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Nacionalistas, patriotas y truhanes
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Nacionalistas, patriotas y truhanes

Ser patriota es defender la Constitución, pero toda la Constitución. No basta con llenarla de oropeles y luego cruzarse de brazos. Precisamente, porque entre sus valores fundamentales está buscar salidas al conflicto

Foto: Manifestantes contra Pedro Sánchez en Madrid. (Reuters/Susana Vera)
Manifestantes contra Pedro Sánchez en Madrid. (Reuters/Susana Vera)
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No deja de ser significativo que haya tenido que ser Emmanuel Macron, y en Barcelona, quien haya recordado con acierto la diferencia entre dos categorías políticas que a veces se confunden: el nacionalismo y el patriotismo. Es significativo porque en ningún otro país de Europa como en Francia la fuerza de los símbolos ha sido históricamente tan importante.

Sin duda, por la carga emocional que tuvo —y aún tiene— la revolución francesa y todos sus mitos sobre el conjunto del continente, pero también porque el modelo republicano francés, un Estado laico comprometido con los valores fundacionales en un marco de libertad, se ha expandido, junto al liberalismo inglés, por las democracias más consolidadas. Patriotismo y republicanismo en el sentido original del término, en definitiva, son una misma cosa.

Ser patriota, vino a decir Macron, es incompatible con ser nacionalista. Los segundos buscan segregar y en algunos casos el odio

Ser patriota, vino a decir Macron, es incompatible con ser nacionalista. Los segundos buscan segregar y en algunos casos, incluso, construyen su pensamiento sobre el odio al vecino. Los nacionalistas, y bien lo sabe España en su tortuoso camino hacia la libertad, se afirman mediante la negación del contrario, lo que en definitiva es lo contrario al patriotismo, que al ser una pasión política no solo se nutre de símbolos, sino que atiende al sujeto histórico, que no es otro que la ciudadanía.

La idea de Macron, en todo caso, no es original. George Orwell, en un opúsculo que escribió nada más acabar la guerra mundial, advirtió que no hay que confundir ambos términos. "Por patriotismo", escribió, "entiendo la devoción a un lugar determinado y a una determinada forma de vida que uno considera los mejores del mundo, pero que no tiene deseos de imponer a otra gente. El patriotismo es defensivo por naturaleza, tanto militar como culturalmente". Por el contrario, aclaró el escritor británico, el nacionalismo es inseparable del deseo de poder. "El propósito constante de todo nacionalista", sostiene, "es obtener más poder y más prestigio, no para sí mismo, sino para la nación o entidad que haya escogido para diluir en ella su propia individualidad".

Un anacronismo

Ni que decir tiene que el concepto de nacionalismo de Orwell —y que posteriormente recogió Mitterrand en su célebre exclamación: "el nacionalismo es la guerra"— tiene que ver con el totalitario de los años 30, que hunde sus raíces en consideraciones de carácter étnico ajenas al nacionalismo moderado y cívico. Esta precisión puede parecer irrelevante, pero está en el fondo de muchas discusiones ciertamente arcaicas —e inútiles— que se viven hoy en España, donde muchos lo sitúan en el periodo de entreguerras, lo cual es un anacronismo. El primero, como muchos han dicho, es un horror que acabó en la mayor tragedia del siglo XX, el segundo se ha construido sobre mitos. En unos casos, discutibles, en otros completamente falsos, pero en todos los casos con suficiente legitimidad para intervenir en la cosa pública.

Para superar esta aparente contradicción entre patriotismo y nacionalismo se puso de moda hace unas décadas el concepto de patriotismo constitucional, que viene a marcar un perímetro de actuación cívica. Es dentro de la Constitución donde está obligado a deambular el nacionalismo no totalitario, entendido más como una identidad cultural, en el sentido que le dio Ernest Renan, que estrictamente política.

Esta diferencia es relevante porque el sabio francés advertía que dado que una nación consiste en que "todos los individuos tengan muchas cosas en común", para ello es necesario también "haber olvidado muchas cosas". Renan puso como ejemplo que ningún francés sabe si es burgundio, alano, taifalo o visigodo. Incluso, sostenía, todo ciudadano francés está obligado a olvidar la noche de San Bartolomé (el asesinato en masa de protestantes durante las guerras de religión) y, por supuesto, las matanzas del Mediodía durante el siglo XIII. Su conclusión era diáfana. "No hay en Francia", decía, "diez familias que puedan suministrar la prueba de su origen franco".

