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La amnistía ni es el problema ni es la solución
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La amnistía ni es el problema ni es la solución

Ningún Estado puede renunciar a conceder amnistías en determinadas circunstancias. Pero tampoco puede concederlas si no existen ciertas garantías. El problema viene de aguas arriba, por la propia degradación del sistema de partidos

Foto: Simpatizantes de Puigdemont le animan a "no rendirse". (EFE/David Borrat)
Simpatizantes de Puigdemont le animan a "no rendirse". (EFE/David Borrat)
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No es fácil encontrar una fecha. Pero no parece descabellado situar el origen de la degradación de la política española —no es que antes fuera un lugar prístino y estuviera exento de polución— en el 3 de mayo de 2016, cuando el Boletín Oficial del Estado publicó el Real Decreto 184/2016 que disolvía tanto el Congreso como el Senado para poder convocar nuevas elecciones. Era la primera vez que se repetían unos comicios en la reciente historia de España, y desde entonces la política ha entrado en unos vericuetos impensables no hace demasiados años.

La erosión, aunque tal vez habría que hablar de envilecimiento, no es, desde luego, un problema que deba vincularse a la ruptura del bipartidismo en las elecciones generales previas, las de diciembre de 2015. Al fin y al cabo, el sistema anterior había hecho agua tras la crisis financiera de 2008 y la posterior crisis política, sino que la metástasis comenzó a inundar todo el sistema político a la luz de la quiebra de un principio inapelable. La democracia se basa en la existencia de consensos básicos que habilitan la convivencia, y sobre los que se construye la identidad de una nación. Por ejemplo, su estructura territorial, sus rasgos culturales y simbólicos comunes, el buen funcionamiento de sus instituciones o, incluso, la organización y autonomía de su sistema judicial. También, el clima político.

Foto: Feijóo, en el Congreso. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Desde entonces —han pasado apenas siete años— se han celebrado tres elecciones generales (incluida una segunda repetición electoral) y ningún partido ha logrado nunca más de 137 escaños de los 350 asientos del Congreso, pese a que el sistema electoral beneficia claramente a los dos partidos mayoritarios. Sin esa prima de representación, su mayoría sería incluso muy inferior. El sistema, por decirlo de una manera directa, está averiado, lo que explica la sucesión de acontecimientos y la acumulación de problemas sin atender. No porque se haya fragmentado el parlamento, sino porque el bipartidismo ha sido sustituido por el bibloquismo.

Es evidente que la munición que ha sembrado la discordia —hay otros factores pero son menos relevantes— viene originalmente del independentismo catalán, siempre desleal con el Estado de derecho desde los tiempos de Francesc Macià el mismísimo 14 de abril, pero el actual estado de cosas no hubiera sido posible sin el concurso de los dos grandes partidos, que desde 2016 han cavado hondas trincheras hasta llegar a la situación actual. Los nuevos partidos, ahí está el caso dramático de Ciudadanos, que acabó convirtiéndose en un hooligan del sectarismo en lugar de aportar aire fresco con ideas renovadoras, han hecho la trinchera un poco más profunda.

La foto de Colón

"No vamos a pactar, somos un partido radicalmente distinto", dijo Pedro Sánchez, según esta crónica de El País, en el comité federal del PSOE apenas 48 horas antes de disolverse las Cortes. Tampoco el PP —ni con Rajoy ni con Casado ni Feijóo— ha hecho algo por buscar una vía de entendimiento. Muy al contrario, desde al menos 2018 (ya en plena competencia con Vox) se ha echado en brazos de la extrema derecha que pretende liquidar el Estado de las autonomías e ilegalizar partidos políticos, y con quien compartió la ominosa foto de Colón, institucionalizada con los acuerdos posteriores al 28-M.

A nadie puede extrañar, por lo tanto, que el país tenga serios problemas de gobernabilidad —un concepto que va más allá que la aprobación de leyes— y que haya resucitado un trampantojo que consiste en entender la política como dos modelos incompatibles entre sí, cuando en la práctica es Europa quien marca los límites de la acción política. Los independentistas lo saben bien porque no solo el artículo 155 arrumbó sus delirios secesionistas, sino que fue la propia Unión Europea quien dijo que nunca aceptaría a Cataluña en su seno por razones obvias: detrás vendrían muchas más naciones. Mienten, por lo tanto, quienes sostienen que Sánchez puede habilitar un proceso de autodeterminación en la Europa del siglo XXI, y no solo porque es abiertamente inconstitucional, sino que la Unión Europea nunca lo permitiría.

Llorar por la leche derramada, sin embargo, carece de sentido. Probablemente, lo peor que puede hacer ahora la política española es comenzar a discutir sobre quién es el culpable de que se haya llegado a este estado de cosas. Obviamente, salvo que se entienda la política como un ring de boxeo en el que los contendientes acaban sonados de tantos golpes. Desgraciadamente, y dada la ausencia de alternativas, parece que se quiera continuar esa estrategia. Es en este contexto en el que hay que situar el actual debate sobre la más que probable amnistía a los encausados por el 1-O, cuya cifra aproximada serían unas 700, según Òmnium Cultural, auditados por Verificat, de los cuales siete serían los huidos de la justicia española.

Borrón y cuenta nueva

Las amnistías, en principio, no son ni buenas ni malas. Dependen del fin que busquen. Y no es necesario acudir a un ejercicio de derecho comparado para entender que en determinados períodos históricos han cumplido esa función.

