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Esas egoístas parejas que no quieren tener hijos, ¿quiénes se creen que son?
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Héctor G. Barnés

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Esas egoístas parejas que no quieren tener hijos, ¿quiénes se creen que son?

Hay pocos tabúes sociales mayores que las parejas de determinada edad que han decidido no tener descendencia. ¿Por qué molesta tanto que alguien pase de la paternidad?

Foto: Hoy, en los 'millennials' destruyen cosas: los 'millennials' destruyen la humanidad. (iStock)
Hoy, en los 'millennials' destruyen cosas: los 'millennials' destruyen la humanidad. (iStock)

La vida es una sucesión de impresiones de nuestra imagen en las pupilas ajenas. Nos asomamos a la mirada de nuestros compañeros de colegio, aún inocentes, a los que la diferencia les parece lo normal. A la de los adolescentes en el instituto, más severa, que comienza a sancionar el comportamiento que se sale de esa normalidad que, como cantó Morrissey cuando aún no se había convertido en el Miguel Bosé inglés, no existe. El verdadero infierno suele ser el de los razonables adultos, quizá porque ocultan su desprecio bajo el sentido común. Son miradas cómplices, preguntas en plan “¿lo dices en serio?”, y la joya de la corona, que ese cuchicheo a espaldas de la víctima. No hay que preocuparse: todos sabemos que víctimas y verdugos, cotilleantes y cotilleados, intercambian fácilmente sus roles.

Uno nunca es suficientemente heterosexual, o suficientemente mujer, o suficientemente hombre, o suficientemente casto o suficientemente promiscuo, o suficientemente exitoso o suficientemente fracasado, o suficientemente generoso o suficientemente agarrado. De entre todas las cosas que uno hace mal, aunque nadie se lo diga a la cara, y dejando a un lado todos los prejuicios a los que tienen que enfrentarse las mujeres, hay una que destaca por encima de otras, quizá porque une lo social, lo sexual, lo público y lo privado: no tener hijos, cuando no hay ninguna razón aparente (económica o personal) que lo impida. Decidir que, simplemente, no quieres dejar descendencia. Chungo si eres hombre, aún peor si eres mujer. (Pista: a veces no es no querer, es no poder y no querer dar explicaciones)

El “bueno, estarán esperando a un buen trabajo” pasa al “quizá tengan algún problema” hasta llegar a su destino final: “¿Pero estos qué se han creído?”

Pocas cosas despiertan tanto recelo entre grupos de amigos, familiares y conocidos –los conocidos, siempre los conocidos, son los que más tienen que decir– que esas parejas que, a medida que pasan los años, se van quedando descolgadas de los ritmos de su generación. El “bueno, estarán esperando a que tengan un buen sueldo” va evolucionando al “bueno, quizá tengan algún problema” hasta llegar a su destino final: “¿Pero estos qué se han creído que son?” Hay un momento en el que se acaban las excusas, generalmente alrededor de esa edad a la que, aunque ya nadie se atreva a decirlo con esas palabras, a ella se les pasa el arroz (matiz: a nosotros también, pero nos miran mejor).

Lo he visto. Ese alzamiento de cejas como un resorte cuando alguien reconoce en voz alta que no quiere tener hijos, incluso por quienes hace no tanto tiempo se mostraban favorables a que cada cual hiciese lo que considerase oportuno y que, cual Pablos de Tarso de la paternidad, se han caído de cabeza desde su caballo hasta el carrito Bugaboo. Toda familia tiene su oveja negra y, casual casualidad, estas ovejas suelen ser las que no tienen hijos, y por lo tanto, quedan fuera de los rituales familiares de bautizos, bodas y comuniones que sirven como hormigón para reforzar una estructura familiar cuyas vigas son más bien de barro.

