Mientras Tanto
Por
El ruido y la furia que vienen
El tiempo de las mayorías absolutas se ha acabado. Feijóo, si gobierna, tendrá parecidas dificultades porque el virus de la inestabilidad ha sido inoculado en la mayoría de las democracias parlamentarias
Un castizo diría que hablar sobre la crisis del régimen parlamentario es tan viejo como el café 'migao'. Ya se sabe, esos mendrugos de pan que las familias humildes echaban al café —o a lo que hubiera— para matar el hambre. Pensadores de derecha e izquierda han teorizado durante décadas sobre la degradación del parlamentarismo, y muchos han visto en ese proceso las causas últimas de las dos guerras mundiales. En particular, por la descomposición del bipartidismo que se produjo en algunos países —incluida Inglaterra— en los que el régimen parlamentario había sido más eficiente, lo que llevó a una fragmentación y creciente polarización del sistema político con indudables consecuencias. En el caso español, los años anteriores a la dictadura de Primo de Rivera reflejan esa parálisis parlamentaria que a la larga, tras el colapso de la Restauración, derivó en la trágica guerra civil.
Gramsci, en una muy conocida frase, lo atribuyó a una coincidencia histórica de trágicas consecuencias: "La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados". Y el profesor Sánchez Agesta, en una crítica que hizo a Carl Schmitt sobre su visión del parlamentarismo, un sistema que el alemán consideraba superado, recordó que los parlamentos son instituciones que se basan en dos principios: la publicidad y el gobierno mediante discusión. Publicidad y discusión, decía, significan la victoria del derecho sobre la fuerza mediante instituciones representativas. Esto es, la libertad regulada a través de una discusión pública (el parlamento) que corresponde a un ejercicio de la razón (la ley).
La razón política, sin embargo, está en retirada, y eso explica la creciente inestabilidad política a consecuencia de fenómenos muy conocidos en la teoría política: el choque de legitimidades, la fragmentación del sistema de partidos o las crecientes dificultades para formar Gobierno en muchos países por ausencia de lealtad institucional, también España. Y cuando estos se forman, la inestabilidad forzada, en muchas ocasiones por disputas artificiales, forma parte del paisaje cotidiano. Hasta el parlamento europeo, donde tradicionalmente se han construido mayorías sólidas, ha comenzado a resquebrajarse por la irrupción de fuerzas que cuestionan algunos de los valores fundacionales de la propia Unión Europea. Pero también por la vulgar utilización de las instituciones para salvar el pellejo político en cuestiones internas.
Lo que muestra la creciente inestabilidad es una crisis del parlamentarismo que tiene su reflejo más palmario en la sustitución de los partidos políticos por movimientos alternativos construidos a la manera del líder. Trump es el caso más evidente, pero hay muchos más. Y hay que recordar que todo movimiento tiene un componente nacionalista en la medida que busca un sistema de representación supraideológico: el líder se siente por encima de doctrinas que considera caducadas. El parlamento, incluso, sobra porque es una restricción del poder absoluto.
Un falso presidencialismo
Pedro Sánchez, salvando las distancias, también ha construido el partido en torno a su figura, y eso explica en parte las dificultades del PSOE para imponerse en muchos territorios en los que el partido ha quedado arrasado por la influencia de Moncloa. En definitiva, un falso presidencialismo ajeno a la propia Constitución. La multiplicación de partidos que se ha producido en los últimos años alrededor de su espacio político es el mejor ejemplo de la pérdida de capilaridad socialista, lo que le ha obligado a pactar a la desesperada para asegurarse el poder con partidos que buscan la supervivencia ante el avance de fuerzas reaccionarias.
Si a esto se une la creciente fragmentación de la derecha tras la aparición de nuevos partidos, el resultado es demoledor en términos parlamentarios. Entre otras razones, porque obliga a los partidos centrales del sistema a mirar a derecha e izquierda de forma permanente para evitar que otros ocupen su espacio, lo que en definitiva esteriliza la función del parlamento. La mejor prueba de ello es que incumpliendo el mandato constitucional este país sigue sin proyecto de ley de presupuestos generales del Estado para 2025 (tampoco lo hubo en 2024), lo que refleja su inoperancia. La aprobación agónica de normas no es más que el símbolo de esa degradación del parlamento como espacio de negociación.