Es por eso falso decir que una amnistía supone borrón y cuenta nueva con el pasado (otra cosa es el del punto de vista del expediente judicial). Desde el punto de vista político, que es el verdaderamente relevante, no se olvida nada. Todo el mundo sabe y recuerda con nitidez lo que sucedió el 1-O y los días posteriores, por lo que carece de sentido insistir en comparar la amnistía ni con la amnesia ni con el olvido. Ni siquiera, por supuesto, supone una descalificación de los tribunales juzgadores porque ellos hicieron su trabajo de acuerdo a la ley democrática, aprobada por la soberanía popular, y no hay nada que reprochar. Al contrario. Como recordaba hace unos días el exministro Tomás de la Cuadra, no es casualidad que inicialmente el Ministerio de Justicia se llamara de Gracia y Justicia.

El carácter extraordinario que tiene la amnistía es, precisamente, lo que le hace ser un instrumento delicado. En particular, porque hay que situar su concesión —que es perfectamente legítima, incluido en democracias consolidadas, como es la española— en un contexto determinado. Sin contexto no puede haber amnistía, como sucedió al comienzo de la democracia o, incluso, cuando en la primera mitad de los años 80 se concedieron indultos —equiparables en este caso a una amnistía—a los militantes de ETA-PM con crímenes de sangre posteriores a 1977. No sucedió nada ni hubo escándalos, simplemente porque se situaban dentro de un contexto determinado: su disolución.

Foto: Iñigo Urkullu y Carles Puigdemont, tras su reunión en 2017. (EFE/Toni Albir)

Como cuestión de principios, por lo tanto, lo prioritario es conocer qué es lo que se pretende con la amnistía. O lo que es lo mismo, cuál es el bien a proteger que necesariamente tiene que ser de carácter superior a la propia concesión de la amnistía, cuyo carácter es político, como lo es la propia Constitución, que es quien marca los límites de su ejecución. En este caso, según el Gobierno, facilita la convivencia en Cataluña.

El argumento, desde el punto de vista formal es inapelable. Hay pocas dudas de que si con la amnistía, en aras del interés general, se normaliza la situación política en Cataluña —la principal fuente de nuestros conflictos territoriales actuales desde hace más de un década— hay que concederla. Ahora bien, la pregunta obligada es si con su aprobación hay garantías de que se vaya a recuperar lo que en términos de convivencia se puede llamar la normalización de la política catalana. O, al menos, se materializa temporalmente la célebre conllevancia de la que hablaba Ortega en sus fértiles debates con Azaña sobre Cataluña. Y lo que no es menos importante, si se garantiza que tras la paz política, en el sentido figurado del término, no llega la victoria. Es decir, la construcción de una Cataluña sobre la voluntad de otros, lo cual sería una calamidad.

Un debate cojo

Es por eso por lo que el actual debate sobre la amnistía está cojo si no se enmarca en un contexto más amplio sobre política territorial, que es el que corresponde a los partidos con vocación de Gobierno. No solo sobre el encaje de Cataluña en la organización del Estado, sino, en general, sobre una revisión global del Título VIII de la Constitución que evite, por ejemplo, convertir el Congreso, por la puerta de atrás, en una cámara territorial, para lo cual se requieren unas mayorías cualificadas de las que hoy nos dispone la mayoría de izquierdas.

Las urgencias políticas, sin embargo, han derivado en que se haya comenzado a construir la casa por el tejado. En lugar de comenzar a caminar en una reforma territorial que bien pudiera desembocar en una amnistía, se empieza por lo segundo, lo que solo puede provocar confusión y ruido. Lo mismo sucedió tras la reforma del Estatut y la posterior sentencia del Constitucional, en lugar de buscar soluciones a un problema endiablado, como era que el TC tumbara un texto aprobado en referéndum por sus destinatarios, en los que en aquel momento descansaba la soberanía popular, no se hizo nada, lo que desembocó en los acontecimientos de 2017.

Foto: Una imagen de archivo de la Diada en Cataluña. (EFE/Alejandro García) Opinión
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Confusión y ruido porque la amnistía se enmarca hoy en el debate de investidura, ya que el candidato socialista necesita los votos de los independentistas, que son quienes le exigen amnistía ya. Es decir, se convierte un asunto de Estado, como es la amnistía, ya que afecta al conjunto del sistema político y al orden constitucional, en una cuestión de Gobierno. Un asunto de Estado, por cierto, que no solo incumbe a quien ostenta el poder, sino también al principal partido de la oposición, que precisamente por ser una cuestión muy relevante no debería hacer demagogia. Entre otras razones, porque de aquellos polvos (la negación de la acción política) estos lodos.

El hecho de que la amnistía sea una condición necesaria, pero no suficiente, para facilitar la normalización política en Cataluña debería de estar en el centro del debate político. No lo está. Precisamente, por el carácter instrumentalista y hasta maniqueo, en el sentido más miserable del término, que se quiere dar a la amnistía al despojar a esta medida de gracia del problema de fondo, que tiene que ver con viejos problemas no resueltos por la desidia de unos y otros, y que es lo que hubiera podido vaciar de contenido las ansias independentistas. La manifestación de este domingo es la prueba del nueve. Como lo es pensar que con la amnistía se apaga un conflicto que ha envenenado la convivencia. En definitiva, una cuestión de Estado convertida en almoneda.

No es fácil encontrar una fecha. Pero no parece descabellado situar el origen de la degradación de la política española —no es que antes fuera un lugar prístino y estuviera exento de polución— en el 3 de mayo de 2016, cuando el Boletín Oficial del Estado publicó el Real Decreto 184/2016 que disolvía tanto el Congreso como el Senado para poder convocar nuevas elecciones. Era la primera vez que se repetían unos comicios en la reciente historia de España, y desde entonces la política ha entrado en unos vericuetos impensables no hace demasiados años.

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