Oriol Junqueras y los independentistas, por mucho que les pese, son tan españoles como lo pudo ser Rocío Jurado

Para eso, precisamente, nacieron las constituciones. Para marcar un conjunto de normas integradoras —el bien común sin sectarismo ni excepciones— con un elevado contenido material. Las constituciones no son ninguna alegoría más o menos romántica sobre la nación, ni una mera suma de símbolos huecos cuyo sentido último es dotar a una determinada comunidad de una identidad nacional artificial. Su contenido material, tanto los derechos como las obligaciones, es, de hecho, el bien a proteger, ya que lo que está en juego es la construcción nacional, que no se basa, como dijo alguna vez Solé Turá, en oropeles o en darse golpes de pecho a la vista de todos, sino en un espacio público donde conviven todos.

Sorprende por eso que en el actual debate sobre las decisiones del Gobierno en favor de los independentistas por razones de oportunidad política, de eso no hay ninguna duda, se defienda la Constitución, pero al mismo tiempo se obvie lo que representa. No solo como un sistema de garantías, sino como una instrumento de transformación política en aras de lograr determinados objetivos desde la pluralidad, no desde la homogeneidad. Junqueras y los independentistas, por mucho que les pese, son tan españoles como lo fue Rocío Jurado.

Igualdad de oportunidades

Es decir, defender la Constitución supone compartir valores políticos como son la lucha contra la desigualdad, caminar hacia una mayor cohesión social mediante un sistema fiscal justo o insistir en la idea de que es necesario disponer de sistema sanitario suficiente para garantizar el bienestar de los ciudadanos. Y, por supuesto, avanzar hacia un sistema educativo basado en la igualdad de oportunidades, lo que es incompatible con su mercantilización del conocimiento. De nada de esto se habló en la manifestación de este sábado en Madrid. Tampoco de las pensiones o de una mejora de la arquitectura institucional del Estado, incorporando los valores republicanos en cuanto a integración territorial. Ni siquiera se animó al PP a pactar la renovación de los vocales del poder judicial, que aguas arriba explica en parte el deterioro institucional.

Si alguien piensa que todos los problemas se reducen a Sánchez, se equivoca. Un día será desalojado del poder y los problemas seguirán

No parece que estos asuntos se encuentren entre las prioridades del actual debate sobre el cumplimiento de la Constitución, alentado por veteranos políticos que hace tiempo que han perdido el oremus porque se resisten al paso del tiempo. Probablemente, porque España ha entrado en uno de esos momentos históricos en los que el esencialismo, en el sentido literal del término, marca las conductas políticas, como en los tiempos parsimoniosos de la Restauración, cuando una parte del sistema político estaba más preocupado por el duelo estilista que representaban Joselito-Belmonte que por la aparición de nuevas clases emergentes. En definitiva, el imperio de la vieja estatua de sal.

Es decir, un esencialismo entendido como la naturaleza última de las cosas, lo que en la práctica tiene mucho de antipolítica, y que a la postre es lo que arrastra el debate público hacia la nada. Si alguien piensa que todos los problemas de España se reducen a Pedro Sánchez, se equivoca. Sánchez, algún día, será desalojado democráticamente de la Moncloa o se irá él mismo si decide no presentarse, pero si no se entiende que la Constitución va mucho más allá que la identidad del presidente del Gobierno, no servirá de nada ninguna manifestación, por legítima que sea.

Defender la Constitución, pero obviar al mismo tiempo su capacidad integradora es lo mismo que despreciarla. Precisamente, porque entre sus valores fundamentales está buscar salidas al conflicto social teniendo en cuenta cada momento histórico, lo que no es sinónimo, de ninguna manera, de querer convertirla en chatarra legislativa. De hecho, es la mejor manera de protegerla.

No deja de ser significativo que haya tenido que ser Emmanuel Macron, y en Barcelona, quien haya recordado con acierto la diferencia entre dos categorías políticas que a veces se confunden: el nacionalismo y el patriotismo. Es significativo porque en ningún otro país de Europa como en Francia la fuerza de los símbolos ha sido históricamente tan importante.

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