La lectura rápida de lo que ha pasado esta semana con la bochornosa negociación del paquete fiscal (hablar de reforma es un eufemismo) es fruto de la debilidad del Gobierno. Y es evidente que así es. Con estos mimbres, la inestabilidad está asegurada. Pero es probable que esa interpretación tenga mucho de superficial. Los problemas de Sánchez serán los mismos que tendrá el próximo Gobierno, sea o no socialista, en la medida que el parlamentarismo, entendido como el espacio en que se sustancia la acción del Gobierno, tiende a ser inoperante por ausencia de consensos elementales. El tiempo de las mayorías absolutas se ha acabado. Feijóo, si gobierna, tendrá parecidas dificultades porque el virus de la inestabilidad ha sido inoculado en la mayoría de las democracias parlamentarias por la fragmentación de los sistemas políticos a consecuencia de la irrupción de las nuevas tecnologías de la información, aunque en muchos casos habría que hablar de desinformación. El deficiente sistema de elección de líderes, aunque siempre es injusto generalizar, ha hecho el resto.
Tertulia de taberna
No es que la pluralidad sea la causa de las dificultades para sacar adelante las leyes, sino que son los incentivos equivocados de los partidos —tanto los de la oposición como de los que apoyan al Gobierno— quienes no parecen haber entendido el tiempo que les ha tocado vivir y hacen el parlamento inviable, con todo lo que ello supone. De hecho, se puede hablar de un vacío parcial del poder parlamentario derivado de la pérdida de hegemonía de las clases dirigentes, y que afecta no solo al Gobierno de la nación, sino al conjunto del sistema político en la medida que también la oposición se convierte en algo inservible. Inútil. ¿Para qué sirve un partido si solo está para destruir la acción de Gobierno, sea este o cualquier otro? Sobre estos supuestos, cabe recordar, se construyó la crisis del parlamentarismo de hace un siglo, cuando para desprestigiar a los parlamentarios se los comparaba con una tertulia de taberna. ¿En qué contribuyen políticos como Miguel Tellado a mejorar la calidad de la democracia?
Es probable que detrás de este fenómeno, que no ha hecho más que comenzar, se encuentre una especie de bloqueo de legitimidades que en la práctica aísla al parlamento del hecho político (su razón de ser) y lo convierte en una mera caja de resonancia—el ruido y la furia— que contribuye de forma determinante a la polarización política. Si los partidos no se ponen de acuerdo en asuntos centrales que afectan al conjunto de la nación, el caso de la tragedia de Valencia es de libro, difícilmente los ciudadanos van a verse representados. La consecuencia, lógicamente, en un creciente malestar con una clara tendencia a ser capitalizado, paradójicamente, por los enemigos del parlamentarismo, para quienes las democracias basadas en la representación popular son un estorbo que solo frenan la resuelta decisión del líder.
No hay que olvidar, sin embargo, que el Gobierno, en los sistemas de representación, es siempre parlamentario, lo que le obliga a mantener vivo el vínculo de confianza con quien le otorgó en su día la mayoría, y ese vínculo, si se rompe o se resquebraja, solo puede reconstruirse con una ratificación de la investidura que le dio carta de naturaleza. Es por eso que en la mayoría de los sistemas parlamentarios surgió la idea de una moción de confianza que aclare si se puede seguir gobernando o, por el contrario, la legislatura está agotada. Una moción que de alguna manera podría ser sustituida por la aprobación de los presupuestos del Estado en la medida que se trata de la pieza angular del sistema parlamentario. En esa ley se cocina el futuro de la legislatura.
Un castizo diría que hablar sobre la crisis del régimen parlamentario es tan viejo como el café 'migao'. Ya se sabe, esos mendrugos de pan que las familias humildes echaban al café —o a lo que hubiera— para matar el hambre. Pensadores de derecha e izquierda han teorizado durante décadas sobre la degradación del parlamentarismo, y muchos han visto en ese proceso las causas últimas de las dos guerras mundiales. En particular, por la descomposición del bipartidismo que se produjo en algunos países —incluida Inglaterra— en los que el régimen parlamentario había sido más eficiente, lo que llevó a una fragmentación y creciente polarización del sistema político con indudables consecuencias. En el caso español, los años anteriores a la dictadura de Primo de Rivera reflejan esa parálisis parlamentaria que a la larga, tras el colapso de la Restauración, derivó en la trágica guerra civil.
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