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La decisión más difícil de Feijóo (y también de Pedro Sánchez)
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La decisión más difícil de Feijóo (y también de Pedro Sánchez)

¿Cuál es el tamaño del Estado de bienestar que los españoles están dispuestos a financiar? Esta es la pregunta que deberá responder el próximo Gobierno, sea el que sea, tras el restablecimiento de las reglas fiscales

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, escucha la intervención del líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante el pleno del Senado. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, escucha la intervención del líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante el pleno del Senado. (EFE)
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En un reciente artículo publicado por Funcas, los economistas Capó Cervera (Consejo de la UE) y Martínez Mongay, exdirector general de la Comisión Europea, llaman la atención sobre la existencia de un "extraño animal" de dos cabezas. Mientras que la política monetaria depende de una autoridad independiente, el BCE, la política fiscal está en manos de 27 gobiernos soberanos que toman las decisiones aprobadas por sus respectivos parlamentos.

Se dirá que es lo normal. Al fin y al cabo, mientras que el banco central tiene como objetivo principal la estabilidad de precios y se debe a la decisión libérrima de sus gobernadores (elegidos por los gobiernos), los políticos están sometidos al escrutinio de las urnas, lo que explica que existan frecuentes divergencias.

Los gobiernos y la inflación, ya se sabe, son viejos aliados para corregir los déficits

Sin ir más lejos, los banqueros de Fráncfort han subido los tipos de interés de forma intensa, hasta niveles inimaginables hace pocos meses, para enfriar la economía y combatir el alza de los precios. Mientras, la política fiscal —desde luego, en el caso de España— continúa siendo expansiva, aunque sea de forma moderada, y solo la elevada inflación y el ahorro que han acumulado los tesoros nacionales por la política de tipos de interés cero explica que los desequilibrios fiscales hayan menguado. Los gobiernos y la inflación, ya se sabe, son viejos aliados para corregir los déficits.

La Comisión Europea ya ha advertido que la cláusula general de salvaguardia, que es una especie de botón nuclear que entra en funcionamiento cuando surgen situaciones excepcionales, como la pandemia, se desactivará "a finales de 2023", lo que significa lisa y llanamente que tras los excesos vienen los ajustes. O, lo que es lo mismo, la orientación de la política fiscal volverá a estar en el centro de la agenda pública tras el establecimiento de unas nuevas reglas que actualizan las existentes en las tres últimas décadas, aunque en realidad los gobiernos nunca se las tomaron demasiado en serio.

Una catástrofe evitada

Lo que se sabe es que en los últimos años —incluso antes de que irrumpiera la pandemia— el gasto público ha crecido hasta niveles impensables. Algunos datos. En 2017, el conjunto de administraciones públicas gastó 480.265 millones de euros, mientras que en 2021, último año con información disponible cerrada, el total del gasto público se situó en 610.864 millones. Por lo tanto, un incremento del 27,2%, muy encima de la inflación, que en esos años fue casi inapreciable. Eso quiere decir que en apenas cuatro años (sin contar 2022) el gasto público se ha incrementado en 130.599 millones de euros. De ese aumento, dos de cada tres euros tienen que ver con la crisis económica, sanitaria y social derivada de la pandemia, lo que es perfectamente explicable en términos políticos y sociales. Hacer lo contrario hubiera sido una catástrofe.

En todo caso, lo relevante es que en 2021 el gasto público representó ya el 50,6% del PIB, porcentaje nunca alcanzado por la economía española. Según la comunicación enviada en su día a Bruselas, destaca el capítulo destinado a lo que la Intervención del Estado denomina protección social, que supone el 42% del aumento del gasto público en ese periodo. Mirando las tripas de su composición, lo que se observa es un incremento significativo de las prestaciones sociales en efectivo, donde se incluye el gasto en pensiones o en desempleo, con un aumento de casi el 29%.

El gasto público representa ya el 50,6% del PIB, porcentaje nunca alcanzado por la economía, gracias a que no había reglas fiscales

El gasto más relevante de esa partida, de hecho, fue el de las pensiones, que representa ya el 28% del gasto de todas las administraciones públicas. Ese porcentaje, como es obvio, tenderá a crecer en el tiempo en la medida en que se vaya jubilando la generación nacida en los últimos años de la década de los 50, los años 60 y primeros años de la década de los 70. Por lo tanto, no es descabellado estimar que dentro de una década al menos uno de cada tres euros de gasto público se destinará a pagar pensiones.

Más allá del análisis que cada uno haga sobre la última reforma de la Seguridad Social, que empieza a convertirse en un deporte nacional, como las múltiples reformas del sistema educativo, lo relevante es conocer si existe en España un consenso sobre cuál es el tamaño del Estado de bienestar que se quiere financiar. No es un asunto cualquiera. Es, de hecho, la pregunta a la que deberá responder el sistema político en los próximos años.

Al exministro Montoro le gustaba decir que el objetivo del Gobierno de Rajoy era situar la presión fiscal en torno al 38-39% del PIB, por lo que si el Estado no quería acumular déficit también el gasto público debería colocarse en un rango similar. Es decir, habría que recortar algo más de 11-12 puntos del PIB (en torno a 150.000 millones de euros). Obviamente, esto significa un severo ajuste, por lo que se entiende que se haría de forma progresiva.