O parimos todos…

Lo explicó la profesora asociada de la Universidad de Indiana Leslie Ashburn-Nardo en una investigación que publicó 'Sex Roles': ser padres es uno de los grandes imperativos morales de la sociedad moderna, una exigencia que si no se cumple crea una gran estigmatización. Tras casi 200 entrevistas, llegó a la sorprendente conclusión de que “no tener hijos no es visto solamente como atípico o sorprendente, sino también como moralmente incorrecto”. Se solía juzgar a las parejas sin hijos como más infelices y menos realizadas, fuese verdad o no.

placeholder Tres amigas cruzan el desierto de Atacama, o la habitación blanca de 'Matrix'. (iStock)
Tres amigas cruzan el desierto de Atacama, o la habitación blanca de 'Matrix'. (iStock)

La razón era que habían osado contradecir la mayor expectativa social de todas. Colegio, universidad, trabajo, matrimonio, ¿hijos? y muerte. O, mejor aún, escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Ya hemos escrito aquí sobre nuestro posicionamiento a favor del reino vegetal frente a la epidemia de egos literarios que venden poco y se leen aún menos que anega nuestras librerías, así que tan solo nos queda recordar que, en lo que respecta a su árbol familiar, que cada cual lo pode como quiera. O incluso que se compre un bonsai. Son cada vez más los que deciden recortar sus ramas, hasta el punto de que tarde o temprano lo que parecía extraordinario, una provocación, termina siendo lo normal. O lo “normalizado”, como se dice ahora.

Lo señalaba la última Encuesta de Fecundidad publicada por el INE. Un 16,7% de mujeres y un 28,2% de hombres de entre 30 y 34 años, y un 7,4% de mujeres y un 11,3% de hombres de entre 35 y 39, dos franjas de edad críticas, no van a tener hijos porque no quieren. ¿Y por qué no quieren? La narrativa oficiosa desde la otra orilla, raramente verbalizada, sugiere una especie de egoísmo. No quieren dejar descendencia porque se lo van a gastar todo ellos, no quieren sufrir lo que nosotros y sus padres sufrieron, duermen a pierna suelta y viajan donde quieren, son unos consumistas, unos capitalistas y unos nihilistas, como diría el Nota. Allá donde pasan, no crece la hierba.

La generosidad de los “tíos” sin hijos empieza a generar malestar cuando pasan de ser “tíos que serán padres” a “tíos sin descendencia eternos”

No conviene tampoco perder de vista el carácter comunitario de la crianza. Tener un hijo no suele (no debería ser) una experiencia individual, y es en esos momentos en los que reaparecen lazos sociales que quizá se habían cortado en la era de la independencia que es la posadolescencia y que cristalizan en un “yo te recojo a los niños, tú les das la merienda” –también el “yo no duermo, ¿a que tú tampoco”?– que vertebra muchos grupos de amigos. Una dinámica que, a la fuerza, deja fuera a los que no se le puede pedir favores porque no pueden ser correspondidos. Esos “tíos” se encuentran en una posición complicada, cuya posible generosidad genera cierto malestar. Especialmente, cuando dejan de convertirse “tíos en fase de convertirse padres” a pasar a ser “tíos eternos”. Uf, ¿y si quieren llenar ese hueco con nuestros hijos? Quita, quita.

Es un tema espinoso que convierte a todo hijo de vecino en evolucionista convencido y trascendentalista en pantuflas. Lo primero, porque ya se sabe que el evolucionismo, sirve para condenar cualquier comportamiento que se salga del orden establecido como potencial desencadenante del apocalipsis demográfico (otra pistita: quizá estemos olvidando la lección del abuelo galdosiano y dándole mucha importancia a la sangre y poca a la adopción). Lo segundo, porque de repente aquellos que no han pensado jamás qué será de su existencia pasado mañana comienzan a interrogarse por el sentido de la vida. La vida ajena, en concreto. Que no se preocupen. En realidad les da igual, son solo los prejuicios de siglos de moralismo cristiano y metomentodismo asocial hablando por su boca.

La vida es una sucesión de impresiones de nuestra imagen en las pupilas ajenas. Nos asomamos a la mirada de nuestros compañeros de colegio, aún inocentes, a los que la diferencia les parece lo normal. A la de los adolescentes en el instituto, más severa, que comienza a sancionar el comportamiento que se sale de esa normalidad que, como cantó Morrissey cuando aún no se había convertido en el Miguel Bosé inglés, no existe. El verdadero infierno suele ser el de los razonables adultos, quizá porque ocultan su desprecio bajo el sentido común. Son miradas cómplices, preguntas en plan “¿lo dices en serio?”, y la joya de la corona, que ese cuchicheo a espaldas de la víctima. No hay que preocuparse: todos sabemos que víctimas y verdugos, cotilleantes y cotilleados, intercambian fácilmente sus roles.

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