas se dejan crecer hasta que estallan. Y es entonces cuando el gobernante de turno -en este caso Rajoy- intenta apartar la corrupción a manotazos sin ningún éxito. Es un problema de credibilidad.

Muchos de los casos de corrupción que han aflorado en los últimos años en España tienen su origen económico en la cultura del pelotazo inmobiliario, pero nunca se hubieran producido si los partidos que han gobernado este país desde 1982 hubieran creado instituciones fuertes capaces de fiscalizar y controlar al sistema de partidos.

Muchos de los casos de corrupción que han aflorado en los últimos años en España tienen su origen económico en la cultura del pelotazo inmobiliario

No lo hicieron en su día cuando emergieron todos los casos de corrupción durante los últimos años del felipismo, y ahora, dos décadas después, el país se encuentra en la misma y cruel encrucijada. Pero con una diferencia, si el PSOE perdió las eleccioneso en 1996 ante un PP que aparecía impoluto ante buena parte de la opinión pública tras su refundación, ahora los dos partidos que han gestionado este país tienen sus mismos años de plomo. Algo que, sin duda, explica el el auge de los populismos, en particular Podemos. La demagogia no es la causa de los problemas de España, es la consecuencia de un mal sistema político.

Y el caso Soria, en este sentido, no es más que el corolario de un despropósito que revela la escasa capacidad del actual Gobierno para hacer política. Cuando el pasado lunes, este periódico publicó que el ya exministro Soria aparecía en los papeles de Panamá, Mariano Rajoy podía haber hecho dos cosas. Mirar para otro lado o pedir explicaciones convincentes llamando a Moncloa a Soria para que contara toda la verdad sobre sus relaciones con un paraíso fiscal.

La muerte civil del PP

Optó por la primera de las dos fórmulas, y, al final, un asunto que se hubiera podido encauzar diciendo simplemente la verdad se ha convertido, una vez más, en la muerte civil de su partido. Es verdaderamente singular que nadie quiera pactar con el Partido Popular, lo cual es un hecho extraordinario en Europa. Pero resulta muy lógico habida cuenta de la retahíla de casos de corrupción en los que se ve envuelto el partido sin que Rajoy (que además de ser presidente del Gobierno en funciones es presidente del PP) lleve nunca la iniciativa. Nadie quiere verse salpicado, lo cual, y esto es verdaderamente lo importante, complica la gobernabilidad del país en unos momentos en los que se necesitan acuerdos.

El PP nacional, en su día, podría haber investigado lo que estaba ocurriendo en Valencia. Nunca lo hizo. Y tampoco nunca le preocupó lo que estaba sucediendo en Madrid (Gurtel, Púnica…). Probablemente, porque el fin justificaba los medios, y si en ambos territorios su partido obtenía los mejores resultados electorales, no había nada más que decir. Lo importante no era la decencia del sistema democrático. Lo importante era ganar y ganar a cualquier precio. Aunque fuese a costa de dar carta de naturaleza a eso que se han llamado con acierto élites extractivas.

El PP nacional, en su día, podría haber investigado lo que estaba ocurriendo en Valencia. Nunca lo hizo.

Así es como se ha llegado al descrédito más absoluto del sistema político heredado de la Transición. Sin duda, por la baja calidad de una democracia desasistida de palancas de control del poder. Esa es la peor de las corrupciones, no que un individuo meta mano a la caja o no diga la verdad.

Esta incapacidad del sistema político para atacar los problemas desde su raíz -por ejemplo investigando quién está detrás de algunas acusaciones populares que en realidad son bandas de gánsteres) es lo que explica la acumulación de escándalos. Cuando la espita se abre, salen en tropel todos los casos de corrupción, y eso es, exactamente, lo que está sucediendo ahora

Lo peor, sin embargo, no es la corrupción en sí misma. Lo relevante es que el sistema político está podrido, y no hay argumento más sofista que el que utiliza a menudo el Gobierno para defenderse. Si afloran muchos casos de corrupción es porque el sistema funciona, lo cual es lo mismo que decir que países con alto nivel de latrocinio público son mejores que aquellos en los que los escándalos son residuales. En fin... La democracia es la mejor forma de acabar con la corrupción de raíz.

No es difícil encontrar paralelismos con la situación actual. Probablemente, habría que acudir a la España de los primeros años 90 (Rubio, Conde, Roldán, GAL, caso BOE…) para encontrar un momento político parecido. O bien mirar a la Italia de la tangentópolis (aquel proceso de los fiscales italianos contra la corrupción) para que un país se vea reflejado con crudeza en el espejo del descrédito.

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