Prioridades del gasto

En todo caso, parece razonable pensar que sea cual sea el resultado electoral, el próximo Gobierno se enfrenta a lo que se podría llamar, salvando las distancias, la decisión de Sophie, aquella película en la que una madre debía decidir a quién de sus dos hijos salvaba del horror nazi. O lo que es lo mismo, debe decidir, en función del tamaño de Estado de bienestar que quiera y pueda financiar, si prioriza el gasto en pensiones, que seguirá acumulando desequilibrios en los próximos años, o, por el contrario, lo reorienta hacia otras actuaciones en las que España se encuentra estructuralmente muy por debajo del entorno europeo. Por ejemplo, en sanidad (un 6,6% del PIB frente al 8,8% en la UE), en familia (1,3% frente al 2,3%) o vivienda y exclusión social (un 0,3% frente al 1,2%).

Es decir, partidas muy relevantes para un país al que se le han roto las costuras, precisamente, en esas y otras cuestiones, y que además tiene un grave problema de productividad que hay que vincular a los escasos recursos que dedica a investigación y desarrollo y a un déficit en cualificación profesional por décadas de abandono de la formación dual.

No se discute sobre el tamaño del Estado de bienestar que se desea financiar

Es evidente que el sistema público de salud necesita nuevos recursos o que España tiene un problema de natalidad que solo la inmigración está ayudando temporalmente a solucionar, por lo que hay que aumentar las ayudas a las familias; mientras que el problema de la vivienda, en un país de propietarios, afecta sobre todo a los jóvenes, cuyos salarios son insuficientes para tener acceso o, incluso, para poder alquilar un piso digno de tal nombre.

No parece, sin embargo, que el debate público vaya por ahí. Se discute sobre la bondad o maldad de la reforma de las pensiones, pero poco sobre el tamaño del Estado de bienestar que se quiere financiar, que desde luego es un problema más relevante que el hecho de que unos políticos con rentas elevadas hayan cobrado unos centenares de euros en ayudas públicas. A veces se olvida que uno de los grandes avances que trajo consigo la construcción del Estado de bienestar a partir de 1945 fue el carácter general de las prestaciones, independientemente del nivel de renta.

Economía política

Y esto siempre fue así porque se entendía que la política de pre y redistribución de la renta se puede hacer priorizando determinadas partidas de gasto para proteger a los colectivos más vulnerables o a través de los impuestos. Es decir, incrementando la presión fiscal con la aplicación de tipos progresivos a quienes tuvieran altos salarios o percibieran elevadas rentas del capital, independientemente de si consumen o no las ayudas. Entre otras razones, porque las subvenciones no solo buscan ayudar a las familias con pocos recursos, sino que se sitúan en el marco de determinadas decisiones de economía política. Por ejemplo, apoyar la transición energética (solo las rentas más altas pueden adquirir un coche eléctrico), favorecer la digitalización del sistema productivo (independientemente de si la empresa gana más o menos dinero) y, por supuesto, apostar por la innovación, aunque el destinatario tenga elevados ingresos. El carácter general del Estado de bienestar es, de hecho, una de las grandes conquistas de la izquierda, toda vez que lo contrario se llama beneficencia, que era justo lo que se quería erradicar, y por eso siempre se opuso a los tickets moderadores que siempre han gustado a los neocom.

Cada grupo social pelea hoy por captar rentas públicas. Pérez Galdós lo llamó, en la época del caciquismo, pastar del presupuesto

Ese esquema es el que comenzó a resquebrajarse a partir de los años 80 con la progresiva erosión de los impuestos directos (Sociedades o IRPF) y su sustitución por los indirectos, que no discriminan en función del nivel de renta, lo que a la postre ha derivado en una especie de todos contra todos.

Cada grupo social pelea por captar rentas públicas (Galdós lo llamaba, refiriéndose a los caciques de la Restauración, pastar del presupuesto), pero sin una visión global sobre el tamaño del Estado de bienestar que se quiere alcanzar. Como no puede ser de otra manera, el resultado es el auge del populismo y de la demagogia, que tiende a polarizar a la sociedad con argumentos pueriles: la solución es bajar impuestos sin más, aun a costa de no poder financiar servicios esenciales que luego demandan los propios contribuyentes, o, por el contrario, gastar más sin ton ni son sin una correcta evaluación de su eficacia.

El escenario se parece mucho al de una familia que se pelea por el reparto de la herencia, lo cual suele llevar a malas decisiones: se malvende el patrimonio del fallecido o los hermanos o primos se dejan de hablar. En definitiva, una especie de guerra de los Rose, aquella película en la que el matrimonio se tiraba los trastos a la cabeza, y en la que todos perdían.

En un reciente artículo publicado por Funcas, los economistas Capó Cervera (Consejo de la UE) y Martínez Mongay, exdirector general de la Comisión Europea, llaman la atención sobre la existencia de un "extraño animal" de dos cabezas. Mientras que la política monetaria depende de una autoridad independiente, el BCE, la política fiscal está en manos de 27 gobiernos soberanos que toman las decisiones aprobadas por sus respectivos parlamentos.

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