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Mientras Tanto
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Acuerdo en el G-7: Facebook, Google y Amazon entran en el siglo XXI
El acuerdo es histórico, pero el diablo estará en los detalles. La OCDE lleva ocho años estudiando cómo meter en cintura a las tecnológicas. No lo ha conseguido
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"Bienvenidos al siglo XXI. Ya era hora", exclamaba este sábado gráficamente un lector del 'Financial Times' tras conocerse el acuerdo histórico en el seno del G-7 sobre tributación de las multinacionales. En particular, las grandes corporaciones tecnológicas, tan avanzadas en el ámbito científico y digital como retrasadas en el pago de impuestos. El propio comunicado de los ministros de Finanzas del G-7 lo decía con una claridad inusitada. "Los grandes gigantes tecnológicos multinacionales pagarán su parte justa de impuestos en los países en los que operan". Nada que objetar.
La burla es tan evidente que cuesta creer que más de dos décadas después del nacimiento de los Google (1998), Amazon (1994) o Facebook (2004) estas y otras compañías (Apple nació antes, pero aprendió pronto las prácticas de sus colegas más jóvenes) hayan seguido operando fiscalmente como si se tratara de empresas medievales. Y por eso conviene no olvidar que el paso de la sociedad feudal al Estado moderno se asentó, precisamente, sobre nuevas estructuras fiscales, como sugería el lector del FT.
Desde luego, más justas y eficaces que en tiempos de los diezmos. La democracia, de hecho, no se entiende sin la existencia de un sistema impositivo moderno. Al fin y al cabo, como alguien dijo, los impuestos son el precio que hay que pagar por la civilización. Aunque sea recaudando con la picardía que recomendaba el mítico Colbert, el ministro de Hacienda de Luis XIV, para quien el arte de recaudar impuestos consistía en desplumar al ganso obteniendo la mayor cantidad de plumas con el mínimo de graznidos.
Las corporaciones no pagan apenas impuestos gracias a una planificación fiscal agresiva que deslocaliza la atribución de rentas
Las grandes corporaciones no pagan apenas impuestos gracias a una planificación fiscal agresiva que deslocaliza la atribución de rentas hacia paraísos fiscales o hacia países de muy baja tributación, pero sus graznidos no han dejado de oírse desde que en 2013 la OCDE pusiera en circulación el término BEPS para referirse a la erosión de las bases imponibles y del traslado de beneficios (por sus siglas en inglés).
Una carrera a la baja
Es importante recordar el año, porque desde entonces (y han pasado ocho) poco se ha avanzado, lo que refleja las dificultades que tienen los Estados para alcanzar un acuerdo en materia fiscal, aunque sea de mínimos. Fundamentalmente, porque el ámbito de la presión fiscal, en medio de la globalización, es una de las pocas herramientas con las que cuentan los gobiernos para hacer política. Y muchos Estados, también en la muy solidaria Europa, han encontrado su ventaja competitiva (también algunas comunidades autónomas) no a través de una mejora de su productividad o de una apuesta decidida por la innovación tecnológica, sino modulando su fiscalidad a la baja, lo que ha favorecido una carrera que a larga perjudica a todos. La armonización fiscal es, de hecho, uno de los objetivos estratégicos de la UE en política económica.
Hoy, en siete países de la UE (Bulgaria, Hungría, Irlanda, Chipre, Lituania, Letonia y Rumania) el tipo efectivo en sociedades es inferior al 15%. Y eso que en esta clasificación no entran los convenios bilaterales que han firmado algunos gobiernos y ciertas multinacionales —ahí está el escándalo Luxleaks— para pagar menos impuestos a cambio de atraer inversión, y que reflejan claramente el cinismo (y la ausencia de transparencia) que ha imperado en la propia UE en materia fiscal. ¿Qué hará la UE con Irlanda?, que es el portaviones de las multinacionales americanas en Europa para pagar menos impuestos, una especie de caballo de Troya dentro del viejo continente.
El acuerdo no es el fin de nada, sino el principio de algo incierto. Antes hay que pactar una definición común sobre qué es la base imponible
¿El resultado? Las estimaciones más conservadoras calculan que la planificación fiscal agresiva, una metáfora fina de la elusión fiscal, le cuesta al planeta entre 100.000 millones y 240.000 millones de dólares que se cuelan por las cañerías del sistema sin beneficiar al conjunto de la población.
El acuerdo del G-7, en todo caso, parte de un principio que aclara todas las dudas, y de ahí su importancia. Las multinacionales de mayor tamaño, dice el comunicado, "deberán pagar impuestos en los países donde operan, y no solo donde tienen su sede", siempre que obtengan un beneficio del 10%. Y si es superior al 20% se aplicará en los países en los que operen. Es decir, se debe pagar impuestos allí donde se crea valor, y no en territorios de conveniencia, lo que favorecerá la transparencia. La otra medida, como se ha dicho, se basa en imponer un tipo mínimo del 15% en sociedades para impedir lo que la OCDE, poco sospechosa de ser un agente marxista, ha llamado "prácticas fiscales nocivas".
El 0,002%
La segunda de las medidas, según la Agencia Tributaria, implicaría una subida de la presión fiscal para cerca de 3.200 sociedades en España, todas ellas con una cifra de negocio superior a los 60 millones de euros anuales, y cuyo tipo efectivo es ahora muy inferior a ese 15%. Antes de que la demagogia gane adeptos conviene recordar que esas 3.200 empresas suponen apenas el 0,002% del tejido productivo de España, aunque sean muy relevantes. No solo porque tienen un volumen de facturación superior, sino también porque son las que tienen mayor presencia en el extranjero. De hecho, representan el 51,5% de la base imponible total del tejido societario. La mitad de lo que recaudó Hacienda en 2018 —último año con cifras cerradas— procedió de las empresas con una facturación superior a esos 60 millones.
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El acuerdo del G-7, en todo caso, no es el fin de nada, sino el principio de algo incierto. Entre otras cosas, porque primero hay que encontrar una definición común sobre qué es la base imponible, que es la madre del cordero en estas negociaciones. Y después alcanzar un acuerdo en la OCDE, donde los intereses son algo más que contrapuestos. Y hay asuntos como los precios de transferencias, la cesión de intangibles, el concepto de residencia vs. establecimiento permanente o la deducción de los intereses que son enormemente complejos, y que hace que no haya que esperar una aplicación inmediata, ni siquiera rápida, del acuerdo de este sábado.
No hay que olvidar que aunque el G-7 representa casi la mitad del PIB mundial, su capacidad de influencia es limitada si no es aceptada por los países que más se benefician del 'dumping' fiscal. Y mucho menos por los 'free riders', los paraísos fiscales, que hacen de su capa un sayo y que son el patio de atrás de muchas multinacionales. ¿O es que Biden va a cerrar por decreto las ventajas fiscales que ofrece el Estado de Delaware? Al fin y al cabo, como suele decirse, el diablo está en los detalles.
"Bienvenidos al siglo XXI. Ya era hora", exclamaba este sábado gráficamente un lector del 'Financial Times' tras conocerse el acuerdo histórico en el seno del G-7 sobre tributación de las multinacionales. En particular, las grandes corporaciones tecnológicas, tan avanzadas en el ámbito científico y digital como retrasadas en el pago de impuestos. El propio comunicado de los ministros de Finanzas del G-7 lo decía con una claridad inusitada. "Los grandes gigantes tecnológicos multinacionales pagarán su parte justa de impuestos en los países en los que operan". Nada que objetar.