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La gran mentira de la financiación autonómica
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La gran mentira de la financiación autonómica

Habría que aprobar una Ley de Claridad, como la canadiense, pero para saber cuáles son las funciones de las regiones y cuáles las de la Administración central. Mientras eso llega, España seguirá con el carajal autonómico, que diría Solbes.

Foto: María Jesús Montero en el Senado. (Europa Press/Eduardo Parra)
María Jesús Montero en el Senado. (Europa Press/Eduardo Parra)
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Primero, los datos. En 2022, últimas cifras cerradas con carácter definitivo, el conjunto de las Administraciones Públicas gastó 637.831 millones de euros, equivalentes al 47,4% del PIB. Si se elimina la Seguridad Social, cuyo gasto es común a todas las regiones, incluidos los territorios forales, quedan 430.718 millones —aquí la fuente de los datos—. De esta cantidad, 203.899 millones corresponden a las CCAA, mientras que el resto lo gestionan la Administración central y sus organismos autónomos (las regiones también son Estado) y las corporaciones locales. Esto quiere decir que casi la mitad del gasto público, en concreto, el 47,3% lo ejecutan los gobiernos regionales.

En un Estado muy descentralizado como es el español —en la práctica se trata de un sistema cuasi federal— se supone que hay coherencia entre el gasto y los ingresos. No en vano, la propia LOFCA (Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas) habla en su artículo 2.d de corresponsabilidad fiscal, un concepto esencial en cualquier sistema de financiación autonómica de corte federal, aunque solo sea por el viejo principio tributario que se puso de moda durante la lucha de las colonias americanas contra Inglaterra: "No taxation without representation". O lo que es lo mismo, quien paga impuestos tiene el derecho a ser representado, entre otras razones, porque los ingresos son la otra cara del gasto público.

El citado artículo de la LOFCA dice, textualmente, que la actividad financiera de las regiones se ejercerá en coordinación con la Hacienda del Estado, aunque de acuerdo al principio de "corresponsabilidad de las comunidades autónomas y el Estado en consonancia con sus competencias en materia de ingresos y gastos públicos".

La corresponsabilidad fiscal, de hecho, es la clave de bóveda del buen funcionamiento del sistema en cualquier modelo descentralizado. El último informe de los expertos (2017) identifica bien esta cuestión. "Para potenciar la autonomía y la corresponsabilidad fiscal de las CCAA", sostienen, "sería necesario aumentar el margen de decisión fiscal de las Haciendas autonómicas, que, en el momento actual [2017], está muy centrado en la imposición directa".

Mucho gasto, pocos ingresos

Dadas las limitaciones recaudatorias de Sucesiones y Donaciones, Patrimonio, el IRPF autonómico, insisten, "se convierte, de facto, en el único tributo sobre el que operar, para llevar a cabo ajustes presupuestarios de cierta magnitud". Es decir, el margen de maniobra de los gobiernos regionales (y, por lo tanto, su responsabilidad ante los contribuyentes) es muy limitado para hacer política económica, ya que dependen de la normativa estatal. Por decirlo de una manera directa, las CCAA tienen mucha capacidad para gastar, pero poco margen de maniobra para aumentar sus ingresos. Unas veces a causa de la normativa y otras veces por voluntad de sus gobernantes, como la Comunidad de Madrid, que ha renunciado a establecer impuestos propios (todos son cedidos), lo que sin duda es una rara avis en un Estado cuasi federal. Se prefiere que sean otros quienes pongan los impuestos para no sufrir desgaste político alguno. Y cuando faltan recursos, lo que hay que hacer es reclamar más financiación.

Algunos datos pueden ilustrar el estado de la cuestión —aquí los datos—. En 2022, los tributos cedidos al 100% gestionados por las CCAA recaudaron 17.532 millones de euros, incluyendo Patrimonio, Sucesiones y Donaciones y tasas sobre el juego. De forma adicional, la recaudación por impuestos propios, es decir, aquellos que crean los parlamentos regionales, siempre que los hechos imponibles no graven lo mismo que otros tributos, ascendió en 2021 a 2.380 millones de euros. Es verdad que en los últimos años el número de impuestos propios (alrededor de 80) ha crecido de forma significativa, pero su recaudación sigue siendo marginal.

Las CCAA ejecutan casi la mitad del gasto público, pero solo son responsables directas de menos del 15% de los ingresos tributarios

De hecho, si se suman los impuestos cedidos al 100% y los propios, las CCAA apenas recaudan directamente 19.912 millones. No parece mucho respecto de los 134.393 millones —aquí las cifras— que ingresaron por el resto de tributos cedidos parcialmente o recaudados por el Estado, en particular el 50% del IRPF y del IVA. Es decir, apenas un 14,8%.

Resumiendo, las CCAA ejecutan casi la mitad del gasto público (el 47,3%), pero solo son responsables directas de menos del 15% de los ingresos tributarios, el resto son transferencias del Estado, cuya cuantía depende de la voluntad del Gobierno de turno. Primero Felipe González, luego Aznar y más tarde Zapatero, siempre en función de la correlación de fuerzas en el parlamento. Así es como se ha creado un sistema clientelar que de alguna manera defrauda, en el sentido literal del término, el espíritu de la LOFCA y, en último término, de la propia Constitución, que en su artículo 156 habla textualmente de que las CCAA gozarán de "autonomía financiera para el desarrollo y ejecución de sus competencias con arreglo a los principios de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles". Es decir, no es incompatible la autonomía con la cooperación entre administraciones.

Un arcano autonómico

Sin embargo, no parece mucha autonomía cuando quien recauda es el Estado —en la Agencia Tributaria las CCAA no tienen ninguna relevancia— y luego, en función de las necesidades parlamentarias de cada momento político, distribuye entre los gobiernos regionales en forma de transferencia mediante un sistema tan complejo que ni quienes hacen las leyes lo entienden. Un auténtico arcano. De hecho, si se le pregunta a cualquier ciudadano cómo funciona el sistema de financiación, incluidos muchos ilustrados en materia económica, darán la callada por respuesta.

Aquí está, probablemente, el mayor déficit del sistema. Sin duda, alimentado por las propias CCAA, quienes prefieren que sea el Gobierno central —ya sea del PP o del PSOE— quien dé la cara ante los contribuyentes en materia de presión fiscal, mientras que ellas se encargan del gasto público, que siempre es más lucido.

En los sistemas federales lo habitual es que haya tributos estatales y territoriales delimitados. España ha preferido un sistema de virreinatos

Es evidente que se trata de un disparate. No puede tener ningún sentido económico que quien gasta no recaude. Por el contrario, se ha optado por un sistema en el que la política de ingresos, en última instancia la clave de la autonomía financiera, se deja en manos del Gobierno de turno, ya que de esta manera no hay que pedir nuevos recursos a los contribuyentes cuando lo exige la política de gastos. Ni que decir tiene que es el mejor de los mundos posibles para un gobernante. Se bajan los impuestos, pero cuando se necesitan más recursos para atender las funciones esenciales del Estado, solo hay que pedir más financiación.

Un problema crónico

Este desajuste entre ingresos y gastos en las administraciones territoriales se explica, fundamentalmente, porque en lugar de haber cerrado constitucionalmente el modelo de financiación —actualizando el Título VIII y dejando bien claro las competencias en materia tributaria de cada administración— se ha optado por un sistema clientelar, lo que hace que la financiación regional se haya convertido en un problema crónico y en ocasiones puesta en almoneda. Ni siquiera la Agencia Tributaria está consorciada, lo que hace que los flujos de información entre las distintas administraciones (en particular cruzando información sobre IRPF y Patrimonio) sea muy deficiente y fomente, incluso, el fraude.

En los sistemas federales lo habitual, aunque es verdad que hay tantos modelos como países, es que haya tributos estatales y territoriales perfectamente delimitados, y después que cada administración aguante su vela, algo que no ocurre en España, que ha preferido un sistema de virreinatos.

Sin embargo, es Madrid quien parte y reparte en función, como se ha dicho, de la correlación de fuerzas. Probablemente, porque hay un problema en origen de trascendencia constitucional que tiene que ver con el artículo 150, que habilita al Estado a ceder impuestos cuando lo considere oportuno el gobernante de turno siempre que alcance una determinada mayoría. A lo mejor habría que aprobar una Ley de Claridad, como la canadiense, pero para saber realmente cuáles son las funciones de las regiones y cuáles las de la Administración central. Mientras eso llega, España seguirá con su particular carajal autonómico, que diría Pedro Solbes.

Primero, los datos. En 2022, últimas cifras cerradas con carácter definitivo, el conjunto de las Administraciones Públicas gastó 637.831 millones de euros, equivalentes al 47,4% del PIB. Si se elimina la Seguridad Social, cuyo gasto es común a todas las regiones, incluidos los territorios forales, quedan 430.718 millones —aquí la fuente de los datos—. De esta cantidad, 203.899 millones corresponden a las CCAA, mientras que el resto lo gestionan la Administración central y sus organismos autónomos (las regiones también son Estado) y las corporaciones locales. Esto quiere decir que casi la mitad del gasto público, en concreto, el 47,3% lo ejecutan los gobiernos regionales.

Pedro Sánchez Financiación autonómica
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